21. EL FALO LUMPEN
Según el cuadro que más o menos hemos descrito en el capítulo anterior, sólo el falo lumpen se salva de esta discriminación económico/social que lo mantiene a distancia, inexistente. Carlos Marx acuñó el término lumpenproletariat para designar a los obreros que, sin conciencia de clase, o con exceso de lucidez, se marginan de los procesos de la explotación y la producción para vivir su vida: vagabundos y otras especies.
La idea no es nueva, y viene de las ciencias naturales. Entre las bandas de primates hay siempre unos cuantos individuos que viven a la orilla de los ríos, ajenos a las pautas de la comunidad, y que sin duda son lo más humano de esa especie que dio vida al hombre.
En la física, esto tiene su equivalente en los átomos atípicos de que nos habla Einstein, y que son los que alteran la materia con su conducta irregular, dando ocasión, quizá, a importantes transformaciones y, en todo caso, salvando al mundo de la entropía.
Don Juan y Casanova son, quizá, los máximos ejemplos de falo lumpen, y hoy sólo podemos entender a estos personajes —el uno mítico, el otro real— como terroristas del sexo. Como revolucionarios.
Dice Rubert de Ventós en su último libro, Filosofía y/o política, que la necesidad de tener el mundo en orden, de poner orden en el mundo, desde los astros a los enseres de cocina, es una necesidad primitiva, una necesidad de los primitivos, nacida, naturalmente, de la inseguridad. Dice Ana Belén en una reciente entrevista: «Me da mucho miedo la gente que lo tiene todo claro».
O sea, que los grandes filósofos, hasta Hegel o Marx, no hacen sino moverse dentro de una inercia primitiva, religiosa, que les lleva a poner orden en lo desordenado. Hacen, así, como el niño que, según el psicoanálisis, sustituye a la madre ausente, durante la noche, haciendo él de madre para con el osito de trapo. Obviamente, el osito es él mismo. Necesita tanto a la madre que se constituye en ella. Los filósofos necesitan tanto a Dios que se constituyen en él, una vez perdida la fe. Nos explican un mundo que ya no puede explicarse por la palabra Dios.
Los grandes ateísmos son religiosos.
El falo es una religión, es un icono para las culturas primitivas. Cuando se empiezan a saber cosas del falo, de Dios, de la filosofía, de Hegel, del osito de trapo y de la madre, caen las grandes seguridades. Comienza la modernidad. O la postmodernidad, que no es sino el proyecto que se hace a partir de la carencia de proyectos que es la modernidad/inseguridad. La modernidad/relatividad. El relativismo científico de Einstein ha tenido más éxito en sociedad que en ciencia.
A nuestra hermosa actriz y cantante «le da mucho miedo la gente que lo tiene todo claro».
Al falo le dan mucho miedo las mujeres que lo tienen todo claro: liberadas, feministas, ninfómanas, donjuánicas, casaderas, tobilleras, niñas de Serrano y meretrices.
El falo es un pez que sólo navega a gusto aguas de intimidad. Lo último que se ha descubierto en cibernética es «la arteriosclerosis de las máquinas». Una mala noticia para quienes pensaron en los robots como en unos epsilones que nos iban a redimir de toda tarea. Me lo dice en un cóctel mi amigo Vasallo, madrileño con quien hice gran amistad en Estocolmo, cuando él andaba recorriendo el final de las embajadas:
—En Estados Unidos, Umbral, los escritores trabajan ya con procesador de datos. Le dan a una tecla y les salen todos los sinónimos que necesitan.
—Grave error, porque en el inglés, como en el castellano, no hay sinónimos.
Trasantaño, los sistemas filosóficos cerrados, hoy los procesadores de datos, no son sino recursos para remediar la impotencia creadora del hombre. Pero los procesadores están ya tan arterioescleróticos como los filósofos. El hombre vuelve a encontrarse a solas consigo mismo. Después de los dos Ellis, después de Freud, de Reich, de Masters y Johnson, después de Margaret Mead, después de la industria del sexo, después de la química artificial del sexo, el hombre lúdico/erótico, el hombre del olvidado Marcuse, vuelve a encontrarse a solas consigo mismo y con su falo. La magia del falo funciona cuando funciona, como la magia de la prosa. No hay procesadores que valgan. Más que todos los sistemas de seguridad, lo que vale es quedarse sin sistema y a ver qué pasa. Don Juan y Casanova, los dos máximos ejemplos —renacentista/romántico el uno, ilustrado el otro— de falo lumpen que hemos puesto al comienzo de este capítulo, no contaban con los estímulos de Masters y Johnson. Se limitaron a utilizar el sexo como escándalo, como provocación, como transgresión, como anarquía, como terrorismo, como revolución, dentro de unas sociedades cerradas que hicieron saltar. Su revuelta, claro, es personal.
El falo lumpen es el falo que ha tomado conciencia de las represiones/convenciones sociales, del economicismo sexual que le ignora o degrada, y entonces decide actuar «como un cuchillo, como una flor, como absolutamente nada en la vida», por decirlo con palabras del también olvidado Saroyan. Es el falo marginal.
Las nuevas mocedades occidentales viven ese falo marginal, con lo que, aparte de realizarse sexualmente, rompen los vampirismos del falo, invierten el juego y se convierten, ellos y ellas, en los dueños del falo, que ya no les tiraniza. El falo lumpen, que hoy se identifica casi completamente con el falo adolescente, es la última defensa contra una sociedad «procesada» (en los dos sentidos de la palabra). Lo dijo Luckács: «He ordenado la historia de la literatura, pero no sé qué hacer con Baudelaire». Aquí hemos hablado del falo/Baudelaire, que es en buena medida el falo lumpen. El pez que «pescará» siempre en aguas inopinadas. El «margen residual» (Pániker/Rubert) en que aún se puede vivir el sexo en libertad.
O la libertad como una conquista de la sexualidad.