24. EL CUERPO COMO CONCIENCIA

La frecuencia, la asiduidad con que aparecen noticias en la Prensa sobre incidentes sexuales, fálicos o de desnudismo, supone un mensaje intermitente, o casi continuo, sobre las respuestas del cuerpo humano a las leyes que pretenden ausentarlo mediante represión o mediante liberación racionalizada. Hoy, el cuerpo —el cuerpo desnudo— obra como conciencia.

Por el anterior recorte de Prensa vemos que incluso los tribunales supremos del mundo pueden caer en lamentables obviedades: «El nudismo no es delito en la intimidad del hogar». ¿Y cómo iba a serlo? Todavía hay que aclarar, finales del siglo XX, en las sociedades llamadas libres, que uno puede desnudarse en su casa. Y puede hacerlo con absoluta tranquilidad, ya que un Tribunal Supremo ha decidido que uno/una tiene derecho. El derecho a nuestro propio cuerpo, todavía nos lo otorga una oficina.

Esto es lo que me lleva a pensar en el cuerpo como conciencia. Como mala conciencia de una sociedad que se siente sistemáticamente agredida por el desnudo. El desnudo individual, de hombre o mujer, remite a cada cual a su propio desnudo, con las culpas, traumas, complejos, frustraciones y ocultaciones correspondientes. El cuerpo de uno obra así como conciencia de todos. Por eso es tan difícil tolerar socialmente el desnudo. Quiero puntualizar, asimismo, que el desnudo colectivo —playas, piscinas, espectáculos— molesta menos, porque en la multitud se diluye la significación moral de un solo cuerpo. Es el desnudo en solitario el que se erige en conciencia, involuntariamente. En conciencia colectiva, como hemos dicho. No podemos soportar colectivamente el desnudo como no podemos soportar nuestra verdad interior. Un desnudo entre la gente es un psicodrama (quizá por eso Delvaux pintaba bellos desnudos femeninos en lugares urbanos y concurridos).

El caso de Pontevedra nos devuelve al «escándalo público». ¿Y por qué es escándalo público la naturaleza humana? Porque remite a toda nuestra naturaleza, porque remite a lo humano general (que decía Goethe que se hace entre todos). Nada tan recordado como lo nunca visto: el desnudo de una desconocida.

Los vecinos «damnificados» por cierto grupo de desnudistas, que protagoniza la noticia, se encontraron «en situación violenta». ¿Por qué nos violenta el desnudo de los demás? ¿Por qué nos violenta nuestro propio desnudo? Porque nadie está reconciliado consigo mismo. Lo que en nosotros hemos clausurado —a veces exhibiéndolo, como ocurre con buena parte del desnudismo burgués y «ecológico»—, se nos manifiesta en el cuerpo de otros. Tengo escrito que un cuerpo es lo más parecido a un alma. Quizá el cuerpo, siempre oculto, no sea otra cosa que lo que los antiguos llamaron alma.

María Dolores, la heroína de la noticia, tiene un cuerpo «recalcitrante y porfiado». Los hechos, sí, son muy testarudos. Y los cuerpos también. Se puede vestir a una mujer desnuda, pero su imagen ya no se nos irá de la cabeza. La colectividad, una vez que ha vestido/lapidado a la pecadora, experimenta una nostalgia secreta y colectiva del desnudo insólito e inesperado.

Y esto, naturalmente, aumenta la mala conciencia social/individual.

Lo peor del pecado es que crea nostalgia. Uno puede arrepentirse, uno puede autoculparse, pero con la nostalgia no se puede. Persiste. La nostalgia del pecado es su estela. Lo rechazado por el «pudor de clase», que, como dice Tierno Galván, es superior al pudor individual, vuelve individualmente, secretamente. Suspiciosamente.

Es la dialéctica infernal a que nos sometieron los inventores del Infierno, que ahora lo han secularizado, como cuando se moderniza una cafetería, pero siguen destinándonos a él: el infierno, hoy, es la «conducta antidemocrática». En nombre de la democracia y la libertad (la libertad de uno termina donde empieza la del otro) se nos reprime como antes en nombre del Orden. Los «demócratas» de oficio tienen su Orden, que la democracia ignora.

