2. EL FALO SIN FILO

El falo, en la infancia, no tiene filo. No es aún la espada o el florete que va a ser luego en la vida del hombre. El falo infantil es tan reprimido como la vagina infantil (y no digamos el clítoris, absolutamente ignorado en nuestra ruda anatomía sexual).

El niño sabe que tiene un falo, y, quizá, instintivamente, se enorgullece de él, pero siempre contra lo establecido. Y lo establecido es una disciplina del falo ausente, como hemos dicho en el capítulo anterior. Las feministas, que tienen razón en todo, no la tienen en esto de la potenciación infantil del macho.

El falo, precisamente por visible, por ostensible, por escandaloso, es lo más reprimido de cualquier educación sentimental burguesa. El niño, pues, tarda mucho en saber que tiene un falo, o que tiene un falo sin filo, un falo sin capacidad de agresión o de conquista. Cuando lo sabe, ya no es un niño.

Incluso esas experiencias que se cuentan, poco significativas, de niñeras que juegan con el falo del niño, no resultan positivas respecto a la positivación del falo. El niño vive eso borrosamente, cobardemente, o sea que no lo vive.

La experiencia posterior, la prostitución, tampoco le resuelve mucho las cosas al respecto, ya que las meretrices se comportan con el falo como el mercader con la mercadería.

Lo cotizado, en una casa de lenocinio, es la vagina de la mujer. El falo es la inversión a fondo perdido. Y el adolescente sale de allí con la convicción de que su falo es una piltrafa que no vale nada. Ignora en absoluto la sacralización universal del falo, aun cuando haya leído en enciclopedias y otros textos lo referente a las religiones del falo.

Eso le parece sólo arqueología.

La sociedad patriarcalista quiere hacer del hombre un macho, del macho un hombre, pero, por retenciones religiosas, no le explica lo fundamental: que tiene en su anatomía un puñal damasquinado, una daga de sangre y deseo que puede («serafín de llamas») incendiar el mundo. Hay una religión femenina universal del falo, pero el hombre tarda en enterarse de eso, porque los otros hombres no lo saben o no se lo dicen, y, sobre todo, porque las mujeres lo callan. Viven el falo, las mujeres, como icono único de sus vidas, pero apenas lo expresan y raramente lo han escrito (se dice que porque no las han dejado), así que le es difícil, a un adolescente, establecer la dualidad falo/filo, saber que su falo corta el mundo en dos, como un filo, que su arma secreta mueve el mundo. Asusta al mundo. (Las armas del mundo, de la espada al misil, no son sino sublimaciones bélicas de un falo frustrado como tal.)

Si Reagan (que es el que manda al momento de escribir) no fuera un sordo total que ni siquiera oye el estruendo del day after provocado por él, y cuyo timing público no dura más de diez minutos, sus proyectiles falo/nucleares no estarían tan impacientes por entrar en fuego. Reagan se realiza fálicamente, gracias a la guerra o sus preparativos. Y Chernenko, otro anciano, lo mismo. La guerra planetaria no es mucho más que la exasperación fálica de dos ancianos.

Por eso siempre es viciosa y siniestra la gerontocracia, desde los Consejos de ancianos de la tribu hasta los pentágonos/politburós matinales, presididos por ancianos que la noche anterior han fracasado en la cama.

Las feministas se han quejado mucho, y con razón, de la represión infantil en favor del macho. El macho podría quejarse igualmente de la represión infantil en favor de la hembra.

La niña era pura porque su cuerpecillo aparecía exento de ese puñalito de sangre y empuje que es el falo infantil, falo-sin-filo. Lo que había que ocultar era lo evidente, y lo evidente era y es el falo. El insobornable falo de todos los veranos y veraneos infantiles: «Lentos veranos de la infancia / horas tendidas sobre playas», dice Jorge Guillén. El niño tiene algo que ocultar, un pequeño bulto, y el que tiene algo que ocultar es obviamente culpable. (En otro momento hablaremos, quizá, del falo culpable.)

Así, el niño vive un falo sin filo. Lo naturalmente bello, sugestivo, encantador, nacido para gustar, es la niña. El niño, estando en posesión de un arma blanca, no lo sabe hasta muy tarde o no lo sabe nunca. Familia/sociedad se lo ocultan, no por móviles inmediatos, como le ocultan su sexo a la niña, sino por un terror inercial, ancestral, tribal, a los desencadenamientos del falo.

Falo sin filo, el falo infantil, y no sólo porque aún no se ha templado en aguas sexuales, como la «recia espada toledana» de la zarzuela o lo que sea, sino porque hay una conspiración universal, implícita, callada, de las mujeres, para ocultarle al niño (y al hombre) que la religión del falo es la más antigua y más vigente entre todas las religiones de la tierra.

Ay si el niño supiera, si supiera. Toda la inseguridad adolescente, todas las crisis de identidad salen de que el hombre joven ignora su centro (alguien habló de «la pérdida del centro»), e ignora, sobre todo, que la fábula del falo, vigente a través de los tiempos, es la que se impone en la vida, los negocios, la imaginación y el amor.

La fábula del falo ha sido forjada por las mujeres, naturalmente, mediante tradición oral, mucho más que por los hombres, que, con sus baladronadas fálicas, más bien habrían contribuido a destruir esa fábula. La fábula del falo, en su versión infantil, que es la que a todos nos ha llegado cuando niños, tiene, en principio, incómodas connotaciones homosexuales (el niño carece de mujeres a su alcance), de modo que, cuando racionaliza todo esto, encuentra su falo culpable de alguna venial transgresión homosexual, y lo rechaza. (A no ser que se trate de un auténtico homosexual.)

Dos maneras muy masculinas de rechazar el propio falo: hacerlo soluble en mil vaginas de mil mujeres o castrarse espiritualmente para siempre, mediante la castidad. Sin duda, el primer procedimiento resulta más usual que el segundo. En el donjuanismo asumido hay mucho rechazo del falo, mucho autorrechazo.

Se trata de devolver el falo a su escondrijo natural y nauseabundo: la vagina de la mujer. Se trata de no ver el propio falo culpable. El donjuanismo, en este sentido, sería una castración voluntaria y reiterada que practica Don Juan, católico al fin, por librarse de su inmundicia en la inmundicia natural que es la mujer.

Se tarda mucho en asumir el falo.