14. LOS VAMPIRISMOS DEL FALO
El niño, ya queda dicho al principio de este libro, tiene una primera experiencia del falo como falo ausente o falo sin filo. Cuando cobra conciencia de su falo, conciencia efectiva o defectiva, su falo comienza a vampirizarle.
Vive pendiente de su falo. Hace presente, con el pensamiento, su falo ausente (aún inútil o inexperto), su falo sin filo. Encuentra, por otra parte, que el falo está ausente de la sociedad, que es aquello de lo que nunca se habla, incluso en los temas que más le atañen: el nacimiento de un niño, por ejemplo, como si la madre hubiese autoengendrado.
La ausencia social del falo lleva al niño a avergonzarse del suyo, tan presente en él, en su intimidad, o en la de sus primeros amigos. El falo le vampiriza, como falo infantil, en cuanto hay que pensarle constantemente, por miedo a perderle. Y en cuanto que, cuando se deja de pensarle, de recrearle con la memoria inmediata, es el propio falo, o uno ajeno (el solo juguete de los niños) el que se impone a otros pensamientos y a otras realidades. Falo sin filo, mellado de pensamiento, los vampirismos del falo no cesan con la infancia, naturalmente.
Entre la adolescencia y la pubertad, el falo se torna icónico, y no sólo por las nociones religiosas —celestiales e infernales— que de él vamos teniendo, sino por la iconografía laica, o directamente obscena, con que preside nuestras vidas.
El falo icónico nos vampiriza como icono del diablo, como imagen de la culpa. Sólo las primeras lecturas prohibidas, malditas (malditas por sí mismas o simplemente por prohibidas) nos reconcilian con nuestro falo. Decía el poeta que al adolescente sólo le forman los libros que lee a escondidas, «subido en la copa de los árboles». Es cuando el adolescente ha llegado al falo/Baudelaire, aun cuando entre sus autores no llegue a figurar Baudelaire jamás.
Estas lecturas secretas, prohibidas, malditas, en uno o en todos los sentidos de la expresión, resultan las más edificantes durante los ensayos de pubertad, ya que sólo ellas reconcilian al joven lector con su falo.
Sólo ellas hacen presente, con la presencia decisiva de lo tipográfico, el falo socialmente ausente. Por estas lecturas, al margen de su calidad literaria, nos reconciliamos, ya digo, con nuestro falo. Contra la idea general de derecha/izquierda de que se trata de lecturas nocivas, son las únicas lecturas que nos libran de los vampirismos del falo, ya que nos evitan pensar el falo a todas horas (basta con leerlo), y borran la noción confusa de falo ausente, pues que la escritura y la imprenta son instituciones suficientemente añosas y respetables como para garantizarnos la realidad del falo. Y su legitimidad.
El falo nos vampiriza, asimismo, porque es vampírico, porque actúa de noche y la noche es el ámbito de los vampiros. Masturbaciones y poluciones nocturnas.
Sobre todo las poluciones durante el sueño, que tienen el carácter de una posesión vampírica y que luego nos dejan como perdidos y culpables en el centro de una ausencia.
Incluso el sueño erótico previo a la polución puede emparentarse (un poco banalmente) con el carácter onírico del cine en general y del cine de vampiros en particular. No la muchacha de nuestros sueños, sino Drácula es quien ha estado entre nosotros.
En todo caso, el falo/Baudelaire vampiriza al adolescente en sentido positivo, por cuanto le lanza a la vida como armado ya con una daga secreta, le provee de falo con filo. Es cuando el falo se vuelve fálico, absoluto y absorbente. El macho queda vampirizado de otro modo.
Nuevas caídas, sermones y moradas. Del falo/Baudelaire (maldito, pero confortativo), se pasa, por las lecturas (siquiera sea por la lectura involuntaria del mundo), al falo lírico, al falo/fábula, a experimentar el propio falo como un lirio de agua o el fruto de un magnolio. Falo metafórico del que tenemos conciencia, sobre todo, por los poetas y las mujeres. La primera novia, la primera amante, la primera puta, nos transmiten la experiencia femenina del falo, que es la que no habíamos tenido nunca, o que viene a emparentarse blandamente con la experiencia primerísima del falo del bebé, atendido por mujeres.
