11. EL FALO UNÁNIME

Nos hemos referido en el capítulo anterior a aquellos primeros tiempos de la cultura sexual en que los físicos y organicistas propugnaban el orgasmo unánime, el orgasmo simultáneo de la pareja como plenitud y perfección.

Era el último intento religioso de la religión —cualquier religión: religiosa o científica— por redimir al «monstruo de dos espaldas», a «la bestia rosa». Parece que la pareja unida en un sublime-transporte ascendía a no sé qué cielos, se redimía a sí misma de lo puramente zoológico. El orgasmo simultáneo venía a ser algo así como la Comunión de los Santos. Y naturalmente que el orgasmo simultáneo es bueno, pero, contando científicamente con la irregularidad humana, como ideal erótico, ya que la mayoría no lo van a conseguir.

Es un ideal religioso, ya digo, como todo proyecto que pretenda recordar de alguna forma la-armonía-de-las-esferas. Según ambos Ellis, la tragedia sexual norteamericana (y de la mujer civilizada en general), está en la frigidez. La frigidez se resuelve siempre, naturalmente, con paciencia, dedicación y sabiduría. La mujer tiene que tener un orgasmo, o muchos, unánimes o no con los del macho. Por afán platónico de unanimidad, se frustran muchos orgasmos en gloriosa precariedad. El falo unánime (que quiere serlo, en su eyaculación, respecto del orgasmo femenino) es un falo pretencioso, condenado al fracaso, ya que la mujer frígida responderá mucho más tarde, y la mujer lábil (de orgasmo fácil y múltiple) responderá constantemente, al margen de la pobre provocación masculina.

Este slogan, naturalmente, tomado de la publicidad diaria y referido a otra cosa, contiene una riqueza subliminal, deliberada.

Hay que empezar «corriéndose». Pero la mujer, en un setenta por ciento estadístico, cuando menos, tarda en correrse. Mal consejo para los machos, empezar corriéndose. El hombre, después de que se ha corrido, a lo mejor se duerme. Y mal consejo para las hembras, porque sólo un diez o quince por ciento de privilegiadas se corre ya en los primeros trancos del amor.

Quede esto claro: en la fiesta del orgasmo, el orgasmo es lo único que no importa. Importa la autodroga sexual, libidinal, que puede perfumar una existencia, o una noche, pero el orgasmo es fugaz y defectivo.

Si alguien no lo tiene, durante la orgía, lo remediará con la masturbación, porque, como ya viera Quevedo en el XVII (y se ha citado en este eruditísimo tratado), media humanidad vive «amancebada con su mano».

Lo que importa, en la fiesta orgásmica (y por aquí volvemos, curiosamente, a las «buenas maneras» versallescas), es la conducta.

La conducta del falo, claro.

El falo unánime, o con aspiraciones de tal, es un falo que se cree un cisne rubeniano y quiere cantar al mismo tiempo que él muere y la hembra grita. El falo posmoderno, civilizado, experimentado, espera como la espada del matador, embozado en lo rojo de la sangre que llena sus cuerpos cavernosos, como en lo rojo del capote, para actuar triunfalmente ya sobre seguro, como un fin de fiesta que la hembra no se esperaba.

Es la única manera de quedar «a tope».

El falo unánime sólo lo recomiendan los curas y algunos médicos sacerdotales que son, naturalmente, otra clase de curas.

Quiere decirse que la fiesta sexual (de dos, preferentemente, ojo), es una fiesta libre, irregular, «con la alegre irregularidad de la vida», natural y sabia al mismo tiempo, donde cada uno, el hombre y la mujer, llegan a deslizarse hasta los límites de sí mismos, descubriendo, a su vez, que esos límites también son deslizantes.