Trozos de vida
25 de abril de 1997
He pasado la mañana fumando cigarro tras cigarro —todo el piso huele a nicotina y mi pelo también, pero no tengo ganas de ducharme—, repasando unos papeles y haciendo tiempo hasta mi cita con Felipe. Podía haberla adelantado pero no quiero tener que darle explicaciones. Quien tiene que hablar hoy es él. Quiero saberlo todo acerca de los trozos de vida y si le anuncio que acabo de perder mi trabajo, quizá no me cuente nada.
Una hora antes de la cita, salto en la ducha y dejo caer el agua en plena cara, como lo suelo hacer los días lluviosos, saltando sobre los charcos. Adiós, charcos de camino a la oficina; adiós, Marta; adiós, Andrés. Os echaré de menos.
Tengo que reponerme. Primero, he de ir a ver a Felipe. Luego, llamaré a Sonia para organizar una salida loca este fin de semana, entre mujeres. Finalmente, intentaré localizar a Cristian y pasar la noche con él.
Cuando me voy dirigiendo hacia el local A, parece que me siento un poco más animada. Felipe está visiblemente contento de verme. Me hace pasar y me deja de pie en medio de la habitación.
—Creo que lo mejor será que visitemos primero el local y luego te explico todo. Ven, sígueme.
Hay tres niveles, unidos por unas escaleras en forma de caracol. En la planta baja, donde nos encontramos, hay una mesa para un ordenador, un fax y un montón de estanterías llenas de archivos. Me hace subir a la primera planta, que es una especie de despacho para recibir a los clientes. Es muy bonito, todo de mimbre, y de las paredes cuelgan varios cuadros exóticos y fotografías de gente sentada en una silla, atada por cuerdas, imágenes de cementerios habitados por zombis… Diviso un cartel que anuncia una película en la cual sale Michael Douglas: The Game.
—Me encanta Michael Douglas —exclamo.
—¿Te gustó la película? —me pregunta Felipe, sonriendo.
—No la he visto —le confieso, muy a mi pesar.
—Pues tienes que verla. Ocho años antes de su estreno, yo ya había diseñado los trozos de vida. Ahora, la gente piensa que me he inspirado en la película para montar mi empresa y no es así, sino al revés —me declara Felipe, un poco mosqueado—. Lo que sale en la película, es lo que yo hago. The Game es la historia de un multimillonario aburrido que lo tiene todo en la vida. Su hermano, para su cumpleaños, no sabe qué regalarle. Entonces decide contratar a una empresa para un juego de rol, cuyo protagonista era Michael Douglas. Éste, obviamente, no lo sabe. Pero resulta que el juego se está volviendo peligroso. Yo hago exactamente eso, pero sin que la integridad de mis clientes corra peligro, ¿comprendes?
Asiento. Realmente, esta historia me está excitando. Bajamos al sótano, donde descubro un lugar bastante lúgubre y enorme, sin ventanas, como una suerte de bunker que encierra historias inconfesables. La habitación sólo cuenta con una mesa de reunión es Dantesca, veinte sillas alrededor y un maniquí de plástico, recubierto de un atuendo militar y una máscara de gas. El lugar da escalofríos, las piedras de las paredes son visibles y el cemento también. Parece un agujero en el subsuelo que amenaza con derrumbarse sobre nosotros de un momento a otro.
—Aquí es donde reúno a mis actores para repetir cada escena. Por eso es tan grande. Necesitamos espacio, espacio —dice el eco de su voz.
—Claro, claro —le contesto, dándome cuenta de que ahora soy yo la que ha adoptado su muletilla.
Felipe no se da cuenta y prosigue con sus explicaciones.
—Invento historias de todo tipo, de espionaje, de terror, de amor… con varios niveles de peligrosidad, suspense y miedo. La gente elige la historia que quiere, y pasa a ser la protagonista durante unas horas: veinticuatro, cuarenta y ocho, depende. Todos mis actores llevan una chapa con el nombre de la empresa por si se hace insoportable la situación y para que el cliente pueda volver de alguna manera a la realidad. Con echar una ojeada a la chapa, ya se tranquilizan porque saben que no es más que un juego. En caso de que quieran detener el juego, se les proporciona un código que pueden utilizar en cualquier momento. Antes de empezar, la persona ha de asistir al psicólogo para saber en qué estado mental se encuentra, y también le recomiendo hacerse un chequeo médico. Los cardiacos están excluidos. No quiero correr ningún riesgo. Somos una empresa de ocio seria. Como ves, he pensado en todo.
