18 de abril de 1997
Es de noche y Rafa está conduciendo hacia los cerros más peligrosos de Lima. Cuando le he pedido ir allí, me ha mirado fijamente y me ha dicho:
—De acuerdo, jefa, pero con la condición de que te ates el pelo, lo escondas para que no vean que eres extranjera. Además, llevaré un arma por si acaso, y cerraremos las puertas. Ni se te ocurra salir del carro. ¿Comprendido?
—Comprendido —le contesto, con aire serio.
No me gusta ir con el pelo recogido. Nunca me ha gustado hacerme coletas, ni trenzas, ni nada de nada. Tengo un complejo con mis orejas. En la escuela me llamaban Jumbo, porque sobresalían entre mi precioso pelo largo. Dios sabe cuan crueles son los niños. Afortunadamente, mi madre se dio cuenta y me hizo operar a los diez años. Me pasé todo un verano en la Costa Azul con una banda que me cubría toda la cabeza. Y la gente le preguntaba a mi madre si había tenido un traumatismo craneal o si estaba enferma de cáncer. Mamá cruzaba los dedos todo el día, como para excretar tantas enfermedades, por si se les ocurría aparecer de repente. Creo que el cirujano no era muy bueno porque mis orejas se parecen todavía a hojas de col, lo que sigue acomplejándome.
La carretera —si se le puede llamar así— consiste en un terreno salpicado de tierra, parecida a la arena, con huellas de un tráfico intenso. Nuestro coche se está moviendo como un barco en plena tempestad, pero yo, curiosamente, no tengo mucho miedo. Al contrario, me gustan estas subidas de adrenalina. Además, me excita saber que tengo a mi lado a un hombre armado.
Vemos a lo lejos unas luces que parecen venir de unas casas. Asentadas en lo alto de la colina.
—¡Para el coche! —le digo a Rafa.
—¿Cómo? —desacelera un poco y vuelve su cabeza hacia mí.
—¡Que pares el coche ya! —Estoy casi gritando y, en la oscuridad, no puedo ver su cara de desconcierto, pero me la imagino.
—Si me paro ahora, no podré volver a arrancar el carro, jefa. Rafa intenta dar mucho énfasis a su explicación.
—Entonces lo empujaremos.
Mi solución al problema no parece convencerle y no me hace caso. Entonces cojo el freno de mano, y con un movimiento seco y seguro, levanto sin pensar en las consecuencias que puede llegar a tener esa maniobra temeraria.
—¡Estás loca, jefa, podemos tener un accidente! —me grita.
Su brazo me empuja, impidiendo que mi mano pueda levantar por completo el freno. El coche se para bruscamente.
—¿Qué te pasa? —me pregunta, casi enfadado por mi atrevimiento.
—Deseo que me quieras ahora mismo.
—¿Qué? —está casi riéndose.
Veo que comprende lo que quiero decir pero no se atreve a pensar que pueda llegar a tener tanta cara.
—Ámame ahora mismo, aquí, en medio de la carretera —digo, esforzándome en abrir la puerta del coche.
Me es difícil porque el auto está inclinado en una pendiente. Tras empujarla varias veces lo consigo. Salto del asiento como si estuviera en un estado de ingravidez y me pongo delante de los faros para que Rafa me pueda ver mejor. Quizá le despierte la libido. El paisaje es un poco hostil, y para más inri todo está silencioso. Ni un ruido. Ni pájaros que cantan. Al poco rato, Rafa sale también del coche y se sitúa detrás de mí. Con una mano, me empuja contra el capó y me levanta la camisa. Empiezo a sentir el roce de la punta de sus dedos, dibujando sobre mi espalda pequeños ochos. El signo del infinito. Comunicación de las abejas. De vez en cuando, moja con su lengua un dedo, y vuelve a dibujar esas acuarelas hasta llegar al principio de mis nalgas. Desabrocha, impaciente, el botón de mis pantalones que se van cayendo y recubren mis bambas. Con sus dos manos, levanta mis glúteos para que mi sexo hambriento esté a la altura de su falo, que se erige en la oscuridad como la reivindicación del todopoderoso. En este mismo momento, se me pasa por la cabeza unas imágenes de un film de terror que vi con unos amigos de universidad. Se llamaba El mito de Kzulu. ¡Escalofriante! Era la historia de un monstruo que, dotado de un miembro de dimensiones extraordinarias, violaba a todas las vírgenes que encontraba. Todas morían empaladas sobre esa verga gigantesca. Solíamos ver películas de terror antes de los exámenes parciales, para desahogarnos de tanta presión. Esta noche, en el fondo, estoy aprensiva, por eso quiero provocar a Rafa.
