10. EL FALO FANTÁSTICO

Los tiburones navegan emparejados, en cópula de meses, por los mares, y este emparejamiento largo y deslizante es la mejor y mayor imagen que nos ofrece la naturaleza en cuanto a copulaciones fantásticas (también está el amor de las ballenas, claro).

La cultura ha producido muchas fantasías sexuales, muchas fantasías fálicas, pero uno entiende, por falo fantástico, antes que aquél que ha sido objeto de fantasía, este otro que fantasea por sí mismo, y que suele ser ni más ni menos que —ay lo siento— el falo cotidiano.

Nuestras fantasías sexuales son, más o menos, nuestros sueños diurnos, para los psicoanalistas. Pero Shakespeare dijo de una vez para siempre, a la inversa, que «estamos hechos de la materia de nuestros sueños». Esto quiere decir, en cierta medida, que nuestros sueños son materiales, tan materiales que con frecuencia se desenlazan en orgasmo. Tarzán, en las novelas de Edgar Rice, no consigue distinguir la realidad del sueño, hasta el punto de que llega a dejarse comer, o casi, por un león, suponiendo que sueña. No hemos progresado mucho respecto de Tarzán.

Quiero decir, en fin, que lo inquietante del falo fantástico o fantaseante no es que nos proporcione mujeres de sueño en la vigilia (casi siempre muy identificables en una vecina o una meretriz habitual), sino que hace un sueño de cada cópula con mujer real, con vecina o meretriz real —«la mejor musa es la de carne y hueso», dijo el poeta—, por defecto o por exceso.

Por dispersión sexual del macho, en fin.

Hay un ejemplo habitual, costumbrista y nauseabundo: el marido que monta a su santa esposa a oscuras, o con los ojos cerrados, pensando en Bo Derek, a la que acaban de ver juntos en el cine de los sábados. Pero hay algo menos banal que todo eso: la cópula perfecta, ideal, lograda, con la muchacha elegida, cópula que, sin embargo, nos deja algo así como la nostalgia de otra cópula más feliz, en el pasado o en el futuro, en un futuro/pasado sin determinar.

Juan Ramón Jiménez lo dijo en un verso en punta:

Nostalgia aguda, infinita, de lo que tengo.

Insatisfacción radical, esencial, del hombre/falo. No hay que confundir esta insatisfacción, este sueño de oro, ni con ningún «fallo técnico», por una parte, ni con ningún platonismo, por otra. Es, sencillamente, que, como hemos dicho en el capítulo anterior, la carne fantasea por su cuenta, a veces, independizada de la fantasía mental. Y no hablo de picnics carnales o rubensianos (ni siquiera rubenianos), sino que puedo ilustrarlo con otros versos del espiritualísimo Juan Ramón:

La carne, en otoño, dice,

transparente, que no había

más en ella, que ella puede

ser el más que ella se quita.

Difícil encontrar en la poesía universal una mayor estilización de la carne a costa de sí misma, una mayor espiritualización del cuerpo. Una espiritualización que para nada recurre al llamado espíritu, y de ahí su modernidad. La carne, ya sin más reservas ni deseo, dice y decide hacer un último esfuerzo, un último alarde —¿en bien de qué, de quién: de sí misma?— y «ser el más que ella se quita». Juan Ramón, poeta místico/erótico, explica bien, en estos versos tardíos, ese afán de la carne por su masallá (Juan Ramón también lo habría escrito todo junto).

Un más allá que no tiene nada que ver con la espiritualidad, con la espiritualización del sexo ni con la erotización del espíritu. Es la carne, el deseo, la lujuria, la libido, queriendo llegar más allá de sí misma por sus propias fuerzas.

A esto es a lo que, con cierta pobreza, llamo «falo fantástico». A unas fantasías sexuales que no suponen «orgía», sino armonía. Identidad de la carne consigo misma. Bienestar. Esto tampoco tiene nada que ver con el «orgasmo simultáneo» que, en tiempos, propugnaron para la pareja los científicos europeos, empezando por nuestro doctor Marañón, y que suponía un último misticismo del sexo: acordar el placer sexual con la coincidencia de los astros.

Falo fantástico es el falo fantaseante. Los tiburones humanos, en una larga y suave cópula, deslizándose entre las dos aguas del tiempo, indefinidamente.

Los más exagerados lo han llamado amor.