21 de septiembre de 1999
Estoy con un americano en el hotel Princesa Sofía, cuando me llama Angelika para decirme que, una vez acabado el servicio, tengo que coger un taxi para ir a un hotel situado a las afueras de Barcelona. Antes que a mi ha mandado a Gina, una rubia que trabaja de vez en cuando para la casa para pagarse el Mercedes que se acaba de comprar pero, al llegar allí, el cliente en cuestión resultó ser… ¡su jefe! Toda una historia… Gina se ha ido corriendo, se ha subido al flamante Mercedes y, a ciento ochenta kilómetros por hora, ha vuelto a la casa traumatizada. Por suerte, el cliente no la ha reconocido porque no había luz en el pasillo cuando le abrió la puerta, y no se ha dado cuenta. Pero el pobre hombre ahora está frustrado y espera impaciente a otra chica.
Cuando encuentro a Pedro, me parece de entrada un tipo muy nervioso, casi neurótico y con el pelo caído. Me he mostrado muy tranquila y le he gustado enseguida. Dicen que los polos opuestos siempre se atraen. Es verdad para él, pero no para mí. Vive en un hotel cinco días a la semana, cerca de la empresa que dirige. El fin de semana vuelve a su casa a hacer su papel de buen padre y marido.
Esta noche, mientras estamos en la cama, insiste mucho en que le haga una felación sin preservativo, porque lleva cuatro años sin tocar a su mujer. Ante mi negativa de no hacer nada sin protección, se me pone a llorar como un niño y después, cuando me penetra, se corre en cinco minutos. A mí no me hace gozar nada. Es muy amable pero un verdadero desastre como amante. Me resigno, pensando que, de todas formas, hoy me he ganado bien el día.