El propio falo, visto ahora a través de una mujer, es ya otro falo, es ya otra cosa. Nos ha crecido el falo/fábula, el falo metafórico, el falo que transforma el mundo o, más eficazmente, nos transforma a nosotros. La varita mágica de los cuentos es, claro, una cosa fálica.
El falo/felino tiene mucho que ver con los vampirismos del falo. Frente a la felinidad ya tópica de la mujer, el hombre no tiene otra felinidad que la de su falo. En posesión, por fin, de un falo que ya no hay que pensar constantemente, para que exista, el hombre es él y su falo, y entonces es cuando, por un proceso positivo o defectivo, según los casos, el hombre llega al multifalo, siente multiplicarse su falo, que es el icono repleto de sus victorias y sus fracasos interiores. Por presencia o por ausencia, el falo está/no está en todo lo que el hombre hace/nohace.
Uno ha llegado a la fase multifálica. Uno quisiera ser muy fálico en todo o encuentra que no es fálico en nada. Viene a ser lo mismo. El falo falible lleva, como hemos visto, a las múltiples suplencias del falo. Sea como fuere, con la plenitud del falo viene la insatisfacción del falo (falo vale aquí por hombre, y a la inversa, obviamente). La insatisfacción, cosa mentale, transfigura otra vez el falo, y ahora como falo fantástico, fantaseante. La nostalgia de una mujer de oro nunca penetrada. ¿Es una fantasía del falo o una fantasía de la fantasía? Nunca lo sabremos.
Contra las fantasías del falo fantástico, las concreciones «morales» del falo unánime, tan predicadas como en su momento hemos dicho. El falo unánime quiere ser el arco que haga sonar el instrumento musical que es la mujer.
Una cosa entre filarmónica y piadosa. El unanimismo sexual es saludable, ya está dicho, pero tampoco se debe torturar a las parejas proponiéndoles como finalidad cerrada el orgasmo unánime. Entre otras cosas, porque esta proposición casi siempre es conservadora: tiende a hacer del orgasmo común algo así como la Comunión de los Santos, ya lo hemos anotado.
Y tiende, sobre todo, a limitar la libertad sexual, el juego de la pareja, las variantes y las improvisaciones. El orgasmo unánime es una invariante, como proyecto utópico u óptimo, que limita la riqueza erótica en favor de un pseudoplatonismo mal formulado, encima.
Sólo la madurez, digamos (y a cada cual le llega su madurez cuando él se la gana) es la edad del falo azaroso, como algo que oponer al falo unánime. El falo es siempre azaroso, claro, dada la labilidad felina de su conducta, pero sólo cabe hablar de falo azaroso cuando el hombre se ha abandonado al azar de su vida, al azar de su falo, cuando ha dejado de considerar su cuerpo —su falo— como algo ajeno, distante y distinto. Es el ideal de Salvador Pániker, que nos lo tiene dicho muchas veces:
—Quiero no ser distinto de mi cuerpo. Quiero no tenerle miedo a mi cuerpo y sus enfermedades.
No tenerle miedo al falo y sus azares, le faltó decir.
¿Es esto —el abandono al devenir— una enseñanza de la filosofía oriental? Heráclito, padre de Occidente, dice que nadie se baña dos veces en el mismo río. Identifica el azar de los hombres con el azar de los ríos. El poeta catalán Pere Gimferrer dice que «el agua siempre tiene algo de recuerdo». Resulta excesivo, pues, concederles la filosofía del azar a los pensadores orientales. Aunque los occidentales, es cierto, han pecado mucho en nombre de la necesidad.
El falo azaroso puede dar, claro, en falo delincuente. ¿Por qué, cuándo y cómo delinque el falo? Precisamente cuando se le omite —Hitchcock—, cuando se sustituye el vértigo sexual por el vértigo criminal. (Los exhibidores españoles llamaron Vértigo a la película de AH De entre los muertos, con Cary Grant y Kim Novak: acertaron, en su tosquedad, poéticamente.) Nada más fácil, en una manipulación del infrahombre, que cambiarle los impulsos de vida por los impulsos de muerte (es lo que hacen todos los fascismos). Es lo que hacía, bondadosamente, el obeso AH. El gran teleobjetivo de James Stewart en La ventana indiscreta es el falo gigante y ortopédico de un lisiado.