Capítulo Treinta

Hubo un incidente en mi vida que me llenó de un fuerte arrepentimiento y del que no creo haberme recuperado jamás.

Una vez la Fundación Wayúu Taya estuvo en funcionamiento, hice muchos viajes a Venezuela. Mi prima María Alexandra me impulsó a trabajar para los Wayúu después de que su padre (mi tío Nerio), quien ayudó mucho a mi mamá, le dijo en su lecho de muerte, que no se olvidara de ayudar al pueblo Wayúu. Particularmente, en una de las visitas en el 2004, estaba en una conferencia de prensa para promover una compañía de cable para la que trabajé llamada Inter. Mi manager venezolana desde hacía muchos años, Jesica Vivas, organizaba para mí todo lo que ocurría en casa, incluyendo ese evento. No había visto a Jorge desde la vez que lo visité en su oficina. Durante esa conferencia de prensa, subí al podio y desde allí lo divisé entre el público. Se veía cansado. Estaba sentado al frente con todos los periodistas y verlo me hizo temblar. Había tenido un accidente y estaba en silla de ruedas. Había subido de peso. Me las arreglé para dar la conferencia, distraída por su presencia. Después fuimos a un cuarto y hablamos. Fue muy dulce. Yo lo amaba, a pesar de mi ira hacia él por enfermarse. No se veía bien. Estaba preocupada por su salud, pero no lo demostré de la manera apropiada.

—Jorge, ¿cómo pudo pasar esto?

No dijo nada. Ya había sido humillado lo suficiente. No necesitaba hacerlo peor.

—No puedo caminar. Necesito un reemplazo de cadera —dijo.

Lo amaba tanto, pero aun así lo juzgaba.

—La operación cuesta diez mil dólares. ¿Podrías dármelos? —preguntó.

Yo debía haber tenido el dinero, pero no disponía en ese momento de liquidez. La realidad era que había invertido en una compañía de belleza que estaba tratando de empezar y con el tiempo gasté todos mis ahorros tomando malas decisiones. Podría, sin embargo, haberlo conseguido para él a través de un préstamo o tomarlo de una tarjeta de crédito. Durante todos esos años, luego de haberme dado lo que necesitaba para empezar, él nunca me había pedido algo.

—No tengo el dinero en este momento. Pero déjame ver qué puedo hacer.

Mantuve una conversación breve intencionalmente, mi incomodidad superaba mi sentido de la compasión.

Nunca sabré si él me creyó o no, o si yo le estaba diciendo la verdad. Pero dejé a Jorge ese día para viajar a Inglaterra. En pocas palabras: la cirugía de Jorge no era una prioridad para mí. Me tomé mi tiempo y lo hablé con algunas personas que dijeron que no era mi responsabilidad pagar, que no le debía nada. Estaban equivocados. Estuve mal por haber postergado esa decisión.

Debí haber escuchado a mi corazón, Jorge murió no mucho después de esa reunión. Nunca tuve la posibilidad de hacer lo correcto por el hombre que me dio la oportunidad de mi vida y mi carrera. Cuando supe la noticia, fue una enorme conmoción, como un golpe en el estómago que nunca se disipó. Aquello se convirtió en el arrepentimiento más grande de toda mi existencia. Jorge habría muerto de todos modos, pero al menos lo habría podido hacer caminando y sabiendo que él me importaba. Era tan sólo un reemplazo de cadera, y le pude haber dado al menos unos placenteros meses finales.

Ese episodio me marcó. Me enseñó que es imposible regresar en el tiempo y me hizo darme cuenta de la importancia de estar presente. Jorge fue el primero de aquellos que me eran cercanos que murió joven. Además, la culpa de su muerte cayó de lleno sobre mi vida. Probablemente murió decepcionado de mí. Él me apoyó cuando yo le había revelado que era gay. Él fue la primera persona gay que conocí.

Venezuela se convirtió en el primer objetivo de mi compasión. Las crudas realidades de las personas, los menos favorecidos, no deberíamos sentir esas realidades únicamente cuando estamos inmersos en ellas. Tenemos que hacer el esfuerzo de no olvidar, y no permitir que otros olviden. El tiempo pasa muy rápido y no se detiene, mientras el resto de nosotros encuentra la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal, hay quienes no dejan de sufrir.