Capítulo Cinco

Mientras crecía, tuve un sueño recurrente: había una pequeña y estrecha abertura en una pared de mi dormitorio y yo apenas si podía meterme a través de ella, entrando de lado. Pero una vez que me deslizaba por el orificio, me abría paso a lo largo de un túnel oscuro, que tenía solo unos pocos metros de largo y era tan estrecho como la abertura que había utilizado para acceder a él. Al final del túnel, justo detrás de la pared de mi habitación, se veía una olla gigante que rebosaba de monedas brillantes de oro, casi como las que aparecen en los dibujos animados. A veces, cuando despertaba, me preguntaba si realmente existiría una olla allí atrás, en el lugar donde yo lo había soñado. Entonces, exploraba la pared para ver si encontraba la abertura que conducía al túnel. Tal vez sólo esperaba que esto se hiciera realidad, no por mí, sino por mi mamá. Interiormente, desde que era pequeña, quería hacer todo lo posible por ayudarla. Ella nunca se quejaba ni hablaba de qué tan difíciles eran las cosas. Pero yo sabía que se sentía estresada, cuando estaba callada en casa, y esa tensión era por no tener dinero.

Recuerdo que una noche, mientras me alistaba para ir a dormir, accidentalmente vi a mi mamá cambiándose de ropa. La pillé en el momento en que se cambiaba sus pantis, y me di cuenta de que estaban llenos de agujeros; no podía creerlo. Esta mujer extraordinaria ni siquiera se permitía el lujo de adquirir ropa interior nueva, porque prefería comprarla para nosotros. Al darme cuenta de que yo no tenía agujeros en mi ropa interior me sentí culpable hasta la médula. Ella nunca gastaba un solo centavo para sí misma. En el fondo, tanto mis hermanos como yo queríamos progresar para que mi mamá no tuviera que soportar más esta lucha. Nunca hablamos de esto con ella ni entre nosotros, pero creo que todos compartíamos ese sentimiento de dolor. Recuerdo lo mal que se sentía los días en que no podíamos asistir a clases, porque no había dinero para pagar la mensualidad del colegio. Teníamos que quedarnos en casa, mientras a ella se le ocurría algo. Entonces, yo soñaba con encontrar la olla de oro algún día. Desesperadamente quería encontrarla, al costo que fuera, para que mi mamá no tuviera que trabajar tan duro ni esforzarse por hacer mil cosas a la vez.

Solo teníamos dinero para cubrir las necesidades básicas, pero recuerdo haber ahorrado por largo tiempo lo poco que había logrado reunir de mi merienda y de los regalos de cumpleaños de los tíos y parientes, porque quería hacerme una permanente. Le pregunté a mi mamá si le importaba que me la hiciera y respondió que no. Ella nunca quiso privarnos de algún derroche ocasional.

Había visto fotografías en algunas revistas y pensé que mi cabello negro y grueso luciría muy bien con un poco de rizos, incluso con un ondulado. No era el tipo de chica que se preocupaba por el estilo y la moda, pero por alguna razón estaba empecinada en hacerme una permanente. Así que pedí una cita con un estilista llamado Jorge, en un salón de belleza de una famosa avenida en mi ciudad, llamada Cinco de Julio. No era un lugar suntuoso, sino más bien sencillo y nada intimidante.

—Hola, soy Patricia —dije mientras me sentaba en la silla de Jorge. Él puso una capa de color negro alrededor de mi cuello.

—Encantado de conocerte, yo soy Jorge —dijo. Su voz era aguda y sus movimientos exagerados—. ¿Qué vamos a hacer aquí hoy? —Nunca había conocido a nadie como él. Llevaba colores brillantes y lucía más compuesto, menos tosco, que la mayoría de hombres que había conocido.

—Me gustaría una permanente. Sólo lo suficiente como para tener un ondulado.

—Te quedaría terrible —dijo sin rodeos.

—No, ¿tú crees?

—Lo sé —afirmó.

—Hagámoslo, he ahorrado para esto —le dije.

Yo era joven en ese momento, tendría probablemente quince años. Pero recuerdo que Jorge me trataba como a una adulta. Me hacía reír y era diferente a las personas que yo conocía. Parecía tan sofisticado.

Dos cosas acerca de ese día se quedaron en mi mente: el olor de los productos químicos, cualquiera diría que debía odiarlo, pero en realidad me encantaba, y lo espantosa que quedé cuando Jorge terminó. No me veía bonita; por el contrario, pensé que lucía horrible. Tenía la piel y el cabello oscuros y estaba empezando a perder mi delgadez y a desarrollar curvas. La permanente no ayudaba a mejorar las cosas.

