Una suite para dos

7 de septiembre de 1998

Estoy lejos de imaginar que Jaime ha mirado en mis papeles y mis cosas personales y que sabe exactamente el dinero del cual dispongo. Nunca hemos hablado de dinero, para él es un tema tabú y, realmente, no hace falta. Yo no tengo nada que esconder pero tampoco he contado detalles de mi situación económica. Lo cierto es que, cuando pasó el famoso episodio del embargo, el dinero que necesitaba Jaime era justo el que yo disponía en mi cuenta. Jaime, en realidad, conoce hasta los dos dígitos detrás de la coma del importe que he ahorrado.

Se van calmando las cosas y él continúa viajando por trabajo o por motivos familiares. Yo ya no tengo ahorros, pero entre su trabajo y el mío vivimos bien. Además, Jaime cumple con los gastos y me está dando rigurosamente todos los meses el dinero del alquiler. Estamos viviendo una nueva luna de miel y este problema, al fin y al cabo, nos ha acercado más y ha hecho nuestro amor más fuerte. Al menos, es lo que yo pienso.

Hoy voy a Italia para asistir a una feria de moda muy famosa, donde tenemos que estar presentes mi empresa y yo. Sé que el viaje no le hace ninguna gracia a Jaime, sobre todo después de aquella discusión acerca de las supuestas malas intenciones de mi jefe. Pero me ha dejado ir. Hasta ahora, no le he dado ningún motivo para estar celoso. Veo a través de sus ojos y vivo única y exclusivamente por él. He dejado de lado mi escabrosa vida sexual y no tengo ya ningún contacto con amigos masculinos.

Cuando aterrizamos en Milán, un socio de Harry, mi jefe, viene a recogernos para conducirnos a nuestro hotel. Durante el trayecto nos anuncia que hay un pequeño problema de disponibilidad de habitaciones, ya que todos los hoteles de la ciudad están llenos y lo único que nos ha encontrado es una suite grandísima que tenemos que compartir. No me produce reparo compartir una habitación, siempre y cuando haya dos camas en cuartos diferentes. Y parece que es así pues, al llegar al hotel, Harry y yo nos damos cuenta de que podemos compartirla sin tener que interferir en el espacio del otro, salvo para usar el baño. Es sólo una cuestión de organización.

Tengo clarísimo que no voy a decirle nada de esta pequeña anécdota a Jaime, porque sé que no lo va a entender. Pero le llamo igualmente para contarle que todo marcha bien.

—¿En qué hotel estás? —me pregunta de repente.

—En el Westin Palace. ¿Por qué?

—Para saberlo. Dame el teléfono y el número de habitación, que te llamo yo, porque te va a costar muy caro. Veo que tu jefe te está tratando como una reina. ¡Estáis en un hotel muy bonito! —me comenta.

Le digo inmediatamente a Harry que mi novio está a punto de llamar y que no coja el teléfono. No quiero tener que explicarle el porqué Harry está contestando en mi lugar. Afortunadamente es un jefe fantástico, que entiende muy bien estas cuestiones domésticas.

A los quince minutos, vuelve a llamar Jaime.

—¿Quién ha tenido la idea primero? —pregunta, sin venir a cuento.

—¿Cómo? —no entiendo nada, y empiezo a temerme lo peor.

—Te lo voy a preguntar de otra manera. ¿Quién ha follado a quién? —añade, con un aire irónico.

Me quedo muda.

—¿Piensas que soy tonto o qué? He hablado con el recepcionista y le he pedido que me pusiera con tu jefe. Da la casualidad que tiene el mismo número de habitación que tú. Luego, he vuelto a llamar y me han confirmado que compartís la misma habitación.

Mi corazón se pone a latir extremadamente fuerte. ¿Cómo le demuestro que no es lo que parece?

—Te lo puedo explicar Jaime. Es que…

—No quiero tus explicaciones. Quiero las suyas. ¡Pásamelo!

—¡No, Jaime! Prefiero que lo hablemos tú y yo. Él no tiene la culpa…

—¡Pásamelo!

Levanta tanto el tono de voz que Harry, que está a mi lado, entiende enseguida lo que está sucediendo y me pide con la mano que le pase el aparato.

Oigo gritar a Jaime por el auricular y no sé dónde meterme de tan avergonzada como me siento. Harry me mira, luego se concentra en la conversación y en todo lo que le está diciendo Jaime y, de vez en cuando, le contesta con un sí. Es un jefe como pocos hay en este mundo: comprensivo, caballeroso… Me está demostrando que puede llegar a entenderlo todo y creo incluso que se está sintiendo peor que yo. Está escuchando todo lo que tiene que decirle Jaime, fumando plácidamente un Habanos y, cuando acaba la conversación, en la cual casi no ha participado, me tiende el teléfono. Jaime quiere darme instrucciones precisas.

—Tu querido jefe te va a enviar a otro hotel. Cuando te hayas trasladado, me llamas y me comunicas tu nuevo número de habitación y el teléfono. Si es un señor te encontrará un sitio, por muy llenos que estén los hoteles en Milán. Espero tu llamada.

Y cuelga. Unas lágrimas empiezan a caer sobre la moqueta de color púrpura, y me pongo a balbucir disculpas por el mal rato que le acabo de hacer pasar a Harry. Él no deja de masticar el extremo del puro, tras apagarlo me dice:

—No te preocupes. Ahora mismo arreglamos la situación.

Hace unas cuantas llamadas, y una hora después su socio me traslada a otro hotel, a quinientos metros del Westin. No llamo a Jaime enseguida, y cuando lo hago está furioso de impaciencia. Le doy los números del hotel y de la habitación y a los pocos minutos me devuelve la llamada.

—¿Qué le has dicho a Harry? —le pregunto rabiosa.

—Las cosas adecuadas para que se comporte de una vez como un señor. De todas formas, tendré que hablar cara a cara con él cuando volváis del viaje, para que no se le ocurra una vez más intentar cualquier cosa contigo.

Le escucho indignada, sin poder responderle y profundamente triste. Lo peor es que me siento culpable de la situación. Pasamos gran parte de la noche al teléfono, él filosofando sobre las cosas de la vida, del amor, y sobre lo mucho que me queda por aprender, y yo escuchándole sin decir nada. Cuando colgamos, no puedo conciliar el sueño. Me pongo a llorar por la humillación y por la vergüenza que siento hacia Harry. Lloro por no tener la fuerza de replicarle a Jaime.

Diario de una ninfómana
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