El vals del marqués de Sade
5 de septiembre de 1999
Cuatro de la tarde.
El edificio está situado enfrente de la playa de la Barceloneta, un barrio conocido por todos por dejar mucho que desear.
He aceptado ir, entre otras cosas, porque es la primera vez que Susana me llama de día, y me siento una privilegiada. Quiero demostrarle que siempre puede contar conmigo. Susana me ha dado indicaciones precisas sobre este cliente tan particular y me voy acercando hasta su piso, segura de mí, con vaqueros y camiseta blanca.
—No vayas sofisticada para nada —me ha aconsejado Susana—. Vaqueros y nada de maquillaje. Quiere a una niña y tú no eres precisamente una quinceañera.
Ese comentario inútil me ha hecho rabiar un instante pero, pronto, me ha excitado esta pequeña puesta en escena de adolescente púber. ¡Por fin, algo diferente! Empezaba a estar harta de los hombres que pagan por tener una relación sexual convencional. Después de los dos políticos, me ha gustado salir de la rutina y este encuentro se anuncia interesante.
Cuando entro en el edificio, me doy cuenta de que no tiene ascensor. Es muy antiguo y la planta baja sirve de cuartel general a pequeños delincuentes, los sábados por la noche, porque las paredes están llenas de graffitis y el rincón debajo de las escaleras tiene marcas de incendios provocados. Unas latas de Coca-Cola yacen tiradas en el suelo, y unos mocosos comienzan a jugar con ellas al fútbol cuando me ven llegar, apuntándome para jactarse.
El cliente vive en el último piso. Me armo de valor y empiezo a subir las escaleras de dos en dos hasta el quinto. Estoy un poco nerviosa porque me pregunto qué tipo de persona me voy a encontrar en un sitio tan cutre como éste.
Casi al llegar a la puerta del piso, suena mi teléfono móvil.
—¿Sí?
Tengo que gritar un poco porque los niños de abajo están armando un ruido tremendo que se oye hasta aquí.
—¿Ya has llegado? —me pregunta Susana, impaciente—. Llevas media hora en un taxi. ¿Qué estás haciendo? ¡El cliente te está esperando!
—Te iba a llamar. Casi estoy llamando a la puerta —le digo, sin aliento, y siento de repente que alguien en las escaleras me está observando.
Un hombre moreno, de complexión fuerte, me está mirando malévolamente, en el marco de la puerta adonde me dirijo, teléfono en mano.
—Te tengo que dejar —anuncio a Susana, mientras observo al hombre haciéndome señales de apagar inmediatamente el móvil. Parece furioso.
Y cuelgo.
Me hace pasar rápidamente, sin una palabra, y antes de cerrar la puerta, mira a lo largo del pasillo para ver si alguien ha podido presenciar la escena.
En la casa, me lleva, siempre en silencio, hasta el salón y, después de un tiempo, me suelta, con rabia:
—¡No eres para nada un ejemplo de discreción!
Pensaba hasta ahora que este señor era mudo. Pero su voz grave me sorprende y me hace sentirme mal.
—¡Lo siento! Tienes razón. Tenía que haber apagado el móvil.
—Ya se lo había dicho a tu jefa. ¡Nada de móviles! No quiero que mis vecinos se enteren de que pago a una puta.
La palabra me sienta fatal. Pero vista la cara del tipo, no pienso llevarle la contraria.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintidós.
—He pedido a una chica más joven.
Y se enciende un cigarro. No digo nada. Ya me he quitado ocho años de encima, por toda la cara. En la casa el ambiente está cargado. La habitación huele a muebles viejos y a polvo, y este olor me hace sentir incómoda e intento relajarme.
—¡Qué suerte tener un piso enfrente del mar! —digo, dirigiéndome hacia la terraza del salón.
—¿Qué dices? ¿No ves que es un piso de mierda?
Tiene toda la razón. Es un piso viejo, decorado con muebles viejos, un sofá que se cae a trozos, y el suelo, gris sucio, es de baldosas baratas, llenas de huellas negras, de patas de muebles movidos, año tras año. Las paredes están recubiertas de un amarillo tímido, con costras blancas que se están deshaciendo por algunos lados y que evidencian el poco cuidado que los inquilinos han prestado.
—Bueno, pero tienes el mar enfrente —insisto.
—¡Me la trae floja el mar! ¡Vivo en un piso de mierda!
Desde luego, se ha empeñado en discutir todo comentario mío. Se deja caer en el sofá, que está recubierto de una vieja manta de cuadros, cuya única función, aparte de proteger lo poco que queda del miserable sofá, es la de hacer bolitas. Para mí, el trabajo se anuncia bastante mal. El hombre es un resentido amargado y, desde luego, yo no parezco gustarle mucho.
—Acércate un poco que te vea mejor.
