Hoy invito yo…
25 de septiembre de 1999
Estoy en el gimnasio cuando me llama Susana. Afortunadamente, llevo el móvil conmigo, y el timbre resuena contra las paredes de la inmensa sala donde suelo acudir unas cuantas veces a la semana. Tengo que responder en voz baja para no llamar la atención de los curiosos, que ya empiezan a poner mala cara por ser molestados en pleno ejercicio.
—Tienes que venir ya. No tengo a ninguna chica en la casa y el cliente te ha elegido por la foto.
—Susana, estoy en el gimnasio. Me preparo, pero voy a tardar un poco.
—¡Date prisa!
Siempre llevo ropa por si ocurre algo así, y me alegro de haber sido previsora. Me evita desviarme para ir a cambiarme a casa. Me preparo en el vestuario de mujeres, cojo un taxi y me voy directamente para allá.
El día es gris, ha llovido un poco por la mañana y yo no estoy con mucho humor pero, ante todo, el trabajo es el trabajo.
Susana me espera impaciente. Siempre se pone así, su sentido de la profesionalidad no podría aceptar jamás que un cliente se le fuera de las manos porque la chica está tardando demasiado en llegar. Así que siempre se pone de los nervios y, a consecuencia de ello, le aparece psoriasis por todo el cuerpo. Vive con el temor permanente de que la echen, y por ello mismo, nunca nos hace sentir cómodas. Esta actitud suya ha contribuido de alguna forma a estrechar los lazos con Angelika, quien ha demostrado ser mucho más flexible que ella.
—Venga, preséntate de una vez, si no se va a ir…
—Ya lo sé, Susana. Pero estaba en la otra punta de Barcelona. No podía ir más rápido.
Me arreglo el pelo delante del espejo, y entro en el salón. El cliente está mirando la televisión, con un cubalibre en las manos. Da la sensación de haberse bebido unos cuantos mientras me estaba esperando. Cuando me ve, sonríe pero no me dice nada y tengo que iniciar yo la conversación. Resulta ser un ingeniero aeronáutico, padre de familia (como todos) que se siente solo. No es nada guapo. Para ser sincera, físicamente es bastante repulsivo, pero tiene un no sé qué que le hace carismático. Cuando me siento a su lado, me quedo pasmada del efecto que le produzco. Se pone literalmente a temblar. Me confiesa que tiene mucho miedo y eso me enternece, así que intento tranquilizarle y pasamos a la suite, donde se quita la ropa furtivamente, se mete en la cama y se tapa completamente para que no pueda ver su desnudez. ¡Empezamos bien! Pienso que, actuando así, va a ser otro fracaso sexual, pero… Resulta ser maravilloso. Me corro sin tener que fingir. Me gustan sus caricias en todo el cuerpo. Es un verdadero experto de la anatomía femenina, hasta dudo de que el hombre que se encuentra en la cama conmigo sea el mismo al que he visto minutos antes en el salón.
Cuando acabamos, y mientras se está duchando, cojo mi bolso, saco mi monedero y después de contar los billetes, le tiendo 50.000 pesetas.
—¿Qué es eso? —me pregunta, incrédulo, friccionándose enérgicamente la espalda con la toalla.
—El reembolso de lo que le has pagado a Susana para estar conmigo —le susurro, para que no me oigan los micrófonos.
—¿Qué…?
—¡Lo que oyes! Por favor, ¡cógelo!
—Pero ¿por qué?
—Para agradecerte este momento. Hoy invito yo. ¡Pero no te acostumbres… y ni una palabra a Susana! —y le sonrío.
Tengo que insistir para que coja el dinero, porque no hay forma de que lo acepte.
—Desde luego, cada vez entiendo menos a las mujeres.
Al irse con el dinero, le murmuro:
—No hay nada que entender.
Más bien me lo estoy diciendo a mí misma porque, además, ni siquiera es mi tipo.