INTRODUCCIÓN

El falo es fabuloso, en la literatura, en el arte, en la religión, pero nadie había escrito una fábula del falo, que se sepa. «Qué serafín de llamas busco y soy», dice Federico García Lorca en uno de sus momentos líricos más exaltados. La llama que arde permanentemente (o intermitentemente, tampoco empecemos exagerando), en el alma del hombre, es el falo, que puede incendiar una familia del pajar a los cimientos.

Lo que pasa es que el hombre con falo comienza por no tener falo. El falo es una cosa de la que nunca se habla, ni siquiera en aquellos momentos en que ha tenido actuación decisiva —un embarazo, un parto. Es lo que llamo falo ausente, y que convierte el falo en el rayo de luz que atraviesa el cristal sin romperlo ni mancharlo. Falo ausente es el falo que la sociedad convencional, por tenerlo tan presente, decide ignorar. El niño, cuando comienza a reflexionar, encuentra que nadie tiene falo, puesto que nadie habla de eso, entre los adultos, excepto él, con lo que empieza a experimentar, a vivir su falo como monstruosidad y como culpa. La educación antisentimental tiene unos efectos contrarios a los previstos: el niño no ignora su falo —empresa imposible—, sino que lo vive como culpa, se vive culpable, y esto da lugar a los «vampirismos del falo», de que luego hablaremos.

Posteriormente, el niño descubre que lo suyo es un «falo sin filo», algo que no asusta ni engendra, lo cual ya supone una segunda castración. Quizá los adultos tienen un falo/daga, un falo con filo. El niño quiere ser adulto, sobre todo, por eso. Por entrar en posesión de un arma agresivo/sugestiva. En la pubertad descubrimos que el falo tiene carácter de icono. El falo ha sido un símbolo de la fecundidad, entre los paganos, y, a la inversa, todos los iconos cristianos y no cristianos tienen hechura y facultades de falo.

La cultura hace muy inculto al niño. Él no quiere tener un icono entre las piernas, ni un símbolo, que no sabe lo que es, sino una picha, palabra que ha aprendido en las tapias de los solares últimos de su ciudad. Con la literatura (que no es exactamente la cultura, sino quizá todo lo contrario), el púber se reconoce en el falo/Baudelaire, como lo llamamos aquí.

Porque es el falo de conducta irregular y porque, probablemente, era el falo del poeta. El falo/Baudelaire, más mental que original, dota al hombre de un falo fálico, de un arma con la que agredir a la sociedad, a las mujeres, y con la que ser él mismo, seguro/inseguro de su falo, que es ya el pivote de su personalidad. Pero el púber encuentra, en sus «ensayos de pubertad», que el falo —ignorado socialmente, difundido culturalmente—, tiene una leyenda o fábula que es difícil superar. Porque el falo fabula y porque casi todas las fábulas tienen como eje, implícito o explícito, al falo. Todo esto es lo que queremos desarrollar aquí.

Frente al tópico de la mujer felina —¿Lauren Bacall?—, encontramos que la felinidad del hombre está en el falo. El falo tiene una conducta silenciosa y traicionera, mucho más sutil que la de su propietario. (Traicionera incluso para el propietario.)

El hombre vive desgarrado entre las dos vías más profundas de conocimiento directo del mundo, la oral y la sexual, que la evolución ha situado, en él, a gran distancia la una de la otra.

Casi todos los mamíferos disfrutan o viven oralmente su falo, menos el hombre, por su posición erecta (casi todos los niños hemos intentado, mediante inútiles retorcimientos, alcanzar nuestro falo con la boca). De este distanciamiento trágico (uno de los precios que pagamos por la evolución), quizá vengan todas las homosexualidades: el hombre y la mujer disfrutan del sexo de otra persona como vicario del propio.

Lo que pasa es que el falo es falible. Esta falibilidad del falo —fiasco, lo llamaba Stendhal—, engendra toda la inseguridad del hombre y, por tanto, toda su seguridad; fascismos. Hitler era ciclón, que es como se llama en castellano al hombre de un solo testículo. El falo, falible o no falible, siempre compensa y remedia su falibilidad mediante la fantasía. Las fantasías del falo, las fantasías eróticas de la adolescencia y el sueño, superan con mucho las necesidades y posibilidades del falo. El falo imagina por sí mismo. El falo tiene imaginaciones que la imaginación (racional) ignora.

El falo se rebela contra el mito cultural —Marañón fue su introductor en España— del falo unánime u orgasmo unánime, que es una idea religiosa, concepcional, que tiende a suprimir los juegos eróticos, a convertir la cópula en un Pan de los Ángeles —la mujer comulga castamente el falo engendrador por su bocal otra—, ya sacralizar el único acto no sacral de la especie: la copulación sin reproducción.