Rafa empieza su vaivén y entre dos gemidos míos, noto que está a punto de dejarse llevar. No se lo impido. Me gusta que no pueda resistir. Y se deja. Al poco rato, inicio yo mi ascensión. Me acuerdo de la estrella fugaz en la que se convirtió Cristian, y de los demás hombres que han pasado por mi vida, incluso de los que están aún por llegar. Nunca he tenido la memoria tan clara. Dejo escapar un grito que seguramente se ha oído en las chabolas construidas apaciblemente sobre la colina.
—Hazme fotos, así, con los pantalones bajados.
Rafa no se hace de rogar, y armando su potente flash, dispara su tercer ojo sobre mi silueta.
—Sonríe —me pide, mientras se va acercando un poco más a mí.
Adopto distintas poses, orgullosa de ser modelo improvisada de una noche.
—¡Vámonos ya! —le ordeno cuando ya estoy cansada.
Subimos los dos al coche y, después de pisar varias veces el acelerador, conseguimos seguir nuestro camino. Cuando llegamos a la pequeña población encima de la colina, la vista de Lima es inigualable. Un montón de niños rodean el coche y siguen nuestro paso, corriendo detrás de nosotros. Paramos un momento.
—Toma fotos de la ciudad —le pido a Rafa—. Y de los niños. ¿Puede ser?
—Sí, jefa. Pero quédate quieta, ¡por favor! No quiero tener problemas con esta gente. ¡Fíjate cómo nos miran!
Se está amontonando gente que va saliendo de unos bares construidos con cartones y madera, curiosos por saber quiénes son los que se han aventurado en un territorio solamente reservado a los pobres, a los sin nada.
Veo parabólicas encima de las chabolas.
—¿Cómo pueden tener antenas parabólicas? ¡Ni siquiera yo tengo una en mi casa en España! —pregunto, completamente desconcertada.
—El gobierno les ha hecho llegar electricidad y agua. Parece increíble, pero es así. Hasta hay autobuses que llegan hasta aquí. Son guaguas privadas. Por medio sol, pueden subir o bajar a la ciudad. Muchos venden fruta en el centro de la ciudad durante el día, y luego vuelven a sus casas —me explica mientras enfoca a los niños con su cámara.
Éstos se divierten haciendo muecas raras y sacándonos la lengua.
—Toma una foto, Rafa.
—Es lo que intento hacer.
En aquel mismo instante, me doy cuenta de que todavía tengo la bragueta de mis pantalones abierta. Con dificultad intento subirla, pero unos golpes tremendos contra el coche me lo impiden. Al levantar la cabeza, me doy cuenta de que la gente, con cara de pocos amigos, está intentando volcar el auto.
—Agárrate, jefa, que nos vamos de aquí pitando —me grita Rafa.
Tira la cámara sobre mis piernas y mete primera con gran nerviosismo.
La gente se va dispersando y, poco a poco, lo único que vemos es el polvo de la tierra que se va levantando detrás de nosotros.
—¿Has conseguido hacer fotos? —rompo el silencio sólo cuando ya estamos llegando al hotel.
—Sí, jefa. Pero que sepas que ha sido una locura ir allí. Podía haber acabado mal.
—Claro, Rafa. Podía.