Mi regalo de San Valentín
14 de febrero de 1999
He abortado, sola, en silencio, a pesar de que un bebé es lo que más quiero tener en el mundo. El día en que le anuncié a Jaime mi estado, después de que se fuese de casa, encontré entre sus papeles un informe psiquiátrico con una serie de preguntas a las que Jaime había contestado. En una de sus respuestas decía que lo que más feliz le haría sería vivir toda la semana con Carolina, pero que ella ya no le soporta y que él ha vuelto a caer en la cocaína. Hay otras respuestas que prefiero olvidar por lo duras que son. Sin embargo, me llamó la atención lo que pensaba sobre las mujeres: dice que las odia a todas salvo a su madre. La conclusión del psiquiatra es que Jaime es esquizofrénico, que padece un síndrome de bipolaridad por tener las neuronas podridas de tanto consumir cocaína. Necesitaría un tratamiento en un centro durante una temporada.
No puedo admitir dar a luz a un niño concebido en un ambiente de locura, con un padre completamente loco y drogadicto. Temo que el niño resulte perjudicado por todo eso y me aterra tener que seguir en contacto con un loco furioso, que podría llegar a hacernos daño al niño o a mí.
Anteayer, Jaime me llamó amenazándome con que si no abortaba, haría todo lo posible para «joderme» la vida. Le creo. Es capaz de cualquier cosa con tal de sobrevivir.
Hoy cojo el puente aéreo para conocer a Carolina. Ya le he contado lo del bebé por teléfono y se ha sentido muy mal, pues Jaime le hizo lo mismo a ella. De eso hace unos cuantos años. No es estéril. Se ha inventado esa barbaridad para disuadir a cualquiera que pretenda hacerle chantaje emocional con una criatura. Desde luego, ése no es mi caso. Lo único que deseo es deshacerme de esta cruz que llevo, de este amor que siento por él, y empezar una nueva vida. Para ello, tengo que exorcizarlo hablando con la persona que mejor le conoce y con quien comparte su vida.
Carolina me ha citado en un bar, a solas, y estoy nerviosa por verle la cara. Nos reconocemos desde el primer momento, por instinto; la desgracia se reconoce enseguida en los rostros, y, durante los primeros minutos, me siento muy incómoda. Carolina es mucho mayor que yo, e increíblemente guapa y dulce. Me siento halagada de que Jaime le haya puesto los cuernos conmigo pero, luego, me quito esa gilipollez de la cabeza y me voy centrando en la triste realidad: él me ha manipulado y nunca me ha querido.
Carolina y yo necesitamos una copa de algo fuerte para poder decirnos todo lo que sabemos sobre Jaime. Yo le comento vagamente cómo nos conocimos, los problemas a los que nos enfrentamos con el embargo de su casa, la muerte de su padre y sus borracheras nocturnas y desapariciones repentinas.
Carolina me está escuchando con mucha atención, y abre sus grandísimos ojos negros cada vez que se reconoce en mi historia.
—La única vez que oí hablar de ti fue cuando Jaime me explicó que había contratado a una chica francesa —me dice cuando se asegura de que yo he acabado de contarlo todo.
—Jamás he trabajado con él. Nunca quise.
—El entierro de su padre nunca existió. Él no ha muerto, sino que malvive en una choza sin electricidad. Jaime proviene de una familia muy pobre, y no se habla con su padre desde hace años. Cuando lo conocí, también utilizó la treta del entierro, hasta que descubrí la verdad. Seguramente necesitaba una coartada para desaparecer unos días con una chica y me contó esa mentira horrible. Jaime es un mentiroso compulsivo. Antes de Navidades, estábamos de viaje en Canarias. Por eso se inventó la muerte de su padre. ¡Lo siento!
Las palabras resuenan en mi cabeza como un eco.
—En cuanto al chalé, no es suyo. Mi marido lo compró cuando nos casamos. Cuando murió, heredé esa casa. Jaime se vino a vivir conmigo allí. Pero el chalé es mío y nunca ha habido ningún embargo sobre él. En eso también te ha mentido.
