Capítulo Trece
Japón era tan extraño como me lo había imaginado y un lugar al que nunca había previsto viajar. No podía leer una sola letra ni entenderle media palabra a nadie; las calles eran ruidosas y estimulantes, y todo el mundo fumaba mientras se abría paso a empujones de un lugar a otro. Llegar a Europa fue sin duda algo muy importante para mí, pero Tokio fue inimaginable. Cuando me contactó una agencia llamada Tateoka, no pude creer mi buena fortuna. No sólo estaba a punto de viajar allá, sino que también estaba a punto de recibir una lección de humanidad y bondad. También era la oportunidad de redimirme después de mi horrible comportamiento en Ibiza. La forma de trabajar con Japón en el mundo del modelaje era por medio de una agencia que te hiciera llegar hasta allá, luego tenías una semana para ir a varios castings. Si lograbas terminar cinco o más trabajos en esa única semana, entonces se te permitía quedarte en Japón y te pagarían una enorme cantidad de dinero por tu estadía, para ese entonces, andaba entre diez y seis mil a veinte mil dólares.
La mañana después de mi llegada, me pusieron en una camioneta con otra media docena de modelos, junto con un representante de la agencia Tateoka Models. Recuerdo el mareo que me produjo el viaje en esa camioneta caliente y repleta de personas; contenía mis ganas de vomitar, mientras tratábamos de avanzaren en el congestionado tráfico de esa ciudad.
Los japoneses eran eficientes en el manejo del tiempo; allá sí se utilizaba el reloj de verdad. Era impresionante ver la manera en que trabajaban, no planeaban las cosas con incrementos de quince minutos; nos ponían citas, digamos, a la 01:37 o a las 03:22; minuto a minuto. Esto significaba que desfilaríamos delante de hasta veinte clientes al día, todos con la esperanza de lograr una revista, un catálogo, o lo que estuviera disponible. Así que ahí estábamos, hacinados en aquella camioneta que se detuvo para que saliéramos y nos dirigiéramos a una sala. Por supuesto, no necesité hablar el idioma; como en la mayoría de los castings, no se hablaba, tampoco se usaba maquillaje ni se iba demasiado emperifollada porque el objetivo era verse natural. Se entraba en una habitación donde un grupo de hombres y mujeres te miraban, asintiendo con la cabeza y discutiendo a medida que hojeaban tu portafolio; tu agente hablaba por ti. Te sentabas y te parabas como se te indicaba y luego te subías de nuevo en la camioneta hasta la próxima parada.
En ese momento, a principios de 1991, el mundo de la moda todavía era predominantemente blanco; lo cual era evidente en cualquier país y en cualquier continente. No se me consideraba exótica, ya que ese concepto todavía no se había definido. Mi piel era morena, pero la brecha estaba, básicamente, entre ser rubia y todo lo demás, de color, latina, y asiática. Nos agrupaban en una sola categoría. En Japón, se trató de una camioneta llena de gente blanca y yo. Había una chica canadiense muy simpática, su nombre era Amy, fuimos juntas a todas partes esa semana; también había una española de nombre Olga. Obviamente, me había relacionado con la chica de España, sobre todo, gracias a la facilidad en la comunicación. Me contó que su madre había muerto al querer arreglarse el cabello con un secador mientras estaba de pie sobre un piso húmedo. Esa conversación me pareció muy dura y creó en mí un temor permanente hacia esos aparatos.
Al final de la semana, después de todos los castings, nos llamaron a una sala para reunirnos con la mujer que dirigía la agencia; tuvimos entrevistas individuales. Me senté en el vestíbulo a esperar mi turno con las otras chicas. La habitación tenía una decoración austera, minimalista en su estilo. Sentía mariposas en el estómago. Cuando la puerta de la oficina se abrió y mi amiga española salió, me llamaron. Nos cruzamos por el camino y con un movimiento de cabeza me hizo entender que no se quedaba a trabajar.
Me senté frente al escritorio de Tateoka. Era tan pequeña y ordenada, y a duras penas podíamos comunicarnos por la barrera del idioma, pero me dijo:
—Usted le gusta a los clientes. Usted se queda. Usted trabaja la próxima semana.
Eso fue todo. Me quedé sentada más tiempo para escuchar algo adicional, pero me di cuenta de que eso era todo lo que había que saber. Me habían contratado. Iba a ganar bastante dinero en pocos meses. Mi amiga canadiense recibió la misma buena noticia, y a todos los demás los enviaron a casa. Me entristeció ver a mi amiga española salir, sin embargo, muy pronto comprendí que hacer amigos en el negocio del modelaje era difícil.
Estaba por mi cuenta y había poco tiempo para otras cosas. Durante las siguientes semanas entendí que los clientes me habían escogido porque tenía un aspecto ligeramente asiático, o tal vez porque traía una nueva imagen al modelaje. Fuera lo que fuera, trabajé sin parar.
Admiré mucho la cultura japonesa y el sentido del honor de su gente. Todo el mundo se sentía orgulloso de lo que hacía, y había un fuerte sentido de comunidad. Al igual que en Italia, los clubes intentaban atraer a las modelos ofreciéndonos cenas gratis. Las modelos empezaban a alcanzar ese estatus de estrellas de rock que tiempo después las identificaría, por lo que los dueños de los clubes nos querían tener cerca. Éramos una atracción. Yo quería ahorrar cada centavo que ganaba, así que gastarlo en comida no era una opción. Tenía que ser inteligente porque si gastaba lo que ganaba no tendría nada que enviar a casa. En Italia, asistir a clubes por la comida era como prostituirse, puesto que había que aceptar un montón de manoseos para comer de forma gratuita.