El falo de la postmodernidad es un falo azaroso, e incluso delincuente, no ya ritual, como durante siglos, según el rito fecundante y macho de tantas culturas, según el rito sabatino de los matrimonios burgueses.

El falo, por la larga deseducación recibida, ejerce sus vampirismos sobre el macho: vampirismo de la culpa (tengo algo que los demás no tienen o de lo que no hablan). Vampirismo del falocentrismo pubescente: tengo un falo/daga, un arma que me hace temible ante el mundo y las mujeres. Tengo un falo falible que origina mi inseguridad social, profesional, existencial, etc. A propósito de los vampirismos del falo, me propongo tratar el falo/Drácula, con alusión a aquella cita inolvidable de Olvido Alaska:

—Drácula es un poco pendón.

Drácula sale de noche, vestido de smoking, a chuparles la sangre a señoritas ingenuas y blancas. Drácula es una encarnación viva y en muerto del falo ausente, pero, si invertimos los términos (y parece inevitable invertirlos), resulta que todo ligador nocturno (y diurno) desearía hacerle a la señorita blanca más cosas de las que le hace: por ejemplo, absorberle la sangre (algunos lo efectúan con la sangre menstrual).

Drácula somos nosotros.

Drácula es nuestra insatisfacción sexual.

Drácula es el «canibalismo primaveral» (Capuletti) que duerme o despierta en el fondo del sexo. He ahí lo que la cópula tiene de crimen, y que Baudelaire vivió tan lúcidamente (quizá porque no copulaba).

El falo, sagrado como símbolo en tantas culturas, hoy ya no vive una sacralidad simbólica, sino metafórica. La diferencia entre símbolo y metáfora es que el símbolo representa precariamente muchas cosas en una cosa precaria, en tanto que la metáfora, el momento metafórico de las cosas, más que el parecido de unas con otras, es el afán de parecerse. Literatura es sorprender las cosas en el momento en que son menos ellas, cuando están a punto de transformarse, por amor, en otra cosa.

El falo metafórico es el falo de la postmodernidad, el que alude a todo y por todo es aludido, incruentamente, desde el helado de tres gustos que chupa la adolescente hasta el diamante duro, helado y persistente que regala el ejecutivo a la mujer que ama, como signo (sin duda excesivo) de la fijeza/dureza de su amor. Todos quisiéramos un falo como un diamante, más que un diamante como un falo, aunque, digamos y soñemos (por imposibilidad) esto último.

El falo nocturno, de que algo hablaremos (espero) en el falo/Drácula, es hoy el de esos dráculas menores, dráculas del Ensanche, señores de los caramelos, etc., porque no es verdad que el falo tenga actuaciones preferentemente nocturnas, sino que, según la ciencia y la lógica, los grandes amores son los que llamé en otro libro «amores diurnos».

De día, el falo está más despierto. Aparte de que el falo debe desafiar la luz y no guarecerse en la nocturnidad, como un delincuente: éste es el sentido de las múltiples aventuras nocturnas de hombres y mujeres, que jamás harían lo mismo «de día».

Falo museal es el falo artístico, estético, que la sociedad cultural exhibe hipócritamente como objeto de arte.

Los museos son los grandes frigoríficos del arte. El falo egipcio, hindú, griego o romano, ya no es un falo, sino un objeto cultural. De ahí que los falos perdidos —otro caso de falo ausente/presente— de dioses y atletas, mutilado por el tiempo o por la «eficacia» moral a escoplo de algunos obispos, como aquí se contará, venga a convertirse, paradójicamente, en el falo vivo que nunca fue —salvo el caso del modelo que sirvió de esquema a un dios—, pues la mutilación crea ausencia, la ausencia crea nostalgia o curiosidad, y todo esto, transferido al objeto añorado —en este caso el falo—, le devuelve la vida que quizá nunca tuvo.

El falo, icono vivo del subconsciente macho, nos permitirá hablar del falo surreal, con especial énfasis en Dalí y su imagen recurrente del Gran Masturbador. Casi toda la pintura surrealista, tan erótica, es un ejemplo máximo de falo ausente —uno de los temas/clave/llave de este libro—, pues que el surrealismo, que no es sino una lectura lírica de Freud, en literatura y pintura, ignora el falo —tema de sus temas— por inseguridad del falo falible, de que ya hemos hablado, tanto como por repudio de la falocracia: culto a la mujer única: Nadja de Bretón, Elsa de Aragon, Gala de Dalí (y siempre con un vago trasunto laico del culto mariano a la Virgen).

