10 de julio de 1997

—¡En tu oficina son todos unos inútiles! —grita Hassan en el teléfono como si hubiera interferencias y estuviera en la China—. Me ha dicho una señorita, seguramente en prácticas, que ninguna Val trabaja allí.

He olvidado el carácter tan autoritario que tiene Hassan. Le gusta obtener las cosas enseguida, como a un niño caprichoso. Por eso seguimos en contacto. Porque en el fondo, le doy todo lo que quiere una mujer, sobre todo sexo, juventud y pocas preguntas.

Cuando le conocí, sentí enseguida mucho respeto, ternura y temas sexuales de experimentar con un hombre mucho mayor que yo. Él estaba sentado en el sofá del bar del Hyatt, y yo estaba cenando con mi colaborador en el restaurante del hotel, incómoda porque intentaba esquivar las miradas impertinentes del cocinero italiano, Luca, que se había encaprichado conmigo. Luca tenía la apariencia de un marinero drogadicto que acababa de salir de la cárcel, y llevaba tatuado en ambos brazos los nombres de las mujeres con quienes había estado. Todas las noches, después de su trabajo, venía a rogarme detrás de mi puerta que le dejara pasar, y que mandaba poemas en un francés vulgar y lleno de faltas de ortografía, que había aprendido seguramente de carceleros galos. No me gustaba nada. Aquella noche, Hassan entendió rápidamente lo que estaba pasando y vino a rescatarme, invitándome a una copa. Tenía, en aquella época, ademanes de ministro, llevaba trajes elegantísimos de Yves Saint-Laurent, y tenía a medio hotel en el bolsillo. Cada vez que los camareros pasaban delante de él, le hacían reverencias o le saludaban como si fuera el dueño del país. Yo estaba en el cielo con ese hombre a mi lado, y fue cuando entendí el significado de lo que llamamos «la erótica del poder». Quería experimentar lo que a muchas mujeres les vuelve locas: estar al lado de un hombre rico y poderoso. Porque la verdad es que no es particularmente guapo. Pero eso, para mí, no tiene ninguna importancia. Hassan me gustó enseguida, porque entre otras cosas, tiene la mandíbula desencajada a lo Klaus Kinsky, y en esa pequeña característica física reside todo su carisma. Además, su elocuencia, junto con su apariencia física, me cautivaron inmediatamente.

Me sedujo su serenidad al hablar, mezclada con esa vehemencia que a veces demostraba cuando daba órdenes a sus súbditos, quienes sólo podían obedecer. Hasta para subir a mi habitación no tuvimos problemas, en un país donde estaba prohibido acompañar a una mujer a su cuarto si era soltera. De hecho, habíamos iniciado nuestra relación después de que, una noche, se atreviera a esconderse, con una ramo de rosas, en mi habitación. En fin, había superado todos los obstáculos para acceder a mí, y avanzaba a pasos gigantescos cada vez más subconscientemente subyugado.

—Mira, Hassan, me sorprende que en mi oficina no te hayan explicado nada. Me despidieron el pasado mes de abril —le explico malhumorada por su tono y por la vergüenza de estar inscrita en el paro.

—¿Alguna cosa habrás hecho para que te echen a la calle de la noche a la mañana? —me espeta.

—¡Pues no! —exclamo entre enfadada y escandalizada—. Sencillamente, estaban recortando plantilla, y fui la primera en salir. ¿Qué piensas? ¿Que lo he provocado todo para meterme en follones cuando ya tenía una vida más o menos organizada y tranquila?

Hassan, que siempre alardea de su condición de musulmán liberal educado a la occidental, no lo quiere admitir, pero el simple hecho de ser mujer ya es un problema de por sí.

—Bueno, ¡tranquilízate! —la voz de Hassan se va suavizando porque se acaba de dar cuenta de que no tiene ninguna razón para ponerse así—. ¿Qué piensas hacer ahora?

Ha pronunciado esta última frase con cariño y deduzco que algo está tramando.

—Pues buscar trabajo. ¿Qué crees que tengo que hacer?

—¿Por qué no vienes unos días a Marruecos y lo hablamos? Necesito a una mujer francófona en el periódico, como tú. Y así Aprovechas para descansar un poco de esa vida loca europea.

La simple idea de que Hassan me pueda echar una mano a nivel profesional me atrae y me produce rechazo a la vez, y no acepo ir a Marruecos, pese a lo desesperada que estoy por tener que quedarme en casa de brazos cruzados. La inactividad repentina me angustia más que las razones estrictamente económicas, porque durante mis años de trabajo con Andrés, he ganado suficiente dinero como para haber ahorrado una suma bastante cuantiosa, que me permitirá vivir tranquilamente sin preocupaciones durante una larga temporada. Siempre he sido más hormiguita que cigarra.

—Piénsalo bien, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, Hassan. Y muchas gracias.

—No me des la gracias —dice, antes de terminar la conversación.

Colgamos el teléfono casi los dos a la vez.

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