16. EL FALO SAGRADO
La sangre de san Pantaleón, que se licúa todos los años, a fecha fija, en un convento madrileño, menos cuando mandan los rojos (es una sangre contestataria). El corazón de santa Gema Galgani, que motiva largas colas de personal en la calle Doctor Arce, de Madrid. El brazo de santa Teresa, que Franco llevaba en portafolios y que ahora descansa de haberle escrito tantos discursos, en un convento teresiano, que era lo lógico. La leche de María Santísima, que es una alusión erótico/maternal muy directa.
En las religiones, no sólo el falo se vuelve sagrado, claro, sino también todas las vísceras sexuales o sentimentales de la mitología correspondiente.
La incorruptibilidad de un miembro humano, sea un miembro sexual o no, supone un culto de la carne, una involuntaria trampa que la religión se tiende a sí misma. La carne de los puros se salva, se vuelve incorrupta. Luego la carne es lo que hay que glorificar. ¿Qué valor tendrían estas piltrafas incorruptas si de verdad creyésemos en el alma?
Falos incorruptos hay pocos. El de Cristo en una ermita italiana y el de san Gabriel en una ermita española.
Parece como si el falo fuese especialmente corruptible. El falo, tan sensible a enfermedades venéreas, no ha sido consagrado en la medida que otras piltrafas de la anatomía divinal. La sacralización del falo, como más o menos queda explicado en este libro, es de carácter laico, interior, y tiene una capilla en cada alma o cada vagina de mujer.
El brazo de santa Teresa, que ha escrito las páginas más eróticas de mil años de castellano, ha sobrevivido a la utilización ordenancista que Franco hizo de él. La leche de María Santísima tiene todo el dulce y cálido erotismo de la leche de mujer. Aquí habría que decir que la leche femenina de las lactancias es una respuesta dulce y mórbida a las violentas lechigadas masculinas de las eyaculaciones, pero sabemos —y me parece que he dejado constancia— que el semen es rico en nutrientes, para el que lo almacena como para la que lo recibe —el riego espermático—, de modo que ambos sexos se enriquecen incluso somáticamente, uno al otro, como los gatos, lamiéndose, obtienen sustancias nutritivas de su propia piel o de la piel de su compañero o compañera.
La caricia lingual del gato es alimento al mismo tiempo que caricia, incluso cuando mi gata me lame una mano, y aquí se confirma una vez más, humildemente, un como economicismo sexual que rige las relaciones de todas las especies y que no nos impide —ay— soñar, pero nos contabiliza el sueño.
Los paganismos acertaron a sacralizar el falo mejor que el cristianismo. Dentro de una sociedad cristiana de dos mil años, la sacralización del falo es interior, secretamente icónica, femenina y, más que pagana, organicista y casi ecologista.
«El falo es bueno, el falo es bello.»