2 de enero de 1999
Para Año Nuevo, Sonia ha intentado hacerme salir de casa, invitándome a una fiesta que organizó un ex suyo. Pero he rechazado la propuesta. Ha vuelto a llamarme para saber de mí y verme pero, al oír mi tono de voz, ha desistido en convencerme para que vaya a visitarla.
Jaime acaba de aparecer, tres semanas después del drama. Ha perdido cinco kilos al menos, que dan a su rostro un aspecto de cadáver andante. Sus largos dedos finos, sin embargo, están hinchados y tiene hasta dificultad para cerrar las manos. En el andar, no le he reconocido. Está cojeando más que nunca y apenas me ha dirigido la palabra. Yo no me atrevo a hablarle. Comprendo que está de luto y tengo que respetarlo. Sin embargo, me muero de ganas por estrecharle, darle besitos y reconfortarle, pero al final, él se está convirtiendo —queriendo o sin querer, no lo sé— en un mueble más de la casa. Su locura ya está alcanzando niveles jamás sospechados. Creo que es el dolor lo que le pone así. Este acontecimiento está precipitando aún más las cosas y empiezo seriamente a sospechar que el hombre del cual me enamoré no tiene nada que ver con quien es en realidad.
Jaime está empezando a pasar las noches fuera. Al principio, lo achaco al dolor por la pérdida de su padre y no me atrevo a decirle nada. Pero cuando se le ocurre volver en plena noche, lo hace siempre totalmente ebrio, buscando pelearse sin cesar conmigo. Así que la mayoría de las veces, al final, finjo estar durmiendo, y él se encierra en el baño, como de costumbre, desde donde oigo al escalpelo funcionar a pleno rendimiento. Me escondo entre las sábanas, muerta de miedo y con escalofríos.
Cuando se queda en casa de noche, es Joaquín, su socio, quien aparece sin avisar, y ambos se encierran en el despacho de Jaime. Joaquín siempre llega medio borracho y acaban peleándose porque, según una conversación que he escuchado entre los dos, viene a pedirle dinero para gastárselo en prostitutas de clubes o con los travestis de la Ciutadella.