2 de agosto de 1998
Jaime se ha marchado temprano por la mañana al despacho. Ni he podido anunciarle que empiezo a trabajar hoy mismo, cuando todo el mundo se va de vacaciones, así que le dejo una nota en la cocina por si llega antes que yo a casa al final del día. Y así sucede. Cuando vuelvo de mi jornada laboral, un poco angustiada por lo de ayer y su reacción, él está en el salón mirando la televisión.
—Me podías haber dicho que hoy ibas a trabajar —me reprocha enseguida.
—Lo sé, Jaime, pero ayer estabas insoportable. No querías hablar y te habías encerrado de tal forma que parecías tener un bloqueo.
—Tuve un problema y no me apetecía hablar del tema. ¿Qué es eso de tu trabajo?
Le explico cómo lo he encontrado y en qué consiste.
—¿Vas a tener que viajar?
Leo en su mirada que está enfadado.
—Sí. De vez en cuando.
—¿Sola?
—No. Con mi jefe. Es americano. En septiembre tenemos que ir a una feria en Italia y…
—¿Americano? ¡Otro que va a querer follarte!
Me quedo sin habla ante este comentario inesperado. Sigue con el mismo humor que ayer.
—Pero ¿qué dices?
—¡Lo que oyes! Te hace viajar con él porque quiere follarte. Ya verás como tengo razón. Eres demasiado joven todavía. No sabes cómo funciona la vida.
Estoy desconcertada. Me parece injusto que piense eso de una persona que no conoce para nada.
—Da igual. Ve allí, a Italia. Viaja con el gilipollas ese. Pero si se pasa un pelo contigo, coges el primer avión y vuelves aquí, ¿de acuerdo?
No me queda otro remedio que decirle que sí, porque si no lo hago creo que me va a pegar.
—Sí, claro.
—¿Me lo prometes?
—¡Claro, Jaime!, te lo prometo.
Tras cinco minutos en silencio, pienso que el tema ha quedado olvidado.
—¿Y tú? Tienes ganas de follártelo, ¿verdad?
Me quedo otra vez boquiabierta. No entiendo por qué, de repente, me hace este tipo de preguntas.
—No. No tengo ganas de follármelo —contesto, repitiendo tristemente sus palabras.
Y me voy a llorar al baño. Esta vez se ha pasado, tiene de repente un aire endemoniado y está buscando el conflicto para pelearse conmigo. Ha cambiado tanto en unos días, que parece otra persona. En el baño me encuentro un pote que no había visto hasta hoy, con unos cien gramos de polvo blanco y una etiqueta que describe los ingredientes de un preparado de farmacia. Mientras lo voy cogiendo entre mis manos, Jaime llega por detrás, en silencio, y me pone una mano sobre el hombro. Del susto, casi dejo caer el pote.
—Son polvos para la herida que tengo en el tobillo. Me lo tienen que preparar especialmente en una farmacia. Cuesta mucho, así que ¡déjalo en su sitio!
Deposito el pote encima del lavabo y no le digo nada.
Jaime utiliza, cada mañana, una especie de escalpelo para cortar las pieles muertas que le recubren el tobillo. De no hacerlo así, no podría ponerse el zapato y andar normalmente. Ya ha ido a ver a varios especialistas y, según él, es un fenómeno rarísimo que no tiene cura. Nunca antes se habían encontrado con un caso semejante.