Jorge no dijo: «¿Viste?», sólo frunció los labios, levantó las cejas y exclamó: «Ahí está tu permanente».

Regresé al salón muchas veces después, a pesar del desastre del primer encuentro, , porque nos fuimos volviendo amigos y él me cortaba el cabello gratis. Le tomó un año o dos deshacer el daño causado por la permanente y, para entonces, ya había surgido una amistad; en todo caso, éramos tan amigos como una adolescente y su estilista pueden serlo.

Una tarde, mucho después de que la permanente se hubiera ido, le estaba comentando a Jorge que una danza, en la que habíamos estado trabajando en la nueva compañía, me había movido mucho.

—Es tan increíble, Jorge —le dije mientras me cortaba el cabello—. Estamos matando nuestra cultura, estamos acabando con la naturaleza, estamos olvidando a nuestros pueblos indígenas.

La danza había tocado mi fibra sensible. Yo era indígena y siempre había estado interesada en mi herencia Wayúu. Había ido muchas veces a esa zona para visitar a mis tíos y primos. Estar en ese lugar hacía que pareciéramos ricos, en comparación, porque allí todo era tan pobre. En esta sociedad matriarcal, crecimos al lado de un montón de mujeres fuertes y ellas eran los jefes; así era como funcionaban las cosas allá.

Mi tía dirigía una línea de buses, los únicos que llegaban a la Guajira. La manejaba de acuerdo con la ley Wayúu, ojo por ojo y diente por diente. Cuando haces daño a una persona Wayúu, tienes que pagarlo. Vi a mi tía tratar con conductores ebrios. En una ocasión, un hombre que conducía un auto chocó contra el autobús y murió. A pesar de encontrarse borracho, la familia de mi tía tuvo que pagar o alguien le hubiera hecho daño a ella o a un miembro de nuestra familia, a manera de venganza. Así eran las cosas. Recuerdo a otro tipo que tambaleó en frente de un bus en marcha y, finalmente, falleció. En esa ocasión también tuvo que pagar mi tía. Esa era la naturaleza de la ley.

La región y esa forma de vida tuvieron un profundo impacto en mí. Me veía como todas las personas de allí: rara y oscura, con mis ojos de indígena. Éstas eran mis raíces. Me sentía especial siendo parte de ellos, y sabía que la naturaleza pobre y nómada de los Wayúu fluía dentro de mí. A pesar de ser un lugar solitario, abrasado por el sol y golpeado por la pobreza, estaba orgullosa de él, porque yo provenía de allí. Gozaba de una sensación de protección y era consciente de que tenía una misión. Tener esta procedencia me confirmaba que mi existencia no era una coincidencia. La magia del espíritu de los pueblos indígenas era parte de mí y me brindaba el deseo de seguir adelante en la vida. Se trataba de la familia y de pertenecer a una comunidad más grande. Crecí con la imagen de un anciano espiritual que me protegía y me guiaba, que me impulsaba hacia adelante, incluso en los momentos más difíciles de la vida.

—Estamos creando conciencia de nuestros pueblos a través de la danza. Es tan increíble —continué hablando con Jorge.

—¿Sabes cómo se puede realmente crear conciencia, Patricia? —Jorge deslizó el peine por un mechón de pelo largo y delgado, y cortó la punta antes de terminar su idea. Dejó caer el pelo húmedo y agregó—: Entrando al concurso del Miss Venezuela[1]. Te has convertido en una bella mujer desde que te conozco.

Me reí y dije:

—Yo no soy ese tipo de chica.

—Sólo piénsalo —siguió—, podrías ser famosa.

—Yo no quiero ser famosa. Además, todas las participantes en ese concurso son blancas. Soy demasiado oscura y mi cuerpo tiene curvas muy marcadas. No soy lo suficientemente bonita.

