17 de mayo de 1998

Subo en su coche y empezamos a dar vueltas por el centro de Barcelona, buscando un sitio para aparcar. He hablado poco hasta ahora, escuchando su resumen del día y lo que piensan facturar este mes. La empresa va de maravilla, según él, está entusiasmado y me pregunto qué tipo de problemas puede tener este hombre a quien parece sonreírle todo. Me propone ir al Maremágnum, donde podríamos aparcar sin problemas y sin la amenaza de que la grúa se lleve el vehículo. Acepto.

Subimos hasta el último piso del centro comercial, que está descubierto, y donde hay una cantidad increíble de bares que se disputan a una clientela más que suficiente para llenar un estadio de fútbol. Después de hacernos sitio para poder pasar, conseguimos una mesa en una terraza, al lado de un minigolf. Pedimos dos gin-tonic.

—¿Qué es eso tan importante que tenía que decirme y por lo que me ha traído a este sitio?

Veo que Jaime está un poco sorprendido de mi insolencia, pero quiere disipar enseguida la poca confianza que le demuestro y se apresura a contestarme.

—Bueno, primero me puede llamar Jaime. Y preferiría tutearla si no ve ningún inconveniente en ello.

Accedo con un gesto de la cabeza. Supongo que es el paso previo y necesario antes de una confidencia. El «usted» nunca me ha gustado. Además, ¡me lo ha pedido con tanta educación!

—Bien. Mira, soy economista, tengo cuarenta y nueve años y toda la vida he sido empresario, con las ideas claras sobre lo que debía hacer y lo que no. En todos esos años, nunca me había pasado una cosa igual y pensé que era importante hablarlo con una persona que no tuviera prejuicios, y creo que tú eres la persona adecuada.

—¿Yo? —exclamo mientras mezclo mi gin-tonic.

La noche está curiosamente muy fresca, y Jaime se pone a hablar frotándose las manos para entrar en calor. Lo hace con tanta intensidad que parece que está dando un discurso ante miles de personas.

—Sí, ¡tú! —repite, apuntándome con su dedo al corazón.

—¿Y por qué yo? Si solamente nos vimos para una entrevista de trabajo y no nos conocemos de nada. ¿Cómo puedes pensar que yo soy la persona adecuada para escuchar un problema ajeno?

—Porque, justamente, no nos conocemos. Así, tu opinión me resultará más objetiva. Algo me dice que tu ayuda me puede ser muy valiosa. No me pidas que te lo explique, porque no sabría decir por qué. Pero estoy convencido de que me puedes ayudar.

—Bueno. Depende de lo que se trate. ¿En qué te puedo ayudar? —vuelvo a preguntar, a punto de perder la paciencia.

Está tan tranquilo que no parece preocupado por un problema, y me dice con toda la serenidad del mundo:

—He conocido a una persona dentro del ámbito laboral y, dada mi condición de director general de la empresa, no sé cómo comportarme con ella. Siempre he sido capaz de controlar mis impulsos, sobre todo cuando está el trabajo de por medio. Por ética, más que nada. Siempre he actuado de esta forma. Pero ahora, este asunto me está desbordando y no sé qué hacer.

—¿Y en qué te puedo ayudar yo?

No acabo de entender lo que pretende este hombre de mí. Se toma su tiempo, bebe de la copa, y cuando la deposita encima de la mesa se pone a jugar con el palito que hay dentro del vaso.

—¿Qué me aconsejarías que hiciese?

—¡Yo qué sé! ¿Quién es esa persona? ¿Forma parte de tu empresa?

—No, pero tengo un trato indirecto con ella. No la conozco mucho. Trabaja para otra compañía. Lo peor de todo es que me he enamorado locamente de ella.

—¿Ella lo sabe?

—Creo que es una mujer lista y que tendría que haberse dado cuenta ya de que hay algo más. Pero, hasta ahora, no me ha hecho ningún comentario al respecto. Tampoco le he dicho nada acerca de mis sentimientos. Pero hay actitudes que no engañan, ¿sabes? Creo que en el fondo no quiere ver la realidad, porque tiene miedo también.

—Bueno, si quieres mi opinión, creo que tendrías que hablar con ella primero. A lo mejor, ni se ha dado cuenta.

—No. Creo que sabe perfectamente lo que está pasando. Pero es una situación muy delicada. Si fueras ella, ¿cómo reaccionarías?

—Hombre, si estuviera en esta situación y si me gustase la persona, no lo dudaría ni un segundo. Depende de la implicación laboral que tienes realmente con ella. Es difícil y complicado para serte sincera. No todo el mundo se lanzaría como yo.

—Ya. Te agradezco tu sinceridad.

Parece realmente agradecido.

—¿Por qué no hablas con ella?

—Lo he intentado pero no encuentro las palabras y siempre que estoy a punto de lanzarme, me corto y hablo sólo de trabajo.

—¿De qué tienes miedo?

—De que me diga que no siente lo mismo por mí.

Me sorprende esa respuesta formulada sin pensar. Las pocas veces que le he visto, siempre ha dado la impresión de controlar la situación y de demostrar una gran seguridad en si mismo. Ahora, está claro que ya no es así.

—Bueno, pero si no le hablas claramente, estarás siempre en el mismo punto. No vas a hacer evolucionar las cosas, ni para delante ni para atrás.

—Tienes razón, y por eso quería hablar contigo. Sabía que tu opinión me iba a ser de gran ayuda.

