20. EL FALO/MERCANCÍA
El falo ausente tiene una presencia precaria y primera en el falo/mercancía. Y digo primera porque muchos hombres hemos debutado en el sexo mediante las meretrices (eso está ya saludablemente superado), y, en las casas de lenocinio, la cotización del falo es nula.
Lo que se cotiza es la vagina.
El adolescente, el hombre sin suerte, el soldado, el borracho, encuentran, en sus primeras experiencias sexuales (siempre son primeras, incluso las de madurez, en el sentido de primitivas), con que su falo no vale nada. Es una cosa despreciable que la profesional del sexo sólo admitirá en sí mediante dinero.
El falo/mercancía, el falo como mercancía, en una visión economicista del tema, es un objeto sin valor, y en estas nociones defectivas educa la vida al hombre, cosa de la que dejo constancia ante la contumacia (muy justa y oportuna, por otra parte) en denunciar lo represivo de la educación femenina. Una casa de lenocinio educa más que todos los colegios de monjas hipócritas, porque educa con la verdad de la experiencia.
Lo que se cotiza, en la economía del sexo, es la vagina. El cuerpo de la mujer. El desnudo del hombre resulta ridículo y su falo no es más que un proyecto de inversión. Hemos visto, en el capítulo anterior, el tema de la masturbación a través de Salvador Dalí. Es decir, el falo como culpa, como cosa despreciable. A la vida de Dalí llegó una mujer, Gala, que le dio confianza en su falo, que se lo enalteció de alguna forma, y, a partir de entonces, comienza Dalí a ser un hombre y un artista seguro de sí mismo.
Incluso excesivamente seguro, como todos sabemos.
El hombre debe encontrar a tiempo su Gala para que su falo/mercancía deje de ser espanto de colegialas y cotización misérrima de las putas.
¿Y cómo ha llegado el falo, un atributo sexual tan sacralizado como los gatos, las águilas y los leones en las culturas anteriores y más cultas, a esta baja cotización? Por el cristianismo, claro, que ve en el icono del falo la negación de todos los iconos religiosos, incluso, quizá, la negación de la cruz. (Sólo el travesaño horizontal salva a la cruz de su carácter fálico.)
El poder icónico del falo, tan fuerte en tantas culturas, es abolido por los cristianismos (creo que deben citarse siempre en plural, ya que son tantos), como el enemigo primero a combatir, que representa una fuerza real —placer, fecundación—, frente a las fuerzas meramente simbólicas o alegóricas de todos los sistemas irónicos.
Al niño se le educa en la vergüenza de su falo, como queda dicho repetidamente aquí, y, sobre todo, el niño tiene la experiencia primera del falo ausente, esa cosa de la que nadie habla en sociedad y por ninguna parte aparece. (Cuando aparece, en revistas porno, es negativamente, por el propio carácter de la publicación, y cuando aparece en revistas o tratados de medicina es como falo enfermo o generador de enfermedades: otras formas de desaparecer). Pero el niño tiene un falo, algo que los demás parecen no tener. (Recuérdese, en El príncipe destronado, novela de Miguel Delibes, los esfuerzos ridículos del padre por ocultar su falo al niño, cuando éste le sorprende orinando en el baño.)
Cuando se tiene una cosa que los demás no tienen, esa cosa, por carísima que nos sea, se vuelve monstruosa y —vampirismos del falo— nos torna monstruos a nosotros mismos, sus poseedores. Esta es la verdad del falo ausente, cuya primera consecuencia fáctica vive el púber como falo/mercancía, en las casas de lenocinio.
En el juego oferta/demanda del falo/vagina, el falo no vale nada. El falo debe pagar por cumplir sus funciones naturales (hasta se pagaba, antiguamente, en los urinarios públicos: claro que, por supuesto, también pagaban las mujeres). Y unas funciones naturales que han de pagar por cumplirse, dejan de ser naturales, se tornan antinaturales, como lo torna todo el dinero, culturales, comerciales, mercantiles. El falo/mercancía o mercadería sufre crudamente el juego capitalista oferta/demanda. Hay más oferta que demanda de falos. Hay más demanda que oferta de vaginas (la meretriz que nos gustaba, solía estar ocupé: lo decían así, que hacía más internacional y más canalla al mismo tiempo).