No puedo creerme que haya caído tan bajo.
—¿Y sus hijos? Me dijo que pasaba todos los fines de semana con sus hijos, aquí.
—Sus hijos no quieren ni verle. Hace meses que apenas se hablan, sólo lo justo y necesario.
—Y entonces, los cinco millones de pesetas que le dejé. ¿Para qué eran?
Carolina pone cara de no saber nada del asunto.
—¡Le dejé cinco millones para evitar el supuesto embargo de la casa! —grito.
—Me parece que lo único que pretendía era sacarte dinero.
Además de mentiroso, descubro que es un estafador.
—Jaime siempre ha tenido problemas de dinero. Se lo gasta sin mirar. Lleva una vida de príncipe. Yo le estuve manteniendo durante muchos años, hasta que me cansé. Hace dos años que ya no le ayudo. Desde entonces, le empezaron a caer demandas encima, de sus colaboradores, de mucha gente. Yo no quiero saber nada. Me imagino que ahora necesitaba que alguien le proveyera de fondos. Pasó lo mismo con su ex mujer. Al final, se cansó y lo echó de casa. Ella pretende vivir tranquilamente sin ese impresentable. Siento contarte las cosas así, pero es lo único que se me ocurre decir.
—Su ex mujer está muy enferma, ¿verdad?
—Para nada. Carmen está perfecta de salud. Ya veo que también te ha hecho creer que tenía un cáncer, ¿verdad? Pues no. Está muy bien y lo único que quiere es borrar de su memoria los años vividos con ese señor. Yo también estoy intentando hacerlo, pero continúo muy enamorada de él y no lo consigo.
Quiero morirme aquí mismo. Soy una cornuda, engañada, arruinada, destrozada física y psicológicamente. Y tengo enfrente a una mujer en las mismas condiciones, pero que le ha perdonado casi todas las humillaciones. Carolina me dice que ha quedado con Jaime en el bar de enfrente y que tiene que marcharse porque puede llegar de un momento a otro. En aquel momento, suena mi móvil. Es Jaime.
—A pesar de no estar a tu lado, te quiero desear un feliz día de San Valentín —me dice.
¿Cómo se puede ser tan cínico? Tengo que aguantarme para no desvelarle dónde me encuentro.
—¿Dónde estás? —le pregunto destrozada.
—Este fin de semana estoy con mi madre, en Barcelona.
No le digo dónde estoy yo. Él no sospecha para nada que me pueda encontrar en Madrid con Carolina. Nos despedimos y Carolina me comenta:
—¿Ves cómo miente? Está de camino hacia el bar.
Su móvil se pone ahora a vibrar. Me mira sorprendida, y comprendemos que es Jaime nuevamente.
—De acuerdo —dice ella—. Te espero en diez minutos.
Y cuelga. Le acaba de decir que está saliendo del metro, a punto de llegar a su cita. Nos volvemos a mirar, sin poder creernos que un hombre pueda tener tanta cara.
No sé de dónde saco las fuerzas para aparecer veinte minutos más tarde en el bar. Estoy dividida entre las ganas de irme corriendo, o quedarme y explicarle que ya he descubierto qué tipo de persona es en realidad. Por otra parte, sigo enamorada de él, pero le quiero dar una lección por todo el mal que me ha hecho, y que le está haciendo a Carolina.
Aparezco como una muerta viviente, y Jaime está tan sorprendido de verme allí que necesita unos minutos para reaccionar. Yo me siento fatal, con la extraña sensación de entrar sin permiso en la intimidad de una pareja desconocida. Carolina me acerca una silla y, acto seguido, le pregunta a Jaime si sabe quién soy yo. Él no puede ni contestar. Se ha puesto verde, por primera vez en la vida le han «ganado», quitándole la máscara. Intenta levantarse en varias ocasiones, como para escapar de ese triángulo, pero yo le obligo a sentarse tirándole fuertemente de la manga. La gente del bar está observando, entre el estupor y la diversión, el culebrón que estamos protagonizando, pero nadie se atreve a intervenir. Al final, Jaime consigue irse corriendo, y Carolina me propone que vaya a su casa, que se encuentra en una famosa urbanización residencial a unos veinte kilómetros de Madrid. Quiere enseñarme dónde vive y me propone incluso pasar la noche en su casa, ya que Jaime no va a atreverse a volver.