Por lo que el Tribunal Supremo ha especificado en la crónica de Prensa que acabo de reproducir, el desnudo sólo es tolerado cuando es «útil». La utilidad del desnudo es lo que a uno le resulta inmoral. El desnudo sólo se absuelve por inútil, por gratuito, por sí mismo. Buscarle utilidad al desnudo, aparte de hipócrita, no es nada nuevo. Los desnudos clásicos se justificaban por la Mitología. Los desnudos renacentistas, por «el hombre nuevo» (y algo había aquí de verdad, como hemos visto a propósito de los órganos sexuales de Jesucristo). Los desnudos modernos y puritanos, por el trabajo: arte, medicina, higiene.

Hay que justificarse por tener un cuerpo. Hay que explicarse. Hay que disculparse. Las sociedades libres tienen miedo de la libertad que se han dado a sí mismas.

Acierta el anónimo cronista al hablar de «un desnudo que no resiste la soledad». Ya hemos dicho aquí que el desnudo solitario, no soluble en la comunidad e indiscriminación de los desnudos colectivos, se convierte inmediatamente en moral: el cuerpo como conciencia.

Como conciencia colectiva, sí. Parece que las personas que rodeaban a la mujer desnuda de la crónica, llevaban la indumentaria «normal». ¿Es más normal una lana o una seda adquirida y superpuesta que el propio cuerpo? El escándalo de todo desnudo insólito, solitario, de hombre o mujer, es, como queda dicho al principio, que nos remite a nuestro propio cuerpo y sus pecados.

Lo que en la mujer desnuda es cuerpo natural, en los espectadores es conciencia moral. No soportamos un desnudo insólito, no asimilado mediante la intimidad sexual o la cotidianidad, porque no soportamos nuestro cuerpo. Vivimos nuestro cuerpo como escándalo, para bien o/y para mal. El exhibicionismo corporal de nuestros días no es sino el revés del puritanismo. Una manera de dar salida al escándalo interior, ya insoportable. (De ahí que la gente de ideas quietistas se desnude con la misma facilidad que la gente con ideas opuestas o sin ideas: todos están purgando en el desnudo la culpa de tener un cuerpo.)

Sólo que esta purga es voluntaria, o mimética, en tanto que la purga que nos impone la desnudista espontánea y solitaria es eso: impuesta. Por tanto, se rechaza y se multa con 20.000 pesetas.

El cuerpo (desnudo) como conciencia colectiva que desazona a los demás. El hombre está en posesión de un cuerpo menor, secundario o primario, el falo, que por su condición desnuda es siempre escándalo. El falo es como un plus de desnudez en el cuerpo que imaginamos desnudo bajo la ropa. El falo, además de ser desnudez, como el cuerpo todo del hombre o la mujer, significa la desnudez, es el signo de lo desnudo.

Y así como el cuerpo desnudo en solitario, sin convencionalismos, se torna conciencia, el falo es pura referencia, no se toma nada. El falo es referencia sexual. Y nada más. Ni siquiera tiene la función moralizante (atribuida) del desnudo femenino: por rechazo.

El falo es un arma cínica. Ya lo hemos dicho, con palabras del olvidado Saroyan: «Como un cuchillo, como una flor, como absolutamente nada en la vida». El falo, que ha simbolizado tantas cosas, y en este ensayo queda constancia, puede tener una aparición subitánea, relampagueante, quizá tan sólo mental, que, antes de la metáfora y el símbolo, es sexo y sólo sexo.

Contras estas epifanías del falo tiene mala defensa la mujer o la sociedad. Ese objeto lujoso y homicida (homicida en cuanto que mata al niño que no engendra), está ahí, no se le puede obviar. Toda la cultura del falo ausente le hace, al fin, más presente.

El cuerpo como conciencia. El desnudo como escándalo y el falo, al margen de todos estos procesos morales y psicológicos, magníficamente solo, injustificable, ahora más que nunca.

Delincuente.