27. EL FALO IRÓNICO

Si hemos deducido que el falo sobrepasa la procreación, viene a resultar que el falo es irónico y hedonista.

Un instrumento de juego. El hombre de antaño tenía un arma, una daga, una herramienta de deshonras. El hombre de hogaño tiene un juguete. El falo, con esto, es más y es menos. El falo, hoy, es irónico porque hace la pantomima de la reproducción sin reproducción. O porque ni siquiera hace esa pantomima, sino que la evita como si la ignorase. El falo era el cable de alta tensión a través del cual la mujer gozaba de sí misma, creyendo que gozaba de un hombre. Ahora, el falo se ha vuelto irónico porque dispone de la mujer sin trascendencia. El falo generaba familias, conflictos, entrechoques del honor y la honra.

El falo, hoy, es irresponsable.

Y, como conoce su irresponsabilidad, resulta irónico.

A la mujer que se ha esterilizado pasajera o definitivamente, ya no le queda la coartada del instinto maternal. Va al falo por el falo. La sexualidad femenina, tan necesitada de coartadas como el caballero medieval de dificultades (sólo mediante dificultades progresaba la novela gótica), se abre hoy, por fin, al cinismo de su sexualidad. Al cinismo del placer, que ya no es genitalidad. No es que la píldora las haya liberado de una responsabilidad. Es que no querían esa responsabilidad. Habían sacralizado sus defensas.

El falo, que ya no simboliza nada, lo metaforiza todo. El falo ya no es símbolo de la fecundidad de las cosechas o de las mujeres. El falo ya sólo es metáfora de todo lo fálico que la mujer encuentra en la vida: una naturaleza macho que a cada paso la penetra. (Y una sociedad macho que, por haberse empecinado en su machismo, ya no penetra nada ni a nadie.)

El falo, metáfora de todo, símbolo de nada, se torna irónico. Cada mujer lo refiere a sus experiencias personales, infantiles, «pecaminosas» o placenteras. Cada hombre lo refiere a su confortabilidad en la vida. Tiene un falo y las mujeres vienen a hincarse en él.

La mujer como juguete de la especie y el falo como juguete de la mujer. Los papeles se han invertido. O, mejor aún, se han igualado. La mujer, ahora, conoce la sexualidad sin angustia. La sexualidad sin angustia es erotismo. El erotismo, de que algo hemos hablado en este libro, puede que tenga aquí su mejor definición: una sexualidad «desangustiada»: lúdica.

La sexualidad es dramática por cuanto implica entrega, crimen (Baudelaire), procreación y sangre. La sexualidad desdramatizada es erotismo. Juego. Y el pivote del erotismo es el falo.

Mis gatos, que ignoran la trascendencia fecundante de su sexualidad, se ponen dramáticos para fornicar. Son unos cuando fornican y otros cuando juegan. Quiere decirse que la dramatización de la procreación (y me gusta la cacofonía) está implícita en las especies. Cuando menos, en las especies mamíferas.

La humanidad da un paso más, alejándose de la naturaleza, cuando consigue, no sólo desdramatizar la procreación, sino, incluso, no procrear. Erotismo, repito, es sexo sin procreación (o sin peligro/esperanza de procreación: viene a ser lo mismo). El falo erótico, no procreativo, es un falo irónico (un hombre irónico). Porque ha conseguido burlar las leyes zoológicas —como mediante la música, como mediante la literatura, como mediante todo lo inútil, lujoso y vacío, que es ya lo más lleno—, y porque ha conseguido desenmascarar a la mujer, despojarla de su trascendencia. La trascendencia, el trascendentalismo femenino es histórico, claro, heredado. Se le ha enseñado que entregar su cuerpo es entregar su alma, su vida, su intimidad, su yo: según las religiones, de Cristo a Freud.

Y naturalmente que es así.

La entrega de la mujer sigue siendo trascendente. Pero no por histórica o historicista, sino por todo lo contrario, ahora. No porque, con su entrega, ella siga erigiendo el monumento de su intrepidez, su maternidad y su desgracia, sino porque lo está demoliendo. «Los cuerpos son honrados», como dijo Max Frisch, y, al fin, la sociedad patriarcalista le ha concedido a la hembra el derecho a su propia honradez: ya no tiene que dramatizar. Se entrega porque sí, lúdicamente. El falo, sabedor de todo esto desde hace siglos, se torna irónico.

La irresponsabilidad genital en que nos sitúan los anticonceptivos, viene a liberar a la mujer de las exigencias del honor y la honra calderonianos (cosas en las que quien menos creía era Calderón). La más honesta, en el matrimonio, era la más medrosa ante los peligros del embarazo extramatrimonial (mucho más peligroso que hoy el embarazo extrauterino). Con los anticonceptivos femeninos, ha perdido su valor la virginidad de la noche de bodas, por ejemplo. La mujer ha acostumbrado al hombre a prescindir de una exigencia que antes era fundamental. Dado que las mujeres ponían en peligro su integridad en la cama, se les podía exigir fidelidad/castidad absolutas. Era una exigencia basada en un riesgo más que en una sumisión.

Hoy, cuando los anticonceptivos han banalizado las relaciones —se disolvieron sin ruido tabúes sociales y religiosos—, la virginidad ha perdido valor, por lo mismo que su caída ya no es un riesgo de nada. La hembra se ha arriesgado menos, mucho menos. Antes, sólo se arriesgaban las más bravas. La píldora las ha igualado a todas en bravura. Y como las exigencias del macho no tenían otra fuerza, en el fondo —y aparte folklore «ideológico»—, que un peligro/castigo, el embarazo o la deshonra social, he aquí que el macho se ha educado, ha ido transigiendo en silencio, ha ido reconociendo, sin reconocérselo a sí mismo, que la suya, la noche de la boda, «a lo mejor no». A lo mejor no es virgen.

Ultima reacción del machismo andante: mantener relaciones prematrimoniales con su futura. Casarse luego con su amante. Anticiparse a lo inevitable. Acceder a la promiscuidad, entrar en ella. Ser, cuando menos, uno más, burlador/burlado, y no el burlado único ante el farallón sin rostro de los burladores.

El falo que no engendra, el falo desdramatizador de la relación sexual, hoy, ha conseguido incluso tornar oscuramente cínicos, ya que no irónicos, a los maridos y prometidos más calderonianos.

Estamos, parece, en el buen camino.