El postmarxismo nos lleva, en fin, a una consideración del falo/mercancía. Diremos, con permiso de las feministas, como Azorín «con permiso de los cervantistas», que en la educación que nos ha dado la vida (más decisiva que la de las monjas hipócritas), el falo, como mercadería, ha sido un desastre. En las casas de lenocinio donde debutó mi generación, el falo no valía nada y había que pagar por meterlo en algún sitio.

De aquellas casas salíamos con el convencimiento inverso de que toda la carga erótica del mundo estaba en la mujer, de que el hombre era un despojo sexual a quien la hembra sólo admitía en sí mediante compensación extrasexual. Luego, en sociedad, en nuestra sociedad, las bodas de conveniencia, donde siempre primaba un abogado del Estado por sobre un amor/amor, nos persuadían de que el hombre era una criatura desprovista de atractivos —más o menos «el hombre sin atributos» de Musil, a quien leíamos por entonces—, y que sólo el éxito social o económico podía proporcionarnos el triunfo/fracaso de tener mujeres. Y digo fracaso porque una mujer a ese precio, más que una mujer es un triste y sangriento trofeo. Es cuando nuestro falo se hace lumpen, como se explicará en este libro (que puede ser la biografía colectiva de una generación), y se remedia con mujeres, a su vez lumpen de la sexualidad, por distintos motivos, de la ninfomanía al enamoramiento tipo Bovary.

El falo/consumo podría ser la consideración opuesta y complementaria del falo/mercancía (aunque vaya usted a saber lo que sale a la hora de escribir). El macho se realiza mediante el gasto (ya lo vio Bataille), porque el falo mismo es derroche en todos los sentidos que, por obvios, no vamos a enumerar ahora. Lo que la era del consumo añade a esto es una tautología: el hecho de consumir ya es, en sí, fálico, el hecho de gastar —una mujer, un coche, un viaje—, pero la industria del consumo, (entendiendo por consumo, modernamente, lo innecesario y ocioso), subraya esto llegando hasta la obscenidad, porque en el acto fálico del gasto se ha de traficar, además, con cosas fálicas: porno, erotismo, regalos «íntimos», etc. El capitalismo subraya así, con la rudeza que le es propia, lo fálico del gasto mediante lo fálico del objeto compravendido.

De todo lo cual resulta, como vamos viendo, que el hombre, en su biografía estrictamente personal, tanto como en la colectiva, va verificando que la fábula del falo, que empieza en el catecismo colegial y sigue, en la cultura y los mass/media, hasta la muerte (cuando menos, hasta la muerte del falo, o impotencia), es una fábula falible y engañosa.

El hombre tuvo falo a partir del Renacimiento, como las mujeres tuvieron cuerpo y desnudo. Esto lo vamos a documentar suficientemente. Con la consagración de los órganos sexuales de Cristo —¿no somos el cuerpo de Cristo?—, que es renacentista, toda la humanidad macho vuelve a tener falo, desde la Antigüedad, y es cuando el mundo conoce las grandes hazañas fálicas: descubrimiento de América, circunnavegación del planeta, surgimiento de las nacionalidades en Europa, como falos erectos de lo colectivo, del hecho diferencial, etc.

Eso es lo renacentista. Lo moderno es el cuerpo como conciencia. El cuerpo, oculto durante siglos, cuando se desnuda frente a una colectividad —resurgido nudismo—, equivale ya al alma. Repercute como una conciencia en el cuerpo oculto de los demás. Un desnudo en sociedad, mujer u hombre, es intolerable porque remite al propio cuerpo y sus traumas, «culpas» e incluso precariedades. (Esto sólo se hace soluble en el desnudo colectivo.)

Frente a tanta represión no institucionalizada (la institucionalizada es lo de menos), voy a erigir aquí el caso de la mujer fálica —Lola Flores, Sara Montiel, en nuestra sociedad—, que no es para nada la lesbiana, sino la hembra de conducta social/sexual agresiva, macho.

Y me serviré para ello, como para tantos otros temas por los que va viajando el falo en esta su fábula, lo mismo de la noticia de Prensa que del dato histórico o prehistórico. Identificaré falo pornográfico/falo irónico. Desde que el falo no engendra (anticonceptivos femeninos), desde que la mujer controla su cuerpo, el falo se ha tornado irónico/pornográfico. De la mujer como juguete del hombre hemos pasado al falo como juguete de la mujer. El falo hedonista supera simultáneamente al plaiboismo y el feminismo.

La guerra de los sexos, «la divina pelea», que decía Pemán, un escritor siempre tan mirado para estos temas de ingle, va camino de resolverse sin vencedores ni vencidos. Va camino de resolverse en juego. Por los hallazgos de la ciencia y por el escepticismo lúdico/cínico/irónico de las nuevas culturas y las nuevas mocedades.

Esto, quizá, es ya postmodernidad.