7. EL FALO/FELINO

Observo la conducta fálica de mis gatos. El gato, aparte la masturbación (contra cualquier objeto adecuado, contra la manga de mi bata, incluso), o después de la fornicación, se separa, se aísla para lamer, chupar, aliviar, disfrutar su propio y diminuto falo rojo.

Esto es común a casi todas las especies mamíferas, excepto a la humana. Aquí hay una tragedia: el hombre pertenece a la única especie mamífera que no disfruta bucalmente —«oralmente», dirían, quizá, los yanquis— de su propio falo. Esto, en principio, no parece grave. ¿Qué niño no ha jugado a cogerse el falo con la boca, en retorcimientos imposibles? Pero esto, que no parece grave, da lugar a innumerables situaciones de homosexualidad. Lo único que no se ha dicho de la homosexualidad, quizá, es que el hombre disfruta oralmente del falo de otro hombre porque no tiene a su alcance el propio.

Es uno de los privilegios que el homo erectus perdió con su verticalidad: la flexibilidad suficiente para llegar con la boca a su falo, para conocer el sabor de su falo, que conocen otros hombres o mujeres, pero no él. La homosexualidad, en este sentido, tiene mucho de auto-sexualidad: se verifica un falo extraño porque no se puede verificar el propio. Y esto que digo queda confirmado, a niveles más gratos, por la facilidad con que besamos la boca de la mujer que ha degustado nuestro falo.

La señorita de Serrano detesta el que uno eyacule en su boca. La acratilla experimentada recoge el semen con fruición, e incluso remata la operación aprovechando el sobrante con la lengua. Científicamente, tenemos que decir (aunque no seamos nadie para hablar científicamente) que tiene razón, y adopta una actitud más higiénica, la joven acratilla.

El riego espermático, vía vaginal, nutre a la mujer y embellece su cutis (aparte los beneficios neurológicos de las descargas electroquímicas del orgasmo). El semen obtenido por la mujer directamente, mediante felación, también nutre y no daña (a más de la unificación de dos placeres, el sexual y el bucal, en uno solo, más el lirismo —lirismo es sorpresa— de esta forma de asimilación del semen masculino).

La felación, llevada hasta la eyaculación, justifica plenamente el injustificable falo/Baudelaire, de que ya se ha hablado aquí, y le proporciona a la mujer un conocimiento más completo del hombre, y no diré más profundo, porque no creo en la profundidad, que es el pseudónimo moderno del alma medieval. La mayor y mejor interpenetración intelectual de una pareja no es la penetración fálica (tan recomendable, por otra parte), sino el conocimiento gustativo de felaciones y cunnilingus, que pueden tener una funcionalidad excitativa y previa, pero que también son fines en sí mismos, maneras de obtener el sabor final y más recoleto de un cuerpo/alma, de un cuerpo almizado, de un alma corporalizada (ya que nos es tan difícil, por inercia, renunciar a estas nociones).

El falo/felino es, sí, en primer lugar, el de todo mamífero que disfruta oralmente de su falo. En una novela de Kerouac, el protagonista se lo dice a una chica itinerante que siempre está comiendo cosas:

—Eres tan bucal…

El hombre no puede disfrutar bucalmente de su falo, y quizá éste sea el primer castigo que se cumple contra la verticalidad forzada de la especie. El problema se ha resuelto mediante la otra mitad humana, la hembra, que sí disfruta del falo del macho. (Hemos dicho en otro momento que la especie es un multicuerpo que se desea a sí mismo.) Que disfruta bucalmente, quiero decir.

De modo que el hombre necesita a la mujer, no sólo para disfrutar de ella corporalmente, sino para disfrutar de sí mismo. La mujer completa el narcisismo del cuerpo masculino. Como el hombre completa el narcisismo del cuerpo femenino. La mujer, por iguales razones anatómicas, no disfruta bucalmente de su sexo.

Ha de hacerlo a través del hombre (o de otra mujer, o de un animal). Los dos sexos se necesitan uno al otro, no para disfrutar uno del otro, como establecía ingenuamente Kant, aludiendo al contrato matrimonial, sino para disfrutar del sexo propio. Eso que los animales hacen con tanta naturalidad, a efectos aparentemente higiénicos, pero sólo aparentemente. La mujer, que rige toda la vida natural (el hombre sólo rige la Historia), puede resolver el trámite del orgasmo mediante la masturbación, pero sólo se conocerá profundamente a sí misma mediante la penetración, y a estos efectos de penetración resultan cómicas y lamentables todas las ortopedias de lesbianas, corazones solitarios y supuestas autosuficientes.

El ser humano, para conocerse a sí mismo, necesita de otro ser humano. Esto es lo que torna casi metafísica la relación. El hombre sólo puede agotar su cuerpo a través de una mujer. La mujer sólo puede agotar su feminidad a través de un hombre.

Despejada la tensión corporal, el hombre y la mujer piensan más claro. Pero vuelven a pensar, finalmente, en su dependencia de una figura del sexo contrario para ser ellos mismos. Nunca nos conocemos tanto a nosotros mismos como cuando alguien nos saca de nosotros. El amor, como dijo el humorista, es cosa de tres. El hombre, la mujer y (esto no lo dijo el humorista) el resultado sexual hombre/mujer.

Dependemos, pues, no de los otros —generalización vaga—, sino de otro. Somos incompletos. Sólo nos completaremos gracias a un adversario sexual. El falo/felino es ese adversario, para la mujer, ya que el falo tiene muchas características felinas: es una cosa eréctil y retráctil, silenciosa y paciente, traicionera y rampante.

Mi gato, como casi todos los mamíferos, tiene comercio directo entre su boca y su pequeño falo triangular. El hombre, al adoptar la posición vertical (o lo que resultó del animal que adoptaba esa posición), se distanció para siempre de su falo.

La mano, a estos efectos, resulta extranjera. «Vivía amancebado con su mano», dice Quevedo de un masturbador. Amancebado, no legítimamente unido. El cerebro de la mujer queda muy lejos de su sexo. Aquí sí que hay una dualidad, y no en la teología. La unidad sexo/cerebro, en la mujer, sólo la realiza el falo. (Se habrá observado que todas las maquinaciones masturbatorias, más que reunimos con nosotros, nos dispersan extrañamente de nosotros mismos, nos «desdoblan».) La mujer necesita el falo como la única puntada que la cose férreamente, dulcemente, consigo misma.