Hago el indio
12 de abril de 1997
Cuando al abrir la puerta de mi habitación le veo con su camisa a cuadros blancos y negros, imitación de la marca Façonnable, deseo convertirme de repente en una pequeña ficha del juego de las damas para recorrer todo su torso y espalda. Me está inspirando inmediatamente un juego con reglas más violables unas que otras.
Rafael es guapo como un dios. Tiene una melena negra, larga y fina, que recoge con una goma elástica, y no para de colocar unas mechas rebeldes detrás de las orejas, a medida que va hablando. Su piel tiene un color aceituna azulada que daría envidia a más de una mujer cuarentona que se pasa la vida bronceando su cuerpo al sol en las playas de medio mundo.
A Rafa no le importa el color de la piel. A mí tampoco. Debo admitir, al contrario, que sus orígenes indios me han atraído enseguida. Sus dientes parecen de marfil, y me siento momentáneamente parte de un safari frente a un elefante africano.
Después de hablar del presupuesto para trabajar unas horas al día de guía, y hacer unas fotos de lo más interesante del país, le he invitado a un fin de semana loco donde su integridad física corre muchísimo peligro. Y él lo sabe, pero creo que quiere correr el riesgo. No necesito a ningún guía, pero ya está contratado.