2 de abril de 1997
Mi día ha transcurrido bastante mal por el cansancio de no haber dormido nada anoche. Por la mañana, he estado de mal humor, y además, he tenido que preparar mi viaje a Perú con todas las gestiones necesarias que eso supone. Mis compañeros no me han preguntado nada, no se han atrevido, pero he estado tan pálida que Marta, la secretaria, me ha preguntado si necesitaba algo de glucosa, tipo Coca-Cola, para reponer fuerzas.
—¡La odio! —le digo, sin desviar la cabeza de mi ordenador.
Estoy redactando un fax solicitando una reunión a una compañía peruana. «A la espera de nuestra Coca-Cola, le saludo muy atentamente». Al releerlo me doy cuenta de que tengo que corregirlo.
—Marta, por favor, no me molestes más, que luego hago tonterías —le reprocho a la pobre Marta, que se va suspirando y cerrando, sin hacer ruido, la puerta de mi despacho.
No hay manera de que pase el fax. Compruebo los números, para averiguar que no me he equivocado, y vuelvo a mandarlo. Al final, lo consigo. Espero recibir una respuesta pronto. Ya tengo unas cuantas citas previstas pero no quiero irme de España sin tener todo planificado y concretado antes.
Por la tarde, Andrés, mi jefe, me convoca en su despacho para repasar mi planning.
—Entonces, hijita mía, ¿cómo te sientes con tu próximo viaje?
¿Por qué se empeña en llamarme hijita mía? Andrés tiene unos sesenta años, y yo más de treinta menos, pero solamente trabajamos juntos. Su actitud hacia mí me hace sentir muchas veces como una niña pequeña. Tiene una melena bastante larga, con muchas canas, y apostaría que, unos cuantos años atrás, debió de ser un faldero de mucho cuidado. Ahora, seguro que el caracol ha vuelto a su caparazón. Por eso, sólo le queda adoptar esta figura paternalista.
—¿Qué te pasa hoy? —me pregunta, sacándose las gafas y cerrando sus pequeños ojos.
—No me pasa nada, Andrés. He tenido una mala noche, nada más. ¿Por qué hoy os habéis puesto todos de acuerdo para estar en contra mía?
—Bueno, dejémoslo aquí. Recuerda, hijita, que necesito que veas a todo el mundo allí.
—Sí, sí. No te preocupes. Venderé mi alma al diablo si hace falta. Ya sabes cómo soy. —Intento tranquilizarle con esta frase que ni yo me creo.
—Si las cosas se ponen muy difíciles, te mando a alguien para echarte una mano.
Salgo de su despacho como un cohete, porque la tarde se me está echando encima y me quedan muchas cosas que hacer. Al salir, casi estoy a punto de caerme encima de la mesa de Marta, al chocarme con un montón de archivos tirados en el suelo. En ese mismo momento, suena mi móvil.
Sin aliento, y visiblemente de mal humor —Marta lo ha notado y bucea en sus papeles para no cruzarse con mi mirada—, llego a mi despacho. Demasiado tarde. «Llame 123, mensajes recibidos: 1», me indica la pantalla del móvil. Nerviosísima, llamo a mi buzón de voz, sin conseguirlo a la primera. Los nervios me juegan malas pasadas muchas veces. Cálmate, me digo a mí misma. Cálmate, que así no vas a conseguir nada.
«Soy Cristian. Me dejaste un mensaje en mi móvil ayer por la noche. Sólo te devolvía la llamada».
Es mi director de banco. Cierro inmediatamente las puertas correderas de mi despacho y marco su número.
—Hola, Cristian. Soy yo.
—¡Qué rapidez! —me dice sorprendido.
Si tú supieras las ganas que tengo de pegarte un revolcón, pienso.
—Verás, ayer volví de Francia y quería saber de ti. ¿Cómo estás?
—Bien, mucho trabajo, pero afortunadamente soy un privilegiado. Acabo siempre a mitad de la tarde.
—¡Qué suerte! ¿Y qué haces toda la tarde? Debes de tener mucho tiempo libre, ¿no?
Me interesa saber más de él, y si me puede hacer un hueco en su agenda.
—Hago deporte. Voy de compras. A veces, me voy a tomar una copa en un bar con una bella amiga, por ejemplo. ¿Qué haces mañana al final de la tarde?
