12 de diciembre de 1999
Odesa es una ciudad de Ucrania que se encuentra al borde del mar Negro. Giovanni y yo hemos llegado aquí acompañados por un traductor oficial, amigo íntimo de Giovanni, quien nos ha encontrado alojamiento en una de las dachas dentro de un antiguo centro de vacaciones soviético.
La tarde está siendo muy fría. Una gaviota se acerca a la ventana. Nunca jamás he visto a una gaviota de cerca. Se pone sobre el balcón y nos mira, prepotente, mientras hacemos el amor contra la cómoda de la habitación. Yo también la estoy observando. De vez en cuando, se come con los ojos el pan tostado que nos ha preparado Boris, con un poco de caviar al lado. Pero sigue inmóvil, respetuosa ante lo que está viendo. En estos momentos, intento imaginarme cómo hacen el amor las gaviotas y si el pico les sirve para algún ritual previo.
Luego, Giovanni me pregunta por qué me estoy quedando tan quieta y si sigue allí la gaviota.
—Nos está observando.
Giovanni se pone a chillar.
—Porca putana! Fuori!
La gaviota permanece impasible, gorda como un peluche redondo. Sigue ahí… Me la imagino inmortalizada por un taxidermista, en mi mesita de noche. ¡No! No va a caber. Ésta es gigantesca. Giovanni continúa penetrándome, gimiendo como le es propio. Sentirlo así, mientras me observa ese pájaro, me hace entrar en otra dimensión. Sólo es placer y naturaleza. Giovanni para de repente la cadencia. No se puede concentrar hoy.
Después del amor, Giovanni se ha ido a duchar. Yo aprovecho este pequeño momento de soledad para coger su camisa y observar las iniciales que están cosidas sobre ella. Todas sus camisas las tienen. Me gusta pasar el dedo por encima, sentir el relieve del hilo. Lo voy pasando una y otra vez, cerrando los ojos, imaginándome que soy ciega y que leo en braille. Es un momento único para mí, y no quiero que Giovanni me sorprenda así. En cuanto le oigo que está a punto de salir del baño, vuelvo a poner la camisa en su sitio.