Tomé en broma la sugerencia de Jorge y me fui a casa ese día. En ese momento yo tenía la intención de convertirme en una ingeniera, pero al mismo tiempo estudiaba contabilidad. No tenía un deseo ardiente de ser ingeniera. Mis hermanos lo eran y, dado que yo era muy buena en matemáticas, parecía lo más lógico que siguiera el mismo camino. Mi pasión era la danza, a la que adoraba porque podía expresarme, pero nunca concebí que pudiera convertirse en una profesión. A pesar de que conocía mi realidad, le dedicaba mucho tiempo también a mis sueños. Creaba personajes en mi mente, y me veía como alguien que hablaba inglés. Estados Unidos era una especie de lugar imaginario y fantástico para mí, así que pensar en hablar inglés, como uno de los personajes que habitaban mi cabeza, me hacía sentir, al menos en sueños, por encima de mi situación. Estudié inglés en su momento, pero no lo suficiente como para hablarlo. Realmente no podía saber lo que se sentiría al mantener una conversación; solo lo imaginaba. Con frecuencia pensaba que si pudiera hablar inglés, pertenecería a otro lugar, uno en el que no habría opresión y no sería menos que nadie. Sería un lugar más feliz.

Cada vez que iba a ver a Jorge, él me presionaba para que entrara al concurso de belleza.

—Patricia —me dijo una vez mientras cortaba mi cabello—, confía en mí. Tú debes hacer esto. Te llevaré a Caracas. Estás perdiendo el tiempo. He hecho esto por otras chicas.

En esta visita en particular, Jorge creó una estrategia dándome argumentos convincentes. Sin embargo, un concurso de belleza no me parecía en absoluto algo para mí. Yo tenía aspecto de chico. Me identificaba con ser un hombre en términos de querer ganar y liderar, y siempre sentí que los chicos tenían más privilegios, en especial en los países latinos. Sólo pensar en convertirme en una reina de belleza toda emperifollada, con peinados extravagantes y maquillaje, me fastidiaba. La danza no era una actividad femenina para mí, era atlética. Las personas admiran a los bailarines como artistas.

—Patricia —insistió Jorge—, te he escuchado decir muchas veces que quisieras ayudar a tu familia, que tu mamá trabaja duro y, en ocasiones, no hay suficiente comida para todos. Si te llevamos a Caracas para el concurso, podrías ganar dinero para ella, de hecho, una gran cantidad.

El Miss Venezuela siempre fue un evento muy importante en mi país, era la «Súper Copa» de la nación, una parte importante de la cultura. El concurso le daba oportunidades a aquellas mujeres que, de otra forma, no podrían conseguirlas. Sin importar la idea que tuvieras acerca de los concursos de belleza, éste creaba un sinfín de oportunidades. El país se paralizaba para ver el espectáculo del reinado. Ser coronada como ganadora o, incluso, como finalista era un gran honor. Así que, aparté el pensamiento de que yo no estaba hecha para esto; no podía imaginar que llegara a tener alguna oportunidad, dado el carácter de competitividad que tenía el evento, pero mientras estaba sentada allí, empecé a pensar: ¿qué pasaría si Jorge tuviera razón? ¿Y si el dinero me llegara? Olvídate de la fama, olvídalo todo. ¿Qué tal si ganara suficiente dinero para que mi mamá lograra poner comida en la mesa y para obtener agua para el edificio? No tenía idea de cómo resultaría el concurso para mí, pero finalmente él había dicho las palabras correctas para convencerme, al menos, considerarlo.

—Déjame pensarlo un poco en los dos próximos meses —le propuse.

Entonces Jorge dejó de cortar y giró hasta quedar delante de mi silla. Me miró directamente a los ojos y exclamó:

—Estás perdiendo el tiempo. Tienes todas esas esperanzas y sueños de ayudar a tu mamá. Así es como puedes ayudarla; así es como puedes librar a tu mamá de tantas necesidades. Ésta es la manera de ayudar a tu familia. Este concurso pondrá comida en la mesa y agua en el edificio, incluso podrías sacar a tu mamá de ese edificio. Te lo prometo, ésta es tu oportunidad —me suplicó, poniendo sus manos sobre mis hombros, mientras se arrodillaba—. Tú haces esto y te aseguro que podrás hacer lo que quieras después. Decidirás tú misma el camino, y les proporcionarás algo a tus familiares que cambiará sus vidas para siempre.

Lo dijo todo con mucha facilidad, como si nada. Era inteligente de su parte expresarse de esa manera. Sabía qué botones apretar para que yo no rechazara la idea. Le prometí pensarlo, y así lo hice. Salí ese día de allí y, cuando regresé a casa, discutí el tema con mi mamá, quien hizo una observación válida que haría estallar la burbuja que guardaba la ilusión de estar en ese evento: no podíamos ni siquiera darnos el lujo de viajar a Caracas para tratar de entrar al concurso. Ella tenía razón. ¡Nosotros no teníamos dinero para intentarlo!

