3. EL FALO/ICONO
Me lo preguntan unas periodistas catalanas (y sospecho que feministas), al explicitarles mi proyecto de un libro sobre el falo:
—¿El falo como qué?
—El falo como icono.
Estoy improvisando, pero me parece que la improvisación vale, que eso hay que desarrollarlo. El falo irónico. Se me acaba de ocurrir en el hotel donde me entrevistan. Nunca se me hubiera ocurrido en casa. ¿Se le ocurren a uno más cosas en los hoteles que en casa?
Antes de resolver esta profunda cuestión, deduzco que la dicha improvisación no es tal: si yo he dicho «el falo/icono», sin reflexionar, es porque tenía ya una idea icónica del falo. Una idea cultural, personal, qué más da.
El falo ha sido icónico, en casi todas las culturas primitivas, y no por iniciativa de la mujer, sino del hombre, claro, que era quien llevaba las iniciativas. Pero si el falo icónico se ha impuesto, se ha desarrollado, ha llegado hasta nuestros días, es porque la mujer remota lo aceptó en principio, porque la mujer lo esperaba.
No sólo el falo es el primer icono de la humanidad, la primera figura erecta que se le aparece al hombre/mujer, con su eréctil misterio, sino que toda la iconografía posterior (y hablo obviamente de la religiosa) tiene calidad/cualidad de falo.
Los iconos rusos, naturalmente, son el mejor ejemplo. Cristos, Vírgenes y santos que, en madera u otras materias, no están muy lejos, por su tamaño, de las dimensiones del falo, y están muy cerca, por su disponibilidad, del miembro sexual masculino.
El icono es un falo para penetrar a Dios. El falo es un icono natural que atenta contra Dios (contra casi todas las morales religiosas establecidas). De modo que el falo sería el icono/contraicono, el icono blasfematorio, lo cual le hace, naturalmente, más sagrado.
La sacralización del falo, mediante el ocultismo/oscurantismo de las culturas/inculturas tradicionales, deviene sacralización laica (valga la contradicción, que es muy fecunda, como todas las contradicciones conceptuales) en nuestro tiempo. La mujer decidida a «saberlo todo», a «gustarlo todo», busca directamente el falo irónico, en cada hombre (en cada hombre que elige o le interesa), quizá porque, más allá de la franela gris y el portafolios, más allá de las subidas de éxito y dominio macho, lo único sagrado que aún puede encontrar en el hombre de hoy es el falo.
El hombre ha perdido misterio desde que se quitó la armadura medieval. Su mano ha perdido magia desde que olvidó el guantelete donde se posaba un halcón cazador. El hombre se ha desacralizado a sí mismo, y la mujer, que evidentemente quiere tener un orgasmo, pero un orgasmo sagrado, busca directamente el falo, no por impaciencia, sino porque el falo es lo único puro, exento, impuro, mágico, mitológico, icónico, que le queda al hombre en su alma y en su cuerpo.
El falo icónico es, naturalmente, el falo erecto. Un falo renuente puede desmentir por sí solo toda la mitología machista/feminista sobre el falo. El falo renuncia con frecuencia. El falo no es una bandera que se iza cuando la autoridad lo dispone. Y precisamente esta cualidad misteriosa de la erección (toda la fisiología moderna no ha llegado a explicarla, ya que en condiciones óptimas puede no producirse, y a la inversa), es lo que le confiere ante la hembra su cualidad sagrada.
El falo es misterioso porque ni siquiera la ciencia ha conseguido controlar sus erecciones. El falo y la imaginación son los últimos reductos de la libertad del hombre. Dicen que los decía Luckács: «He reducido a dialéctica la literatura universal, pero no sé qué hacer con Baudelaire». Del mismo modo, el falo/Baudelaire se rebela contra las precisiones de Masters y Johnson, de Reich, de Freud, de Margaret Mead, de María Bonaparte.
El falo tiene una conducta irracional, como que está regido por el más profundo irracionalismo cerebral, y eso es lo que le torna mítico y mágico: icónico. Los iconos hacen milagros ajenos a sí mismos: aumentan la cosecha o curan a un niño. Los milagros del falo icónico se restringen a él: se inerva (no enerva, que es todo lo contrario), cuando quiere y contra toda lógica. Su conducta es un milagro no controlado.
Se hace los milagros a sí mismo. Es lo que tiene/no tiene de icono. Es, como el icono, el arma para agredir a Dios: una petición religiosa es una exigencia, y una exigencia es una agresión. El falo icónico es agresivo como icono (eréctil) y reverente como falo.
Cualquier lector/escritor dotado del «don de la obviedad», me diría: «El falo es sagrado porque es fecundo, porque es engendrador». No.
La adolescente que aún no piensa en descendencia, la menopáusica que ya ha sobrepasado los procesos de la maternidad, siguen teniendo una idea icónica —y obsérvese que no digo «sagrada», por moderación— del falo. Tampoco es que el prestigio fecundador del falo se haya hecho extensible hacia atrás y hacia adelante. La fecundidad (de la que el falo sólo es vehículo, pero que está depositada en los testículos), le confiere al falo un prestigio menor, secundario, fáctico, doméstico. El prestigio mágico del falo comienza, precisamente, allí donde se prescinde de su capacidad de engendrar.
El falo es la aguja que cose el cuerpo de la mujer a sí misma, a su identidad errante, la puntada/punzada fundamental que la mujer necesita para pespuntear su alma con su cuerpo. Eso que llamamos el alma y eso que llamamos el cuerpo, que no tienen mucha más realidad lo uno que lo otro. Ni mucha menos. El falo es aguja que cose vida a la vida.
Desde Freud, la mujer necesita llenar un hueco con el falo o con el hijo. Todo el psicoanálisis, o gran parte del psicoanálisis, tiende a la identificación hijo/falo. Habría que intentar una desidentificación. Contra la idea reaccionaria del hijo fálico, o del falo como anticipación del hijo, propondríamos la idea de que la mujer, de pronto, ha encontrado la manera de resolver su vacío mediante el falo. El falo icónico es todo lo contrario del falo fecundante, aunque se trate del mismo falo. El falo funda una religión en cuanto que no procrea (y a esto ha contribuido la esterilidad artificial de la mujer: píldora, etc.). El falo icónico, del que sólo se espera placer, juego e identidad asimilable de un macho, es el falo sacral de nuestro tiempo.
La mujer se ha salvado de la fecundación, pero se ha consagrado involuntariamente, encadenadamente, a un falo tanto más fascinante por no/funcional, por meramente lujoso. El falo es el icono, hoy, de las vagas religiones que tienen por dios el placer y el juego. El falo es el icono de la religión de los cuerpos.