Está completamente tirado en el sofá. Me acerco y, llegada a su altura, me hace girar para mirarme por delante y por detrás. Luego, se baja los pantalones y me pide que le imite. Se levanta otra vez, en calzoncillos, decorados con las bolitas de la manta que se han ido adhiriendo generosamente, y camina hacia el aparato de música. Pone un CD.
—¿Bailas? —me pregunta.
—Bueno —digo, pensando que un poco de música puede suavizarle.
Al cabo de cinco minutos, harto de la música y de bailar, me ordena:
—Y ahora, quiero que te pongas a cuatro patas.
Y saca de los bolsillos de sus pantalones el dinero que me tiene que pagar y me lo tira al suelo.
Después de observarle un momento, para intentar comprender lo que pretende, obedezco y me agacho.
Mientras, él aprovecha mi despiste para sentarse encima mío, como un jinete sobre un caballo. No cabe duda, he ido a topar con un loco furioso que tiene la firme intención de humillarme. ¡Lo que me faltaba! Empieza a cabalgarme y me coge de los pelos bruscamente, como un hombre prehistórico. Su cuerpo pesa muchísimo y me está clavando los huesos del coxis en las lumbares.
—¿Qué haces? —le grito, levantándome rápidamente.
—¿No te gusta?
—¡Cómo me va a gustar! Me estás haciendo mucho daño.
—Si pago yo, ¡hago lo que me da la gana!
—Perdona —digo, roja como un tomate—, pero estás muy equivocado. No vengo de una agencia sadomaso. Si quieres humillar, ¡hay chicas especializadas para eso! Pero yo no soy de ésas.
Me empieza a entrar una desagradable sensación de miedo en el cuerpo, porque no sé cómo puede reaccionar este loco.
—Pues sí, quería humillar y pensaba que con una puta cualquiera se puede hacer. Pero veo que no quieres colaborar —dice, con tono de desprecio.
El corazón me está latiendo a mil por hora.
—Perdona, pero no soy una puta cualquiera, como dices tú. Y si quieres, me puedo ir. Me pagas el taxi y ya está. —Le anuncio, deseando con todas mis fuerzas que me conteste que sí.
El ambiente está cargadísimo.
—¡No, no! Está bien. Llama a tu agencia y diles que te quedas la hora.
Ya no entiendo nada.
—Pero sin violencia física, ¿de acuerdo?
—No te preocupes —dice, con una mirada asesina—. Sin violencia física.
Llamo a Susana poco convencida, porque no me hace ninguna gracia quedarme con este tío que me parece rarísimo. Espero que ella note el miedo en mi voz y me diga que regrese inmediatamente a la casa, sin correr más riesgos. Este cambio repentino en él, además, no me augura nada bueno.
—Y ahora, vamos a la habitación —dice, apenas he colgado el teléfono.
Me enseña el camino a una habitación que es muy pequeña y sucia. En su interior hay una cama para una sola persona, llena de manchas. Me quita la lencería, me observa y me tira literalmente encima de la cama.
Luego, desaparece en el cuarto de baño. Aprovecho este momento de soledad para mirar a mi alrededor, tratando de comprender qué tipo de persona es el hombre con quien tengo que acostarme. Hay libros de todo tipo, colocados en una estantería, con títulos escalofriantes y la colección completa de las obras de Sade, traducidas al español. Y objetos fetichistas. Contra la pared, están colgados un látigo larguísimo, y una máscara de cuero. He ido a parar a la casa de Hannibal Lecter en persona, pienso.
Sale del baño con un minitanga y se pone a pasearse delante de mí como un exhibicionista.
—Mírame y no digas nada —me dice, mirándome con sus ojos desorbitados y terroríficos.
El tanga le está estrangulando los genitales de tal forma que se lo tiene que quitar rápidamente, se pone un preservativo y, sin preliminares, empieza a buscar la entrada de mi sexo con los dedos. ¡Menos mal que unos laboratorios farmacéuticos han inventado la glicerina!
Mientras me penetra sin suavidad, me grita cosas inmundas. Yo sólo tengo una cosa en la cabeza: acabar cuanto antes y largarme de aquí. El peso de su cuerpo asqueroso encima del mío se parece a una roca de cien toneladas, y a cada movimiento que va dando, me llega al olfato un olor corporal de animal salvaje. En el momento de correrse, esta masa se transforma en una serie de temblores y convulsiones, difíciles de aguantar. Cuando todo ha acabado por fin, cojo mi ropa y sin decirle ni una palabra, empiezo a vestirme mientras me voy dirigiendo a toda prisa hacia la puerta. Desciendo las escaleras corriendo y una vez en la calle, paso delante de los mocosos, que siguen allí, curiosamente callados, y hago un sprint digno de una carrera de atletismo. Quiero escapar de ese impresentable y dejar atrás todas las palabras vulgares que me ha farfullado. Pretendo, al correr, que estas palabras horribles desaparezcan con el viento. Una vez sin aliento, me paro, y sin tratar de contenerme, me pongo a llorar todas las lágrimas acumuladas, toda la rabia contenida.