Disgustos
19 de abril de 1997
A pesar del susto tremendo que nos llevamos ayer, hoy estoy llena de vitalidad y buen humor… y calambres de estómago. Una llamada de la compañía que tengo que visitar ha cambiado por completo mi jornada, y el director de marketing me está esperando en Trujillo, una ciudad a unos quinientos kilómetros de Lima. Para llegar allí tengo que tomar un avión.
—El doctor la recibirá a las dos de la tarde —me ha dicho su secretaria.
Apenas tengo tiempo de llegar al aeropuerto, tomar el vuelo y acudir puntual a la cita.
Quiero llevarme a Rafa, pero él tiene un mal loco a levantarse. Después de darle varios codazos para que se ponga en pie, y una ducha que dura una eternidad, volamos en taxi hasta el aeropuerto. El taxista se asusta y debe pensar que estoy loca cuando le digo que tengo mucha prisa. El tiempo, para él, tiene otro sentido.
—No me importa si hay otros coches delante de nosotros. Conduzca por la acera. No se preocupe por la policía. Está todo controlado. Así que… ¡vuele!
En el aeropuerto tenemos que hacer cola. Pienso que no vamos a poder salir a tiempo. Al final, conseguimos un vuelo y me tranquilizo.
Después del despegue, se acerca una azafata monísima para ofrecernos un almuerzo, que ni Rafa ni yo conseguimos tragar.
—¿Te molesta si hacemos unas fotografías en el avión? —le comento a Rafa.
—¿Usted es fotógrafo? —le pregunta la azafata, que viene con su carrito a retirar las bandejas que ni hemos tocado.
—Sí.
La azafata le sonríe tímidamente.
—Le gustas —le digo a Rafa al oído.
—¿Cómo lo sabes?
Parece que se ha molestado. Es normal que Rafa guste a las mujeres. Es un hombre muy guapo, pero también un poco tímido.
—Intuición femenina.
—¿No te molesta?
¿Por qué me iba a molestar? Yo no soy precisamente una mujer celosa. Al contrario. Me parece halagador que otra mujer pueda sentirse atraída por el hombre que está conmigo. Y además, ¿cómo puedo pedirle a un hombre que me sea fiel si yo me acuesto con todos los que quiero? Tengo ganas de comentarle lo que sucedió con Roberto el primer día de mi llegada a Lima. Pero no lo voy a hacer por respeto. No sé cómo se lo podría tomar, temo su reacción y entiendo que no todo el mundo está preparado para escuchar mi propia filosofía de la vida.
—¡Para nada! No soy una mujer celosa, ya lo sabes —es la única explicación que le doy.
Llegamos a Trujillo después de casi una hora de vuelo. Rafa y la azafata han intercambiado al final sus teléfonos porque, según ella, está buscando a un fotógrafo profesional para la comunión de su sobrino.
Lo primero que nos advierten unos carteles puestos en el aeropuerto es que hay una plaga de cólera. Este virus me persigue allá donde vaya pero, según mi médico especialista en enfermedades tropicales, no puede afectarnos a los europeos, porque no tenemos problemas de malnutrición, y nuestros jugos gástricos matan las bacterias del cólera. Pero mejor evitar beber agua del grifo o pedir hielo.
Vamos directamente a mi cita, que no sale todo lo bien que hubiese esperado y después, para intentar calmar mis nervios, visitamos la ciudad. En las afueras, descubro que Trujillo es un desierto lleno de campos de espárragos. La mayoría de ellos se exportan a España. Delante de esas dunas fértiles, siento rabia y tristeza. Sé que la reunión con el director de marketing de Prinsa significa acortar mi viaje a Perú. He conseguido la cita que quería, y quedarme un poco más no tiene sentido ahora. Pero Rafa todavía no lo sabe. Tengo miedo de decírselo. Siempre el mismo defecto: retraso las cosas importantes. Evidentemente, no estoy enamorada de él, pero le he cogido mucho cariño.