Finalmente, después de aproximadamente seis semanas, empecé a aburrirme en Japón también, y aunque no me manoseaban, constantemente estaba haciéndole el quite a ese tipo de avances. Irónicamente, los clubes no servían comida japonesa; eran lo suficientemente inteligentes como para servir hamburguesas, pollo, y platos más internacionales para atraernos. Sabían qué tipo de comida nos moríamos por comer.
Una noche, un hombre se me acercó tres veces, diciendo:
—Usted, bonita. Usted venir conmigo.
Algunas chicas lo hacían; estaban desesperadas. Yo no. Muchas de esas chicas eran inexpertas en viajes y no tenían ninguna orientación. Era triste ver cómo a algunas chicas no las habían llevado para modelar sino para trabajar como esclavas sexuales; por medio de agencias falsas que las llevaban engañadas, las estafaban haciéndoles creer que modelarían en Asia y Europa. Era una práctica que ocurría en todo el mundo, no sólo en Japón. No se podía negar la trágica realidad de este negocio.
Esa noche, cansada del acoso, tuve que empujar a ese tipo para alejarlo de mí, y, después de ver lo que otras chicas aceptaban que se hiciera con ellas, decidí que esa sería mi última comida gratis en los clubes. Cuando salí corriendo del club, afuera estaba oscuro y llovía; paré un taxi que sabía iba a costarme caro. Si bien era casi imposible comunicarse por la barrera del idioma, cuando trataba de llegar a algún lugar y necesitaba dar las direcciones, si añadía una «o» al final de izquierda (left) o de derecha (right), diciendo «lefio» o «righto», lograba que los taxistas me llevaran a donde necesitara; la necesidad de huir aquella noche me reveló este hecho.
***
Con apenas dos meses de estancia en Japón, ya había aprendido a moverme por el país por mí propia cuenta. Tomaba el metro y usaba los trenes de alta velocidad. Estaba más relajada con la cultura y sus diferencias. Una mañana, después de volver de Osaka, Tateoka me llamó y me pidió que fuera a la agencia a reunirme con ella de inmediato. Las calles de Roppongi camino al metro estaban llenas de gente, como de costumbre, mientras navegaba entre las multitudes, traté de repasar mentalmente si algo había salido mal esa semana con algún cliente, o si tal vez ella había oído hablar sobre el incidente en el club, lo que carecía de sentido para mí. Nadie más sabía sobre lo que había sucedido esa noche ni acerca de lo que me había pasado. Pero Tateoka no me había llamado anteriormente sin tener alguna razón. Cuando entré, estaba estresada porque pensé que no iba a pagarme mi tiempo allá. La visión de ella me distrajo porque su pelo era demasiado frondoso para una mujer japonesa, estaba sentada detrás de su escritorio con su pelo extrañamente ondulado.
—Siéntate —dijo, asintiendo con la cabeza. Le obedecí—. Te pagamos hoy. En yenes. Todo tu dinero. ¿Bueno?
Me quedé petrificada por un segundo. No era lo que había esperado escuchar.
—Está bien, pero ¿por qué?
No estaba segura de si me estaba despidiendo, pagando o qué. Explicó rápidamente que algo dramático estaba a punto de suceder en el mercado de divisas y valores, o simplemente ya había sucedido; yo no podía estar segura. Añadió que si ella me pagaba mis diez y seis mil dólares con el tipo de cambio, si lo cambiaba de inmediato, valdría casi el doble. Las lágrimas brotaron de mis ojos. Ahí estaba esa mujer, dirigiendo una agencia pequeña pero importante, con sólo cinco modelos, y me hacía un gran favor, de hecho, me daba un regalo extraordinario mediante el pago de mi contrato por adelantado, para que yo pudiera aprovechar el auge de la moneda. Fue un gesto de amabilidad enorme de su parte y muy especial para mí; probablemente el gesto más amable que jamás haya recibido.
Tateoka no tenía ninguna necesidad ni razón para ayudarme, no la beneficiaba en lo más mínimo, pero me demostró, y lo presenciaría de nuevo más tarde, que había mujeres tremendamente poderosas en el mundo que con autenticidad se preocupaban por el bienestar de esas otras mujeres que trabajaban para ellas. Era una indicación de la fuerza colectiva de nuestro género y del poder de la solidaridad. Fue un maravilloso e iluminador gesto que se quedó conmigo para siempre.
—¿Todavía puedo quedarme y trabajar? —le pregunté.
—Sí, pero lo pago todo ahora.
Mi deseo de abrazarla me sorprendió, pero ella se sorprendió aún más cuando lo hice. La cultura del Japón es en extremo formal.
Volví a mi apartamento, y a la mañana siguiente, sabiendo que era de noche en casa, hice una llamada telefónica costosa a mi mamá para decirle que todo había valido la pena, todo el sufrimiento y el trabajo duro que ella había hecho para criarnos. Le iba a enviar dinero. Y ese dinero, junto con los ingresos de la venta de su apartamento en la colina (que sólo sucedió porque mi hermano Juan la ayudó a venderlo en un plazo muy corto), fue suficiente para comprarle un nuevo apartamento en una urbanización agradable no muy lejos del viejo lugar. Si ese hubiera sido el final de mi carrera habría sido suficiente. Finalmente había hecho que mi mamá se mudara a una casa nueva. Mi familia no tendría más privaciones ni pasaría por necesidades nunca más. Lo había conseguido.