28. EL FALO MÚLTIPLO
Se ha hablado, aquí, más de las funciones sociales/asociales del falo que de su función zoológica fundamental: el gozo, el goce sexual.
Según la zoología, sí, la mujer goza «nueve veces más que el hombre». El falo, así, no sería sino el múltiplo del placer femenino. La respuesta sexual femenina es, por lo general, muy superior a la masculina, al menos en teoría, pero hay un dato que se oculta entre los datos: la mujer que puede gozar de sí misma, consigo misma, con otra mujer o con un objeto, realiza esa multiplicación óptima por nueve cuando el múltiplo es el falo.
La mujer, incluso, prefiere un placer menor, pero fálico, a un placer mayor inducido por otros procedimientos. El factor emocional —penetrativo—, es un factor con el que no se cuenta, y con el que hay que contar. Orgasmos aparte, la mujer necesita, exige ser penetrada, porque esta penetración supone la experiencia total del mundo, el pasar del mundo a través de su cuerpo, experiencia a la que aspiran todos los cuerpos vivos, y que es como la situación límite de la vida, un tenerlo todo en sí, concentrado en algo.
El falo, aparte su función de múltiplo del placer femenino, busca su placer propio, el desahogo, la «expulsión» de algo que es todo placer. (Incluso los placeres inversos de la ingestión: bebida, drogas, que también expulsan algo de nosotros: expulsan el yo angustioso.)
Si hemos dicho en otro momento de este libro que la mujer disfruta de sí misma mediante un falo, también ocurre, contrariamente, que el falo disfruta de sí mismo mediante una mujer. Pero en menor medida. El gozo/goce del falo es fundamentalmente penetrativo, predatorio, indagatorio, el falo es una pregunta por el Otro, por lo Otro, por la otra, y el recorrido casi acuático que hace el falo, hasta el fondo de la caverna femenina, tiene mucho que ver, metafóricamente, e incluso físicamente, con la penetración de Ulises en las grutas del mar, con todas las profanaciones mitológicas, reales, ideales, de los secretos de la tierra, sobre todo en esa zona ambigua, máximamente sexual, líquida, fluida y cambiante que es el territorio en que la tierra y el mar intercambian besos, secretos y caricias, a lo largo de los litorales. El placer del falo es zoológico en cuanto eyaculativo y es poético en cuanto indagativo.
Todo falo es un Ulises penetrando las oquedades, mancillando las playas de la íntima geografía femenina, y podría hacerse una lectura de Homero y su héroe como el hombre fálico por excelencia, el hombre que profana/penetra la inmensa y compleja vagina del Mediterráneo, mar interior, secreto y femenino. El Mediterráneo, ¿mar femenino?, tituló Zweig un libro suyo.
Queda escrito en este ensayo, me parece, que el macho, no pudiendo descifrar el enigma femenino, la mujer como enigma, lo destruye, destruye el perfil enigmático de la mujer mediante el embarazo.
Eso le tranquiliza en cuanto al enigma y le ratifica como macho. Pero, cuando es, digamos, un «profesional» de la mujer, sabe que lo vertiginoso que hay en ella es la posibilidad de pasar al otro lado de su alma, como Rilke, en Ronda, en una experiencia místico/lírica, pasa «al otro lado de las cosas». Si el amor va bien, si el sexo va bien, si la mujer entrega su cuerpo como única alma disponible, si se deja llevar por la marea masculina, o su propia marea atrae al hombre a las playas más íntimas, resulta que, de pronto, hemos pasado al otro lado de las cosas, «al otro lado de la mujer».
Esto no quiere decir, naturalmente, que hayamos descifrado su enigma (llamo enigma, sencillamente, a la distancia sinuosa que hay entre macho y hembra). Esto quiere decir que «nos hemos saltado» a la mujer, a la mujer de este lado, y que estamos ya en la otra cara de la luna, sin conocer la de acá. Lo que más nos gratifica sin saberlo, sin saber dónde estamos, es que estamos, después de una cópula lograda y profunda, del otro lado de la mujer.
