1 de abril de 1997
Esperanza, Esperanza, sólo sabe bailar chachachá.
Esperanza, Esperanza, sólo sabe bailar chachachá.
La radio del taxi que he cogido en el aeropuerto de Barcelona está a pleno volumen. Hasta he tenido que chillarle varias veces al taxista para que entendiera la dirección. Ni se le ha ocurrido bajar el volumen. El coche está lleno de objetos religiosos con la foto de no se qué santo colgada en el retrovisor interior. En la parte de atrás, incluso el perrito articulado de los años sesenta, que mueve la cabeza y saluda sin cansarse a los coches que nos están siguiendo, y que tiene una cruz colgada al cuello.
—¿De la France es usted? Ya me di cuenta enseguida, señorita. ¿Qué? ¿De vacaciones por aquí?
No es su culpa, pobre hombre, pero no tengo ninguna gana de darle conversación, así que le contesto sólo con un gesto afirmativo de la cabeza. No parece entender y sigue hablando.
—Yo hablo un petit peu el francés. Y también speankin inglis.
—Speaking english —le corrijo.
—¿Cómo? Pues eso, speankin inglis —repite orgulloso—. De joven me fui a Inglaterra a trabajar de cocinero, ¿sabe usted?, y allí aprendí un poco el idioma. Pero han pasado muchos años y no me acuerdo de gran cosa. Lo que sí sigo haciendo es cocinar para mi mujer. No se puede quejar. Todos los domingos le preparo una fideuá, ¿sabe usted? No es fácil hacer una buena fideuá como Dios manda.
Después de contarme todo sobre los gustos culinarios de su mujer, la profesión de sus hijos, los buenos chicos que son, ¿sabe usted?, y lo bien que han aceptado a sus nueras en el pueblo, me despido del taxista, dejándole una buena propina.
Es tarde pero, a lo mejor, encuentro todavía al director del banco de la otra noche. Tengo ganas de verle y empezar lo que no quise hacer durante la cena del otro día. Al llamarle por teléfono responde el buzón de voz, y, ni corta ni perezosa, le dejo un mensaje.
—Llámame al 644 44 44 42, a cualquier hora.
¿A cualquier hora? Va a pensar que me pasa algo, o bien que estoy como una cabra. Es igual. Así veré si le intereso de verdad.
La una de la mañana, nada. Las dos, todavía nada. Las tres, no puedo más, y me voy a dormir. Las cuatro y media, todavía estoy dando vueltas en la cama sin pegar ojo. Las cinco menos cuarto, me voy a hacer pipí. Las cinco, ¡por Dios!, no hay manera de dormir. Las cinco y cuarto, me como unas natillas de chocolate ¿repetimos? Nada de nada. Esta noche no puedo dormir, así que me levanto con mala cara y unas ganas de sexo que ni mi mano va a poder apaciguar hoy.