Accidente laboral
22 de octubre de 1999
Sigo en una nube después de diez días desde mi encuentro con Giovanni. No tengo forma de establecer contacto con él. Solamente él puede hacerlo a través de Susana o de Sofía. Estoy pensando en él las veinticuatro horas del día y voy cada vez menos a trabajar. Físicamente, no me encuentro con fuerzas. Psicológicamente, tengo en la cabeza a una única persona: él. Veo a pocos clientes, aunque sigo ganando bastante dinero. Pero me limito a ver a los habituales. El tema de la infidelidad nunca me ha generado problemas de conciencia. De hecho, siempre he pensado que la infidelidad no existe. Pensaba que se puede ser fiel, aun teniendo relaciones sexuales con otras personas. El cuerpo se puede compartir, pero el alma, definitivamente no. Desde Giovanni, cada vez que he estado con un cliente nuevo, me he sentido mal, y no consigo explicarme el porqué.
Hoy viene Pedro a buscarme para pasar la noche conmigo. Me voy de mala gana, un poco irritable, porque sé que voy a tener que escuchar sus lloriqueos una vez más. ¡Ya me tiene harta! Pienso que, para no tener que hacer de mamá una vez más, en esta ocasión debo practicar el sexo con él. Así se calmará, y quizá me dejará tranquila. Cuando me propone ir a cenar le digo que no, y le invito a ir directamente a su hotel. En sus ojos, veo que la idea le encanta. Es la primera vez que yo tengo este tipo de iniciativa. Y no acaba de creérselo. Pero no se hace de rogar dos veces. Y sucede lo que tenía que haber sucedido mucho antes.
Estamos desnudos encima del cubrecama, el cual, hoy, tiene una función bien definida: secar mis lágrimas que fluyen sin parar. Estoy llorando como una loca.
—Por favor, no te pongas así. No ha pasado nada, ya verás como tengo razón —me susurra Pedro para intentar tranquilizarme.
Yo tengo un nudo en la garganta, que me impide respirar y hace más dolorosas las lágrimas que van corriendo como ríos en mi cara.
—¿Tú qué sabes? Si me dijiste que nunca habías hecho el test. —Hablo con palabras entrecortadas—. Eres un cobarde. ¡Eso es lo que eres! Yo siempre lo he hecho. ¡Siempre, siempre, siempre!
Pedro está aterrorizado al verme en este estado, e intenta convencerme de algo que no puede evitar.
—¡Venga, por favor! No he hecho el test porque no tenía ninguna razón para hacerlo. Ya te he dicho que llevo cuatro años sin hacer el amor con mi mujer. Aparte de ti no he tenido ninguna relación extramatrimonial.
—¡Yo no soy ninguna relación extramatrimonial! —he pronunciado la frase de un tirón.
El aire empieza a volver a circular dentro de mi garganta.
Pero ante la visión del preservativo roto entre sus manos, vuelvo a tener un ataque de pánico. Me levanto y me encierro en el baño.
—Mira. Haremos una cosa. Mañana mismo me haré un test de VIH y, como no lo tengo y tú tampoco, así te quedarás más tranquila. ¿Te parece bien?
Sus palabras resbalan contra la puerta del baño. No consigo responderle y le odio con todas mis fuerzas, por haber vertido su semen en mí, sin mi permiso, por no haber sabido ponerse bien el preservativo, por querer darme demasiado amor sin yo haberle pedido nada. Le odio con toda mi alma, y me da asco lo que acaba de suceder.
Es un castigo de Dios, pienso. Y me meto en la ducha para eliminar todo rastro del pecado.