Tierra incógnita que sospechábamos, pero a la que no sospechábamos llegar jamás. La mujer, naturalmente, es, cuando menos, dos mujeres, la de antes y la de después del orgasmo/os. El enigma no se ha resuelto, ni falta que hace, pero ha quedado atrás. Las distancias se han acortado, se establece una comunicación real o, cuando menos, una «realidad».
Quiero decir que al fin ocurre —ha ocurrido— algo verdadero en la comedia hombre/mujer, algo verdadero/valedero. Y esa verdad, siquiera sea meramente zoológica, comienza a generar de inmediato una realidad, múltiples y menores realidades que hacen grata, extraña y como flotante la convivencia, la intimidad. Por eso toda relación sentimental debe comenzar a partir de la cama, y no convertirse en un largo camino hacia la cama, según las relaciones tradicionales. Porque, en primer lugar, mediante la copulación, nos hemos saltado el enigma femenino, tan desasosegante, y porque, en segundo lugar, hemos conocido a la mujer/otra, que es con quien realmente deseábamos mantener una relación (quizá de toda una vida: la conyugalidad está más latente en la especie de lo que pensamos, sin perjuicio de la azarosidad sexual, también latente/vigente). Esa realidad del otro lado, o ese otro lado de la realidad (en el sentido en que Rilke decía que «la música es el otro lado del aire»), es el territorio real/irreal de una relación hombre/mujer, de toda relación verdadera. Tengo escrito aquí que la circunnavegación del mundo es una hazaña fálico/renacentista. La circunnavegación de la mujer, también.
Se ha dicho que cada sexo pasa al terreno del otro, en la cópula. Yo diría, más bien, que, antes de confundirse, lo que hacen es mostrar/ofrecer sus continentes ocultos, sus Atlántidas sumergidas, tanto él como ella. «El acto de la posesión, en el que nada se posee», decía Proust. Se posee un continente nuevo.
El falo múltiplo (múltiplo del placer femenino) es la llave/clave que nos abre el otro lado de la fortaleza sexual, la estancia cerrada de la feminidad, el camino que lleva a la mujer otra, a la otra mujer que hay siempre en la que conocemos/desconocemos. Después de los orgasmos, la mujer, el cuerpo de la mujer renuncia involuntariamente a su juego de fascinaciones (fascinaciones, quizá, igualmente involuntarias) y cae en una pureza de cosa lograda, en una inocencia de deseo aplacado que es como anterior al «pecado original».
Lo que tiene de increíble el mito del Paraíso y la expulsión de la pareja es —aparte su ahistoricismo, naturalmente—, que va contra la naturaleza de las cosas. El hombre y la mujer, cuando han saciado su deseo, cuando se han saciado venturosamente uno del otro —saciado, no hastiado—, recaen, como digo, en una inocencia original («original» de inédita y «original» de origen), reposan en las playas de un Gauguin que jamás hubiese sido Gauguin, en esa playa que es siempre un cuerpo para otro cuerpo.
La ira de Dios, del Destino o de cualquier otra mayúscula bíblica, va contra la realidad de las cosas, sí. Pasar por el amor es purgarse de uno mismo en el vértigo del otro, de «lo esencialmente Otro», y esto trae paz incluso en los amores mercenarios (salvo los viejos traumas, ya superados, de violaciones y embarazos «por amor»). La Biblia no tenía razón, contra lo que afirma el título famoso. La inocencia no es anterior a la caída, sino posterior.
Mediante el falo múltiplo (si no hay multiplicación de los orgasmos femeninos no hay paz ni amanece, en la mujer, la mujer/otra) se pasa, sí, al otro lado de la mujer y al otro lado de las cosas, un poco como Rilke. Al otro lado de todas las cosas del mundo que hacen nido de paz en el cuerpo desnudo, y de nuevo inocente, en el cuerpo de la mujer.