Al día siguiente volví al salón de Jorge para explicarle. Entré en su peluquería y lo saludé. Estaba cortándole el pelo a otra persona, pero se hizo a un lado para saludarme.

—¿Entonces? ¿Lo hacemos? —preguntó. Estaba emocionado, todo sonrisas.

—Jorge —le dije—, ir a Caracas cuesta dinero. Voy a necesitar ropa, tendré que pagar hoteles y todo eso. No tengo el dinero para esos gastos. Lo hablé con mi mamá y ella opinó lo mismo. Simplemente no podemos darnos el lujo de intentarlo. Pero muchas gracias por confiar en mí.

—Patricia, sé que podemos lograrlo. Voy a pagar para llevarte a Caracas. Por lo menos voy a conseguir que entremos a una reunión y que ellos puedan tomarte en cuenta. Si te aceptan en la competencia, voy a encontrar un patrocinador. Te prometo que podemos hacer este intento.

Hablaba con pasión, pero esto parecía demasiado bueno para ser verdad.

—¿En serio? ¿Estás seguro de que podemos sacar esto adelante?

—Totalmente.

—Está bien —le dije—. Vamos a hacerlo. Sabía que entrar al concurso significaría posiblemente dejar los estudios y la compañía de danza, que yo adoraba, y estaba convencida de que mi mamá se opondría a esto. Pero si funcionara, si Jorge tuviera razón, yo podría con seguridad hacer algo positivo. Me caracterizaba por ser una trabajadora incansable y, si esta oportunidad se materializara, podría seguir adelante con lo que viniera.

Todos hablamos en casa esa noche y mi mamá dijo: «Está bien, mija, si deseas hacerlo, inténtalo». Yo le prometí que, a su tiempo, terminaría los estudios. Cuando mis hermanos nos oyeron hablar y supieron que podría participar en el concurso del Miss Venezuela, tuvieron emociones encontradas. Carlos, el bromista de la familia, no se limitó a reír, estaba estupefacto.

—¿Tú? ¿En serio? —preguntó. Él era precioso. Yo no era bonita y, si lo era, ninguno de nosotros lo sabía, sólo Jorge así lo creía. Todos mis hermanos eran muy atractivos, pero yo era bastante corriente.

Mi hermano Juan era el tierno de la familia; esa noche me dijo:

—Vamos a estar allí por ti, si esto es lo que te hará feliz. Si es lo que quieres, hazlo.

Así que lo hice. Yo iba a lograrlo.

***

El entusiasmo que mostraba Jorge en prepararme para que compitiera en el concurso era impresionante; estaba muy agradecida. Me había convertido en su musa y él estaba ilusionado sobre todo en meterse de lleno en el negocio de gestión de talentos, e iba a comenzar conmigo. Seguramente percibió que yo podía tener una oportunidad, y si bien apreciaba mucho que él reconociera algo en mí que yo no podía ver, mi confianza en él también le importaba. Jorge ya había hecho este trabajo con otras chicas, o al menos lo había intentado, pero parecía gratificado por nuestra relación.

Su primera tarea fue ponerme a dieta. Durante semanas comí pollo con tomates y solo tomé jugo de tomate. Esa era mi dieta y, la verdad, es que perdí bastante peso. Los tomates tienen mucho potasio y si le agregas proteína…

Luego nos fuimos a Caracas para conocer a los coordinadores del programa del Miss Venezuela y ver si ellos pensaban que yo podría tener las condiciones para participar. Jorge reservó una habitación en un hotel, la cual compartimos; era algo raro, pero puesto que él era gay, era más como estar con una amiga. Nunca se declaró homosexual, jamás dijo: «Soy gay», pero era abierto respecto a su orientación sexual de otras maneras. Tú podías ser gay en nuestro mundo, pero no podías decir que eras gay. Así que nunca hablamos de esto. De hecho, nunca conocí a una mujer gay.

Jorge me peinó con mucho volumen para esta importante reunión. Yo solo seguía sus indicaciones. Me dijo que ninguna de sus otras chicas, había logrado entrar al concurso, pero afirmó que el simple hecho de lograr que una chica entrara a esa reunión era un gran triunfo. Así que me vestí como él aconsejó: tacones enormes, un peinado llamativo, un vestido rojo ajustado, lápiz labial más brillante del que jamás había usado.