Pasados los ensayos de pubertad y las casas de lenocinio, el hombre entra, en el juego social, a ser mercancía de compraventa matrimonial, según le vayan los negocios, las carreras, los empleos, los cargos, los honores.
El falo ausente es lo que él tiene más presente, a no ser que se trate de un ciudadano completamente tonto. A él se le valora por lo que gana o lo que representa. La valoración física —falo ausente— es algo a lo que sólo se alude, en sociedad, con una malicia inocente y boba. El falo/mercancía sufre su segunda experiencia defectiva. No cuenta para nada. Un falo no vale más que otro falo. Los abogados del Estado y los grandes ejecutivos raptan en matrimonio a las vírgenes de la tribu/chic. El falo —puntada fundamental de una pareja— no entra en cotización ni en subasta. Las vírgenes de la tribu se dan por títulos y orlas.
No vamos a hacer aquí la glosa costumbrista de El sí de las niñas, sino a manifestar lo que nunca se hace manifiesto: que el hombre tiene conciencia/mala conciencia de estar en posesión de un instrumento repulsivo, con el que la mujer sólo accederá a tratar si el contexto es digno, gratificante y disfruta de la aprobación social. En los saraos elegantes, como en las casas de lenocinio, anteriormente, el falo no vale nada.
El falo/mercancía, el falo como mercancía, es un desastre.
La pequeña burguesía vive mimetizando a la alta burguesía (que a su vez ha sustituido, socialmente, a la invisible o dispersa aristocracia), pero entre las clases populares todo este juego cambia de sentido. Los intereses de clase son menos, son menores, y, por tanto, el juego de las pasiones queda como más en libertad.
Un joven obrero está más seguro de sí y de su falo, curiosamente, que un alto ejecutivo o un gran burgués. En principio, porque las perversiones culturales no le han dañado tanto en su confianza fálica. Y luego, porque el revestimiento social no llega a suponer, para él, una ausencia del falo. Pero el falo/mercancía sigue siendo un móvil fundamental en la industria de nuestro tiempo. El falo como consumidor de mujeres, de porno, de viajes (siempre incentivados turísticamente por la aventura sexual, vagamente sugerida incluso en los posters de las agencias de viajes), de comidas (la cocina erótica), de deportes: gustará usted más, estará usted en forma para cumplir mejor con sus amantes.
Tenemos, así, que el falo/mercancía pasa, de no tener apenas tasación, a convertirse en el gran consumidor sexual, en el gran penetrador comercial, no ya sólo de vaginas, sino de filmes, restaurantes, bebidas, geografías, cronologías. No hay edad para el falo si está usted en forma. El falo ausente es el gran consumidor presente en la sociedad de consumo. Hay que estimular al hombre, que es el que gana y gasta en una sociedad patriarcalista. La gran mayoría de las ofertas comerciales y publicitarias son ofertas al falo: desde el automóvil deportivo que lo simboliza hasta el menú picante que lo inerva.
El falo, como queda dicho, en nuestra educación, tan refinada y tan brutal, pasa sin transición de no valer nada a valerlo todo, a pagarlo todo. Si usted es agresivo y gana dinero, tendrá a su falo contento. Todo le estimulará el falo, entre los treinta y los sesenta años, desde la nueva cocina o las cocinas exóticas hasta el erotismo refinado de las comedias inglesas. Y las muchachas de Penthouse y Playboy escaparán de su couché para insinuársele a usted en un avión o un autoservicio. Es brutal, ya queda dicho, este paso del falo/mercancía (con cotización bajísima en casas de lenocinio y bodas de sociedad) al falo/consumo, que es asimismo un falo burlado (otra forma de falo ausente), ya que todas las ofertas que recibe son interesadas, cínicas y comerciales. El falo, pues, nunca tiene su momento en la sociedad actual. No se ha reservado un espacio de tiempo real para él. Sólo los tiempos ficticios del masaje más o menos tailandés.
Unicamente el falo/lumpen, el falo marginal, se realiza y devuelve al hombre toda la identidad y la reconciliación consigo mismo. Los jóvenes, las nuevas morales amorales propugnan, o más bien realizan directamente, una libertad sexual en la que un falo vale por lo que es. Hay que estar al margen de la moral sexual establecida, no ya porque sea teológica y convencional, sino porque es destructiva para la integridad del varón.
No es sólo que exista un falo/lumpen, que siempre ha existido, sino que el falo sólo se cumple, realiza y satisface como lumpen.