—Comprendo —le digo intrigada—. Cuéntame un poco más acerca de los clientes que contratan este tipo de servicios, los precios, las historias…
—¡Claro, claro! Los clientes son personas de alto nivel socioeconómico. Los precios dependen de la complejidad y el tiempo que dure la historia, pero es un servicio bastante caro. Hago ocio vanguardista. En cuanto a las historias, las hay de todo tipo, incluso algunos clientes me piden que les invente una personalizada.
—¿Ah, sí?
—Claro, claro. Mira, mi último cliente era un abogado que quería ser secuestrado durante cuarenta y ocho horas por dos mujeres, en un zulo. Esa historia la hice especialmente para él. Le encantó.
—¿En un zulo? Desde luego, la gente está como una cabra. Con todos los secuestrados que hay en el mundo, y va ese tío y pide un secuestro. ¡No me lo puedo creer! —le digo un poco indignada.
—Lo que no te he dicho es que quería a dos mujeres lesbianas que hicieran el amor delante de él cada vez que bajaban al zulo. Así pues, tuve que contratar a dos prostitutas. Ninguna de mis actrices quería hacer el papel.
Su sonrisa tiene de repente algo diabólico y perverso, que me atrae poderosamente. Felipe ya no parece el tipo frágil y tímido que conocí la víspera.
—Vaya, dos lesbianas —es lo único que se me ocurre decir.
Él me observa y, luego, sigue con sus explicaciones como si no hubiese pasado nada.
—Una vez organizamos, para un grupo de cuatro personas, un fin de semana medieval en un castillo en el que el conde Drácula aparecía por las noches. Casi se mueren de miedo —dice, riéndose a carcajadas.
—La verdad es que me encantaría vivir ese tipo de historias. Debe de ser genial. Pero seguro que es demasiado caro —reconozco.
—¿De verdad te gustaría?
Me está mirando fijamente, con su sonrisa perversa colgada de la boca. Me parece, de nuevo, muy atractivo.
—Sí, claro. ¡Debe de ser muy excitante!
—¡No te preocupes! Tu trozo de vida llegará, y para ti lo haré gratis. Pero recuerda bien lo que te voy a decir: cuando el cliente da su visto bueno, no sabe nunca en qué momento comenzará a vivir su historia. Aun así, ¿aceptas?
—Sí —le digo, sin tomármelo demasiado en serio.
¿Qué coño estoy haciendo? No conozco a este tipo y ya le estoy diciendo que sí sin saber siquiera de qué va. Aunque supongo que debe de ser la típica historieta que se inventa para impactar a la gente.
—Entonces, recuerda: cuando menos te lo esperes… —vuelve a repetir, acompañándome hasta la puerta.
—OK! Buenas tardes, Felipe —le saludo rápidamente y me voy corriendo a casa. Esta conversación me ha excitado y estoy sorprendida de que un tipo aparentemente insignificante se haya vuelto tan atractivo a mis ojos.
Tengo fuego en el cuerpo, y necesito apagarlo. Marco el número de teléfono de Cristian, pero no me contesta y le dejo un mensaje explicando mi ausencia durante diez días. A los veinte minutos, me devuelve la llamada y nos citamos directamente en su casa.
Sin más contemplaciones, Cristian y yo nos metemos directamente en la cama, en silencio. Me coge la cabeza entre sus dos manos y me da lametazos sobre la boca, la nariz, los ojos, el cuello. Las sensaciones de placer son como golpecitos en plena cara, de un corazón que late demasiado fuerte. De vez en cuando baja y luego sube, ofreciéndome mi propio néctar, besándome a bocados.
—¿Te gusta? —me pregunta, muy excitado.
—Sí, me gusta. ¿Y a ti?
—Me encanta. Tiene un sabor ligeramente dulce. Como una lluvia de verano.
Otra vez caigo rendida de placer, y cojo con mi mano su glande mojado que voy bajando y subiendo, mientras él está explorando con un dedo mi caverna hostil. Me gusta, y le gusta a él también. Nos corremos los dos a la vez, extenuados por las posturas rocambolescas, como si de eso dependiera la intensidad de nuestro deseo.
Pasadas unas horas —no sé si fue real o un sueño— noto las nalgas de Cristian en plena cara y mientras permanezco inmóvil, veo cómo se va abriendo un agujero todavía sin descubrir, mientras una voz lasciva me susurra:
—Penétrame tú ahora.
Mi sorpresa es tal que me quedo paralizada. Cristian se da la vuelta y añade:
—Las hormonas masculinas, a veces, hacen quedar como un cerdo a quien no lo es.
El recuerdo de las sensaciones del encuentro con Felipe me está gastando una broma de mal gusto.