7 de agosto de 1998
Cuando me voy a trabajar esta mañana, Jaime no ha vuelto a casa. Ha pasado toda la noche fuera y no ha dado señal de vida. En la oficina, me siento muy angustiada y llamo a Sonia.
—¡Hola, corazón! —le digo, y estallo en sollozos antes de escuchar su voz.
—Val, ¿qué te sucede?
Al principio, no puedo articular ni una palabra pero finalmente consigo, a duras penas, explicarle lo sucedido.
—Es Jaime.
—Te noto muy mal. ¿Qué ha pasado, cariño?
—Sonia, ¿qué hicisteis ayer? Jaime volvió completamente borracho y estaba como loco.
—¿Qué? No lo entiendo. Me llevó a casa, charlamos cinco minutos delante de mi puerta y se fue. Eso es todo lo que pasó. Parecía estar bien. Ayer bebimos todos pero no hasta el punto de estar en ese estado. Jaime habrá tenido que beber algo más para ponerse tan borracho. Cuando nos despedimos ayer, estaba encantador.
—Sí, lo sé, Sonia. Por eso no entiendo nada. Debió de pasar algo más porque se puso como una furia. Cuando volvió, no era la misma persona. Me asusté tanto. No sé qué hacer ahora. Tengo miedo. Es la segunda vez que se pone violento y…
—¿Te ha puesto la mano encima? —me pregunta, sin esperar el final de mi frase.
—No. Es una violencia verbal contra mí y contra todo lo que se le cruza por el camino. Ayer rompió toda la vajilla.
—No me lo puedo creer…
—Sí, y luego me dijo que si hubiese fregado los platos no habría pasado eso. Era como si quisiese castigarme por ello. Y después se fue. Desde entonces no sé nada de él.
Le he contado todo a Sonia, a pesar de mi orgullo, pensando que ella podría aclararme lo que le había podido pasar a Jaime. Pero al no darme ninguna explicación válida, me siento aún más confusa.
Paso todo el día con grandes dificultades para concentrarme y tengo miedo de volver a casa. Me marché sin recoger nada, y empiezo a plantearme la conveniencia de irme unos días a casa de Sonia para recapacitar. Esta relación con Jaime es cada vez más rara, y dudo que pueda ser feliz al lado de un hombre así. Algo le está pasando pero no sé el qué. Y él se niega a hablar conmigo.
Vuelvo a casa tarde, y cuando abro la puerta me doy cuenta de que Jaime ya ha regresado, porque la cerradura ya no tiene las dos vueltas que le he dado por la mañana. Me pongo a temblar pensando en lo que me está esperando.
La puerta de la cocina se encuentra justo a la izquierda de la de la entrada así que, cuando paso el umbral, veo que todo está recogido y limpio.
Jaime sale del salón con un ramo de rosas enormes en los brazos y al verle con cara de arrepentido, me tiro literalmente a su cuello llorando.
—¡Lo siento tanto! —me dice.
Y me tiende el ramo de rosas. Estoy llorando, por el estupor de seguir sin entender nada y por la felicidad de verle con remordimientos.
—Es igual, Jaime —le digo entre sollozos—. Supongo que tienes problemas y no quieres contármelos.
—Sí, es cierto que tengo problemas. Y no te los quería contar para no preocuparte. Pero veo que te estoy haciendo daño. Así que te lo voy a contar todo.
Me lleva de la mano al salón y nos sentamos el uno frente al otro, lo cual me parece un presagio de que algo grave está pasando.
—Hay cosas de las cuales uno no se enorgullece, por eso no las cuenta. Pensaba que lo podía arreglar solo, pero veo que me está afectando.
Y empieza a explicarme su situación económica, que le supone una lucha diaria. Me comenta que ha contraído deudas por culpa de Joaquín, su socio, quien pidió un préstamo al banco unos meses atrás por el cual Jaime le ha avalado. Pero Joaquín ha dejado de pagar al banco desde hace una temporada y le están reclamando a Jaime el dinero. Debe todavía unos cinco millones de pesetas y, aunque Jaime mueve gran cantidad de dinero cada mes, no ha podido reunir tal importe y están a punto de embargarle su chalé de Madrid.
—Me van a embargar lo que conseguí con tanto trabajo y sudor. Lo que pagué durante años y años y eso, ¡por culpa de mi socio!
No doy crédito a lo que me está contando. Pero, por otra parte, hay tanta sinceridad en él, y tanto dolor, que no cuestiono la verosimilitud de los hechos.
—¿Y por qué has avalado a Joaquín? —pregunto tímidamente.
—¿Cómo no iba a hacer eso por él? Aparte de ser socios, somos amigos, Val, ¿comprendes? Al menos, es lo que creía hasta ahora. ¿No harías tú lo mismo por Sonia? Jamás hubiese pensado que él iba a dejar de pagar y ponerme en esta situación.
—Sí, pero ¿por qué dejó de pagar al banco?
—Hace unos años que su matrimonio va mal. Bebe mucho desde hace unos cuantos meses y se gasta cada vez más dinero en mujeres. Hay días que llego a la oficina y me lo encuentro durmiendo sobre la alfombra de su despacho, sucio, borracho y sin dinero, tras haberlo gastado durante toda la noche en un club de ésos.
Ahora empiezo a comprender por qué Jaime se ha comportado así conmigo. Se debe sentir acorralado y los nervios le han hecho perder los papeles.
—Aquel domingo que volví de mal humor, ¿te acuerdas? —hago un gesto afirmativo con la cabeza, mientras cojo sus manos entre las mías—, fue porque los del banco me habían estado buscando durante el tiempo que pasé en Málaga. El viernes tuve que ir a Madrid y me enteré de la situación real de la petición de embargo.
—¿Y no hay manera de parar ese proceso?
—Sí, claro.
—¿Cómo?
—Pagando.
Jaime está tan desesperado que se pone a llorar como un niño. Él, siempre tan apuesto y orgulloso, se ha derrumbado ahora como un chiquillo, con su cabeza entre mis manos, y yo no sé cómo consolarle.
—¿Y sabes qué es lo peor? —añade.
—No.
—Que lo estoy pagando contigo. ¡Me siento tan acorralado que se lo hago pagar a la persona que más quiero en este mundo!
Le acaricio las mejillas, intentando secar sus lágrimas. Me ha emocionado su comentario. Jaime prosigue:
—Trabajo como un loco para vivir bien, y para que a mi familia no le falte nunca de nada. Mis hijos tienen todo lo que quieren. Estoy echando una mano a mi ex mujer porque está muy enferma y lo pasa mal económicamente. ¡Y ahora, esto!
No hay quien pare sus lágrimas. Estoy conmocionada y me siento impotente, pero le agradezco que me haya contado toda la verdad.
—Tengo una semana para pagar y levantar el embargo. Si no, me quitan la casa.
Nos quedamos gran parte de la noche acurrucados en el sofá, debajo de una mantita que he colocado después de que le asaltasen unos escalofríos espeluznantes. Jaime parece extenuado y yo le estoy dando vueltas y vueltas al asunto. No puedo permitir que algo así le suceda a mi pareja. Si yo le quiero y estoy viviendo con él, tengo que compartir sus problemas. No concibo la felicidad sabiendo que Jaime lo está pasando mal. Algo tengo que hacer. Dispongo de la cantidad de dinero que le hace falta. Decido sacar los cinco millones de pesetas de mi cuenta y dárselos para que pueda recuperar su casa de Madrid.