23 de septiembre de 1999
Pedro se está volviendo obsesivo conmigo. Ha llamado para saber si estaba libre, y aparece al inicio de la noche para pasarla entera conmigo. Primero, paga unas horas y nos vamos a la suite. En realidad, me dice que no le interesa mucho el sexo. Pretende encontrar en mí, sobre todo, una especie de consejera-psicóloga. Pero si además está siempre abierta de piernas, ¡mejor!
Siento un cariño especial por él. Está claro que prefiero estar con él, porque me trata bien, que con un degenerado que puede llegar a pedirme cosas asquerosas. Dice que siente que está haciendo una buena acción porque así yo no tengo que ir con otros hombres. Luego, decide salir y llevarme a bailar, avisándome previamente de que no aguanta el alcohol. Yo, en cambio, aguanto todo lo que me echen. Al fin y al cabo, acabo de renacer y tengo una fuerza interior que me hace soportarlo todo. Esta noche, decido aprovecharme de esta ventaja. Me invita a tomar una copa en un bar del centro, y entonces me dice que está contemplando la posibilidad de ser mi novio. Hasta me quiere regalar un anillo de oro blanco. Yo rechazo esta propuesta categóricamente.
—No quiero que seas mi novio. No quiero a ningún novio. Además, ahora soy incapaz de amar. Quiero ganar dinero, pagar mis deudas y ¡basta!
—Haré todo para que te enamores de mí, te lo prometo.
—No quiero enamorarme, ¡no lo entiendes! Además, no eres mi tipo para nada. ¡Lo siento!
Con cada rechazo parece motivarse más. Es como un desafío, el primer gran desafío que se le presenta en la vida. Cuanto más violenta me pongo, más se aferra a mí, porque me confiesa que necesita a una mujer autoritaria a su lado. Creo que, en el fondo, le encanta jugar el papel de buen samaritano y salvador de una chica que se encuentra en la miseria más absoluta. Complace así su orgullo y esto le da, por primera vez, un sentido a su aburrida vida. Pero Pedro me da asco físicamente, y esta noche quiero arreglármelas para no tener relaciones sexuales. Su sexo es como un espagueti fino cuya única función verdadera es la de colgar entre las piernas. Nada más.
Nos ponemos a bailar, y sólo de verle contorsionándose en la pista me da pena. Se mueve peor que un trozo de madera. Yo no dejo de pedir whiskies, y verter el contenido de mi vaso en el suyo, para que beba. No parece darse cuenta. He decidido no darle mi cuerpo. Bastante estoy haciendo con aguantar sus lloriqueos.
De repente, me anuncia:
—Me voy a divorciar.
—Pero, ¿tan mal te encuentras en tu casa? —le pregunto.
No creo que me esté diciendo eso en serio. Además, está completamente borracho.
—¡Como un verdadero gilipollas! Desde que te conozco, me doy cuenta hasta qué punto me he engañado a mí mismo todos estos años. No aguanto más a mi mujer y este matrimonio es una verdadera farsa.
—Pues si es así, cambia de vida sin dudarlo. Pero por ti, no por mí. No pretendas que te ayude más de lo que estoy haciendo. No quiero ser tu amante en exclusiva.
—No quiero que seas mi amante, ¡quiero que seas mi novia!
—Te estás engañando otra vez, Pedro. Te has enamorado de una persona que encontraste en un ambiente muy particular. Te sientes libre de venir e irte cuando te da la gana. Sólo es cuestión de dinero. En la vida real sería diferente, no me soportarías.
—Pero ¿qué dices? ¡No sabes hasta qué punto te quiero! ¡Te quiero más que a mi propio hijo!
Me parece fuerte y gravísima esta afirmación y decido hacerle beber un poco más. No aguanto este tipo de discurso, y a este hombre que siente no sé qué amor por su hijo. Desde luego, no está en su pleno juicio. ¡No pienso escuchar una palabra más acerca de eso!
—Además, no sé qué hace una mujer como tú en un sitio como ése. No es tu lugar. ¿Por qué haces este trabajo, con los estudios que tienes? —añade.
—¡Hago eso porque existes tú! —le explico enfadada.
¿Qué pasa? ¿Acaso es incompatible tener estudios universitarios, haber sido ejecutiva y hacer lo que yo hago? ¿Acaso soy una delincuente o una mala persona por haber decidido trabajar en esto? Pedro me está mirando pero parece no entender nada.
Al cabo de un rato, empieza a encontrarse muy mal y, a duras penas, le saco del local ante la mirada sorprendida de la gente. Casi lo estoy llevando en mis brazos. Pedro no pesa mucho más que yo, pero la escena es cómica.
Una vez en la calle, me encuentro con el dilema de convencer a un taxista para llevarnos a su hotel. Es una tarea difícil porque, visto el estado de mi compañero, nadie se atreve a llevarnos por miedo a que vomite en el asiento de atrás. Un señor mayor, regordete y buenazo, acepta al final, porque no se ha percatado muy bien del estado de Pedro, a quien he sentado en un banco mientras busco un taxi. A medio camino, sin embargo, tenemos que pararnos en la banda de emergencia de la carretera, porque mi acompañante amenaza con devolver todo lo ingerido durante la noche encima del asiento. Afortunadamente no pasa nada de eso. Mientras, el taxista me va insultando y me dice que le he engañado. Yo, avergonzada, no paro de disculparme.
Una vez en el hotel, tomo la resolución militar de hacerle vomitar como sea, porque si no voy a tener que pasar la noche en vela, vigilándole, ya que ahora amenaza con tirarse por la ventana, alegando que está enamorado de una mujer que no le ama. Esta actitud tan melodramática acaba definitivamente con mi paciencia y le cojo por detrás en el baño, le arropo delante del inodoro con los dos brazos en torno al estómago y le voy presionando la barriga para que devuelva de una vez. Se pone a vomitar larga y dolorosamente, y luego se va a la cama. Al final, concilio yo también el sueño.
A la mañana siguiente, Pedro se levanta con una resaca sin precedentes, y se pone a fumar compulsivamente cigarro tras cigarro hasta que me despierta. Me he librado de aquel momento sexual que no puedo soportar más, y estoy muy orgullosa de mi pequeña jugada. Hoy, vuelvo feliz y fresca a la casa.
—Este cliente te gusta mucho, ¿verdad? —me pregunta Susana al verme llegar.
Más que preguntarme, lo está afirmando. Claro que yo no le voy a decir que soy feliz porque he ganado dinero sin hacer nada. Conociéndola, sería capaz de contárselo a Manolo y Cristina y eso generaría problemas, sin duda. Además de curiosa, Susana ha demostrado ser chivata.
—Seguro que siempre lo pasas muy bien con él en la cama.
Me limito a sonreírle, recojo mi dinero y me voy para casa.