30 de marzo de 1997
Por fin me voy a Francia con mi abuela, mi querida Mami. Tras los Achuchones eternos y muchos besos húmedos en ambas mejillas, voy a deshacer mi maleta en el cuarto que cuidadosamente me ha preparado. Cenamos tranquilas las dos y luego salgo a dar una vuelta por el pueblo y los alrededores. Llovió mucho la víspera, y el aire huele a limpio esta noche. He decidido ir al cementerio. Para mí es un lugar especial, y más aún cuando todo está oscuro y silencioso. Necesito meditar. Cuando llego, el olor de la tierra empieza a cosquillearme la nariz, como si todos aquellos cadáveres la hubiesen alimentado con sus carnes y huesos, adquiriendo así más carácter y personalidad. Una tumba enorme, preciosa, de mármol, me llama de repente poderosamente la atención, y no puedo evitar acercarme a ella y ponerme a acariciar el mármol frío. Este contacto es muy singular pero me procura inmediatamente consuelo y paz. Y me imagino que el colmo de esta situación sería burlar a la muerte practicando la vida misma, es decir, hacer el amor aquí mismo.
Unas ramas que crujen o alguien que pisa las hojas caídas me arrancan de repente de mi abstracción. Podría ser mi imaginación, que me juega uno de sus trucos, y decido no inmutarme hasta discernir una luz. Estoy asustada, pero también siento curiosidad, y voy acercándome hacia la luz, cada vez más grande, como una luna grande caída del cielo. Parece una linterna. El saber que no estoy sola me hace temblar un poco, y noto que mis manos se van poniendo húmedas, no sé si por el miedo o por la excitación. Súbitamente, llegan hasta mí unas voces. Las siluetas de dos hombres se vuelven cada vez más nítidas y constato que están excavando en medio del cementerio. Uno de ellos ha notado mi presencia:
—¿Hay alguien ahí?
Me acerco un poco más y me pongo justo enfrente de la linterna.
—Perdone. He oído ruidos y he venido hasta aquí para ver lo que pasaba.
—No son horas para visitar un cementerio, señorita —me hace notar uno de ellos, apuntándome de arriba abajo con la linterna—. ¡No es supersticiosa!
—¿Por qué me dice eso? No creo en los muertos vivientes, ¿sabe?
Los dos hombres se echan a reír.
—Mañana hay un entierro y por eso estamos excavando una fosa a estas horas —me dice el otro.
Al fijarme en sus pantalones veo que están abultados. Él nota mi mirada y comenta:
—La naturaleza humana no se calma nunca, incluso en estos lugares.
Me observa minuciosamente y como mis ojos ya se han ido acostumbrando a la oscuridad, puedo entrever cómo cambia su expresión, aunque no distingo muy bien su rostro.
Llevo una falda larga, negra, un top ajustado de manga corta pero con cuello alto, del mismo color, y unas sandalias. A pesar de estar totalmente tapada, la tela de mi ropa es muy fina, y un poco de aire picarón invade mi cuerpo. Mis pezones se contraen de repente y noto cómo mi respiración se va acelerando cada vez más. Por el silencio que pesa en este lugar, tengo la sensación de que los dos hombres la pueden oír, y pueden apreciar mis pechos encerrados en aquel top.
Uno de ellos se acerca de repente, empieza a tocarme suavemente el pelo, a acariciarme la cara, y me introduce dos dedos en la boca.
—¡Chúpamelos! —me va susurrando.
Obedezco. El otro se ha puesto detrás de mí, meneándome el trasero con las manos sucias de barro; la tierra está mojada por la Inerte lluvia de la víspera. Me sube la falda y me quita las bragas, llevándoselas a la cara para olerlas.
—Tú sí que hueles a vida, cariño —dice, excitado.
Se agacha para coger un poco más de la tierra que han ido sacando a medida que excavaban. Empieza a masajearme el trasero con ella, con más energía. Yo sigo chupando los dedos de su compañero, pasando mi lengua entre cada uno de ellos. Sus manos tienen un olor curioso, son manos de trabajador; la rugosidad de su piel le ha traicionado.
El otro se baja los pantalones, coge su pene con la mano derecha y empieza a masturbarse, mirándome el trasero con la linterna.
—¡Tienes un culo de vicio, nena!
Yo, a pesar de no verle la cara, puedo sentir el frenesí con el cual se menea y eso me excita un poco más. A partir de ese momento, me atan las manos con una cuerda, luego, uno de ellos me tumba en el suelo, al lado del agujero que han hecho para el entierro, y mi cabeza queda suelta en el vacío, de modo que puedo ver el fondo de la tumba. Noto que uno se libera cuando un enorme calor inunda mi vientre. El otro me pone la linterna en plena cara, como si de un interrogatorio se tratara.
—¡Seguro que le gusta!
El de la linterna me coge de repente la cabeza, con violencia y me pone su sexo en la boca. El contacto con mi saliva le hace correrse enseguida, mojándome el paladar y las encías. Pierdo el conocimiento.
No sé cuánto tiempo pasa después, minutos, quizá horas. Me levanto, todo el cuerpo me duele. Parece un sueño. Estoy totalmente sola y sucia. Aparte de eso, no quedan huellas de nada y la cuerda ha desaparecido. Decido volver a casa.