15 de diciembre de 1999
El esmalte blanco ha saltado en muchos rincones de la bañera, y el mango de la ducha está completamente oxidado. No hay agua caliente, o sólo a ratos, pero nunca a la hora a la cual Giovanni y yo nos duchamos. No queda más remedio que apañarnos así. Pongo una mueca de desagrado cuando, esta mañana, el chorro de agua helada toca mi piel. Giovanni me está mirando, divertido, con el cepillo de dientes en la boca, y la espuma de la pasta blanquísima a punto de recubrir sus labios rosados. Me fricciono rápidamente con el jabón que hemos comprado en Europa (el jabón ucraniano tiene un color sospechoso, huele mal y es como una piedra, hasta tal punto que, al verlo, he exclamado: «Mira, ¡pero si es una piedra pómez!») y salto de la ducha, con restos de jabón, buscando un rincón del suelo que parezca más o menos limpio. Giovanni tiene que retenerme para que no me caiga con el pompis directamente contra el suelo frío. Y acabamos riéndonos a carcajadas. Es nuestra lujosa vida. Boris se asea abajo, en un pequeño cuarto de baño que sólo tiene un lavabo, pero que le conviene perfectamente, según él. Me da un poco de asco, pero ¿quién tiene ganas de meterse debajo de una ducha antártica? En las habitaciones, aparecen vestigios del antiguo régimen comunista, viejos micros colocados en todas las paredes, y sensores contra las ventanas. Desde luego, los micrófonos me siguen a todas partes. La terraza, supuestamente frente al mar, tiene columnas de cemento que impiden ver el exterior. Allí deposito yo mis zapatillas de deporte, que huelen a perro salvaje al final del día. Hasta Giovanni, que lo acepta todo de mi, me ha dicho:
—O las zapatillas o yo.
Así que obedezco porque, la verdad, ni yo aguanto mi propio olor.
Giovanni y yo hacemos el amor tres o cuatro veces al día. Me siento bien con él. Aprendo a hacer la ranita loca (yo sentada en el borde de la cama con las piernas abiertas y masturbándome delante de él, con una botella de agua mineral sin gas que derramo de vez en cuando sobre mi vientre), el submarino francés (pequeña boca en forma de corazón perfectamente identificada que va bajando debajo de las sábanas y con un movimiento rotativo de los labios absorbe completamente el pene allí presente), y la «levretiña» (etimológicamente, del francés levrette, a cuatro patas para ser más exactos, con un toque italiano). Giovanni y yo hacemos un montón de cosas en esta cama coja. Pero nunca me ha compartido con nadie, aunque mañana habrá una excepción y se llama Kateryna.