Jorge me llevó a un edificio de oficinas en Caracas, donde estaba la casa del Miss Venezuela o «La Quinta», como la llamaban, con el fin de presentarme. Esperamos en el vestíbulo hasta que alguien nos hizo entrar en una oficina. Me dirigí allí vigilando cuidadosamente los pasos que daba con los zapatos de tacón alto, y me senté en un sofá tan delicadamente como pude. Detrás del escritorio que estaba delante de nosotros había un hombre mayor que Jorge, pero tan impecable y lleno de colorido como él. Era el cerebro detrás del legendario concurso del Miss Venezuela. Su nombre era Osmel Sousa. Todo el mundo sabía quién era. Mientras estuve allí sentada, sólo me miró con sus ojos claros para evaluarme. Permanecimos en silencio mientras él me observaba. Finalmente se levantó de su escritorio, sin apartar sus ojos de mí, ordenó:

—Ponte de pie.

Le hice caso. Luego, hizo un gesto con su mano para indicarme que me diera la vuelta. Era serio, le importaba mucho su trabajo. De nuevo, acepté la sugerencia.

Sin dirigirse a mí, le dijo a Jorge:

—Sí, ella es bonita. Me gusta. Después se sentó otra vez detrás de su gran escritorio, retiró sus gafas y continuó:

—¿De dónde es ella? ¿Podría trasladarse a Caracas para ser entrenada?

Mi corazón se derrumbó. Yo sabía que eso significaba dinero. Pero me quedé en silencio y dejé que Jorge hablara.

—Sí —dijo él—, podemos buscar la forma de hacerlo. Vamos a traerla aquí.

—Bueno, está bien. Podríamos necesitar hacer algunos retoques. Hay que arreglar esos ojos y también hacerle el busto. Vamos a ver cómo solucionamos todo esto cuando lleguen aquí. Regresen en tres semanas, eso nos dará siete meses para entrenarla para el concurso del Miss Venezuela.

Eso fue todo. Salimos de la reunión y Jorge estaba feliz. Yo también lo estaba, pero sin duda no me haría todas esas cirugías. Reflexionando sobre la reunión cuando regresábamos al hotel, pensé en mis ojos. Entendía lo de los implantes mamarios, eso no me cambiaría. Además, sabía que su sugerencia de arreglar mis ojos era un esfuerzo para hacerme ver como las demás mujeres que competían en el Miss Venezuela. Sin embargo, mis ojos eran parte esencial de mi identidad, algo característico de mi procedencia Wayúu, me hacían una mujer corriente e indígena. Mis ojos me convertían en una mujer de mi pueblo. Jorge y yo lo discutimos mientras íbamos en el auto y, finalmente, aceptó. Yo no quería dejar de ser quien era. No deseaba abandonar mis raíces y convertirme en una extraña dentro de mi propio cuerpo. Por mucho que mirara a las personas en los botes del lago, no quería perder mi conexión a tierra y convertirme en uno de ellos. Mis ojos significaban algo para mí. Aun cuando fijara mi vista en salir de la pobreza y soñara con monedas de oro, era una chica común y pertenecía a ese mundo. Por nada quería dejar todo eso. Mi apariencia, tan rara y poco tradicional como era, representaba todo eso para mí. No tenía manera de saberlo en ese momento, pero años después mis ojos harían que yo tuviera considerable éxito en el mundo de la moda.

Así que íbamos a alcanzar la meta. Yo iba a caminar en el escenario más grande de mi país, y lo estaba haciendo por mi familia. Para Jorge significaba una clase de victoria diferente. Yo era la chica que él había descubierto y que participaría en el concurso del Miss Venezuela del año 1989. Esto lo haría famoso, por eso resultaba tan importante para él. Para mí solo era un medio para conseguir un fin, pero estaba preparada para el reto y orgullosa de tener la oportunidad de convertir a los míos en alguien. A partir de ese instante y durante los meses que siguieron, todo sucedió muy rápido. Mi mamá estaba detrás de este gran esfuerzo, pero por supuesto que se sentía nerviosa. Jorge encontró un patrocinador, de quien al momento me enteré que era un hombre mayor que estaba loco por mí y estaba dispuesto a pagar mis gastos en Caracas. En última instancia, todos en mi familia, incluyéndome a mí, sabíamos que esto era algo de mucha trascendencia. Mis hermanas y hermanos, mi mamá y yo éramos conscientes de lo que un evento como éste significaba para el grupo familiar. Conseguiríamos prestigio y, posiblemente, riqueza. En el fondo, debajo de nuestra piel, todos lo sentíamos. Estábamos emocionados. Al fin tenía la esperanza de que un día esa olla de oro se convirtiera en algo real y no siguiera siendo parte de un sueño.