Acepto su invitación, a pesar de sentirme como una intrusa, pensando que seguramente Carolina me necesita para no sentirse sola. Parece que se ha establecido una especie de complicidad involuntaria. Le debo al menos eso, gratitud por su comportamiento conmigo.
En casa, las dos nos hemos emborrachado con ginebra, y Carolina decide enseñarme su dormitorio.
Quizá acepto quedarme a dormir allí para familiarizarme con el entorno de Jaime, para entenderle mejor. Pero ¿qué hay que entender en realidad? No lo sé. La casa está llena de fotos de ella y Jaime.
—Recuerdos de momentos felices pasados juntos —me dice nostálgica—. Desde luego, hace muchos años que no he vuelto a sentirme feliz con él. No consigo deshacerme de Jaime. Por teléfono, logro decirle que no quiero saber nada, pero cuando reaparece vuelvo a caer. Eso no es vida. Al menos, no es la vida que yo quería, ni para mí ni para mis hijos.
En un momento de la noche, mientras seguimos bebiendo para soportar el dolor de un amor entregado a un ser malsano, Jaime vuelve a llamar al móvil de Carolina. Quiere pedirle perdón. Pero no sabe que estamos las dos en su casa. Ella le comenta tan sólo que quiere que se vaya de su casa definitivamente, pero Jaime le está suplicando que no haga eso, que no le abandone, ya que nunca me ha querido. Que lo mío ha sido un error. A los diez minutos, me llama a mí diciendo lo mismo, que nunca ha querido a Carolina, que es una pobre viuda sola en el mundo con sus hijos, por quien siente lástima y que quiere volver conmigo. Me pide disculpas por todo el daño que me ha hecho. Yo no escucho la mitad de sus disculpas y prefiero colgarle. Carolina y yo estamos borrachas pero no menos indignadas por lo que acaba de hacer. ¿Hasta dónde es capaz de llegar?
—Tengo una idea —me dice de repente con malicia en los ojos, cuando estoy a punto de caer en un coma etílico—. Tocar las cosas de Jaime es lo peor que le puedes hacer. Ya verás…
Me lleva a su cuarto, donde Jaime ha dejado todas sus cosas. En su armario encuentro, sorprendida, las mismas cajitas de madera que tiene en nuestro piso de Barcelona para poner sus relojes. Ha recreado en nuestra casa el mismo ambiente que el que tiene en Madrid. Con rabia, sacamos toda su ropa y, usando unas tijeras, Carolina se pone a cortar todos los trajes en trocitos. Yo hago lo mismo con sus corbatas de seda, las cuales ha colocado cuidadosamente sobre varias perchas y, luego, metemos todos los trocitos en una bolsa de plástico. Carolina saca una maleta dentro de la cual pone las bolsas de plástico y coloca una etiqueta adhesiva donde escribe las señas de Jaime. Nos acabamos de convertir en dos cómplices de un acto de vandalismo sin quererlo. Llama a un hotel para reservar una habitación a nombre de Rijas, y le explica al recepcionista que le van a llevar una maleta con sus efectos personales que le tienen que entregar en cuanto llegue. Cogemos el coche y nos vamos directamente al hotel para dejar la maleta. Luego, Carolina le manda un mensaje para darle la dirección del hotel donde ha dejado todo lo suyo. Jaime no le contesta, no se atreve. Este momento no se me olvidará nunca en la vida. A causa de la tensión que llevamos padeciendo desde hace veinticuatro horas, Carolina y yo nos ponemos a reír a carcajadas al imaginarnos la cara que Jaime pondrá cuando vea lo que acabamos de hacer con su ropa.