Bien, pienso. Tiene ganas de verme.
—Si quieres quedamos. No sé a qué hora acabaré, pero te llamo en cuanto salga del despacho. ¿Te parece bien? —le pregunto.
—De acuerdo. Hasta mañana.
Cuando salgo del despacho, un diluvio empieza a caer sobre la ciudad. No he traído paraguas porque el tiempo ha sido bueno todo el día, y justo al salir es cuando me tengo que transformar en un pequeño Noé sin barco. Siempre me pasa lo mismo. Todo el mundo en la calle se pone a correr como locos, saltando los charcos de agua y barro que se han ido acumulando encima de la acera. Yo decido andar. No sirve de nada correr, sin paraguas y visto el grosor de las gotas, me voy a empapar igual. Además, me gusta la sensación de pelo mojado cuando hace calor, y este olor de asfalto húmedo. Esta lluvia me recuerda mis fines de semana en el campo, con mis abuelos, cuando era pequeña. Y también aquellas vacaciones de verano pasadas con mi amiga Emma.
Estoy completamente mojada al abrir la cerradura de mi puerta. Un baño caliente, con muchas sales, se impone.
En el pasillo me quito toda la ropa —hasta el sostén está goteando—, luego me voy desnuda al salón para poner un CD de Loreena McKennitt, The visit, me sirvo una copa de vino tinto y enciendo varias velas perfumadas en todo el baño. Mientras suena un poema de Shakespeare, cantado con acompañamiento de arpa, me voy sumergiendo en un baño de una hora, el cual me dejará las extremidades completamente arrugadas. ¡Qué maravilla! Me gustaría morirme así. Confieso que he imaginado varias veces cómo sería. Creo que se parece a un largo sueño hacia un viaje interno de nuestra alma. El dolor es sin duda lo que debe de asustar a la gente. Pero la muerte no puede ser dolor, si el dolor es físico y la muerte, el estado definitivo en el que perdemos nuestra envoltura. Tengo mi propia teoría acerca de lo que debe de pasar cuando una muere. Somos pura energía, y al morir, todos nuestros átomos se irán mezclando con el resto del Universo. Nuestra energía propia acabará mezclándose con la energía del Cosmos. Ni Paraíso, ni Infierno. Somos una unidad del Cosmos, o sencillamente el Cosmos entero. Así me siento yo cuando hago el amor. Siento una mezcla de energía con la otra persona, que me hace viajar y fundirme con el Cosmos. La energía de mi orgasmo es una pequeña parte de mí misma que se va y acaba mezclándose con el Universo, y cuando acabo rendida, vuelvo a mi estado humano. Es un viaje sideral de mis células que se quedan dispersas para siempre, prisioneras de un tumulto energético, el cual no sé gestionar y que me llama permanentemente. Por eso siempre queremos repetir esta experiencia. Para comprenderla mejor. Sin embargo, yo nunca consigo comprender nada. Es una pequeña muerte que intento domesticar cada vez. Además, es la expresión que nosotros, los franceses, utilizamos para denominar poéticamente al orgasmo. Cada acto amoroso es una manera de acercarme a este estado de éxtasis. Pero no lo puedo nunca atrapar y estoy condenada a repetirlo una y otra vez para discernirlo mejor. En otros términos, es una montaña, con un gran abismo, al cual no caigo nunca, un pie en la tierra, otro en el vacío. Y mi cuerpo se balancea entre la humanidad y lo divino como un autómata.
Son las once de la noche. Cuando salgo del baño, tengo un SMS de Cristian.
«Lluvia, champán, tu piel… ¿por qué me siento tan excitado?».
Cristian sabe, indudablemente, provocar a través de mensajes sugerentes.
«Cuando nos veamos, tengo la firme intención de saberlo todo acerca de los puntos suspensivos», le escribo a modo de respuesta.
«Buenas noches…», me responde, utilizando de nuevo los puntos suspensivos para que hagan su efecto en mi mente.
Es un hombre listo, no cabe duda.
Me acuesto y tengo problemas para conciliar el sueño. Sus mensajes han trastornado todas mis hormonas, y no sé si tendré la paciencia de esperar hasta mañana.