Me halaga de alguna forma que recurra a mí. A todas las mujeres nos gusta. Pero no acabo de entender todavía de dónde sale esta confianza hacia mí.

—Bueno, ¿te molesta si vamos a cenar algo? Tengo hambre y, ya que estamos hablando, ¿por qué no hacerlo alrededor de una buena mesa? Conozco un restaurante no muy lejos de aquí donde se come un marisco fresquísimo.

Su invitación podría ser la de un amigo, así que, una vez más, acepto su propuesta. Lo que en realidad pretende Jaime es hacerme bajar la guardia, intentando una relación amistosa, ya que cada vez que nos hemos visto en su empresa, yo he sido muy distante.

Paga las dos copas y nos vamos andando hasta el restaurante, que se encuentra a unos quinientos metros del Maremágnum, en dirección a la Villa Olímpica. El propietario del local, que parece conocerle, le saluda calurosamente y nos encuentra rápidamente una mesa, a pesar de lo repleto que está el sitio. Nos ofrece un aperitivo, y Jaime me pide permiso para pedir una mariscada.

—Una mariscada para dos, para levantar los ánimos, ¿te apetece?

Me encanta el marisco y me parece una óptima idea. Tenemos aparentemente los mismos gustos. Pide una botella de champán del mejorcito y se pone a brindar por la amistad. En realidad, parece estar cortejándome, y lo hace intentando impresionarme. Nos ponemos a hablar de trivialidades, hasta que empieza a hacerme más preguntas personales.

—¿Realmente te molestó que te preguntara el otro día si tenías novio?

—Me chocó un poco —soy muy sincera—. Que esté casada o no, lo puedo entender. Pero que tenga novio, ¿qué más da?

—Para mí era muy importante saberlo.

—Ya lo sé. Me explicaste que querías que la persona que contratases estuviera libre. Si ésos son tus requisitos, dudo que la encuentres.

—No, la verdad es que no fue por eso.

Bajo el tenedor antes de que llegue a mi boca.

—¿Cómo que no? ¿Y por qué fue entonces?

—Fue para ver si podía salir contigo esta noche —contesta, mientras sigue comiendo—. Si me hubieses dicho que tenías novio, habría buscado otra estrategia.

—¿Cómo?

No puedo reaccionar. Esta revelación me ha dejado sin poder articular palabra.

—Pues sí. Si hubieses tenido novio, habría ido a por ti hasta las últimas consecuencias.

Hemos bebido bastante y achaco su comentario al alcohol. Los nervios empiezan a traicionarme y me pongo a reír de inmediato.

—¿No te hubiese molestado que tuviera novio?

—Al contrario, habría hecho todo lo posible para que lo dejaras —dice, con la seguridad que mostró durante nuestra primera entrevista.

—Pero ¿qué dices? —prosigo, sin poder quitarme la risa nerviosa—. ¿No me acabas de contar que estás enamorado de una mujer?

Como no estoy entendiendo nada, empiezo a pensar que este tipo está completamente loco.

—Sí, y es verdad. Estoy loco por una mujer.

—Ya veo —digo, perdiéndole un poco el respeto—. Estás enamorado y vas ligando por ahí.

Se pone a reír a carcajadas.

—¡Qué tonta eres! —exclama con cariño—. ¡No entiendes nada!

—Pues no. No te entiendo. Eres como todos. Tienes a una mujer, de la cual estás enamorado, y sigues mirando a las demás. No te entiendo.

Me da igual lo que piense de mí. Después de esa conversación, he decidido que nunca lo volveré a ver en la vida. Es un presumido de mucho cuidado. Jaime se pone de repente serio, llama al camarero y pide otra botella de champán. No abre la boca hasta que están nuevamente llenas nuestras dos copas. Levanta la suya y anuncia:

—Brindo por ti, Val, la mujer de la cual estoy enamoradísimo. Mira mi copa y espera que yo la levante también para acompañarle en el brindis. Pero estoy paralizada y me he quedado sin habla. No me esperaba nada de eso y soy la primera sorprendida. Me invita nuevamente a coger la copa y brindar, lo que hago al final de manera automática.

—Es lo que te quería decir. Por eso te invité a cenar. Estoy loco por ti —murmura estirando el cuello, para acercarse a mi rostro—. Tú eres la mujer de quien estoy enamorado.

Me estoy quedando boquiabierta, mientras él se bebe la copa entera. Yo, en cambio, no puedo tragar nada.

—¡Ya está! —dice aliviado—. Ya lo he soltado. Tenías razón. Debía hablar contigo. Me acabo de quitar un gran peso de encima.

No consigo creer lo que estoy escuchando y me quedo con la copa llena en la mano, medio temblando, mirando las burbujas subiendo hasta la superficie.

Jaime se pone triste de repente y comenta:

—Lo siento. No quería que te sintieras incómoda. Lo siento de verdad.

Pide inmediatamente la cuenta. Me siento rara porque no estoy acostumbrada a que alguien, casi un desconocido, me declare su amor de esta manera. Paga y salimos en silencio.

—Te acompaño a tu casa. Espero que no te moleste. Cuando salgo con una persona, siempre me gusta acompañarla a su casa.

La cabeza me empieza a doler. He bebido demasiado y no sé qué decirle. Pero decido dejar que me lleve. Cuando estamos delante de la puerta de mi edificio, me sorprende dándome las buenas noches y marchándose sin más. No pienso hacer nada para impedirle que se vaya porque estoy asombrada con su repentina declaración de amor y necesito un tiempo para digerirlo y reponerme.

Diario de una ninfómana
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