Capítulo Dieciséis
La Agencia nos asignó un apartamento en el barrio latino, un pequeño lugar de la ciudad cerca de Saint Germain, llamado Saint Michel. Era algo incómodo, con un constante y fuerte olor a shawarma[10], pero me encantaba estar allí de todos modos. El ambiente de París me fascinaba y estar con mi hermano en esta ciudad era surreal. Vivíamos en una de esas diminutas calles laterales en el primer piso de un edificio viejo y pequeño, con un portón azul gigante de acero que conducía a un patio y a la puerta principal. La característica más sorprendente era que el lugar no tenía ventanas, excepto una pequeña que estaba frente al pasadizo de la cocina, y por lo tanto no entraba mucha luz. Si uno quería saber el estado del tiempo, tenía que abrir la puerta principal, bajar las escaleras y salir a la calle. Era muy lindo por dentro, y Fernando y yo estábamos tan ilusionados de estar en París que cualquier cosa nos habría gustado. Mi hermano se sentía cómodo y parecía que todo le había fascinado de inmediato. Ver a Fernando feliz me llenó de alegría y, al mismo tiempo, me sentí más libre que nunca por estar lejos de Ernesto. Desde el momento en que aterrizamos, empezamos a sonreír, y esa sonrisa se quedó con nosotros casi todo el tiempo que estuvimos allá.
Mis otros dos hermanos, Carlos y Juan, eran más académicos; Fernando tenía otras habilidades que superaban todas las nuestras. Sólo que él no tuvo las mismas oportunidades. Una beca importante llevó a mis dos hermanos mayores a México para estudiar después de la secundaria, pero dejaron de dar esas becas cuando le tocó el turno a Fernando, y hasta entonces no había encontrado realmente su vocación. Su don era que podía reparar cualquier cosa; si el tocadiscos se dañaba, ahí estaba él, podía armar y desarmar cualquier aparato con una gran experticia. Fernando también tenía esa manera divertida de dormir como la de un niño; recuerdo que dormía con la mitad del cuerpo fuera de la cama, además era sonámbulo. Yo también había sido sonámbula, y una vez en un hotel terminé en el piso equivocado tratando de entrar en una habitación que no era la mía. En París Fernando dormía profundamente. Verlo sonreír, cómodo y a gusto era para mí una gran satisfacción. Me hacía pensar que había esperanza para todos nosotros.
Como teníamos poco dinero, Fernando y yo íbamos a pie y en metro a todas partes desde nuestro pequeño apartamento. El beneficio que no había experimentado aún en mi carrera, fue el de tener a alguien que me acompañara a todos los castings. Cosa que me encantaba. Nos deteníamos cada mañana en la agencia para recoger la lista, llevaba mi book conmigo para mostrar mis trabajos anteriores, y luego viajábamos de un lado a otro en el metro, en autobús, o a pie. Fernando me esperaba afuera de cada cita. Yo sólo tenía dos trajes adecuados para castings, nada de diseñador en ese momento, y se nos había acabado el dinero para estar a la moda. Caminábamos tanto que a los dos se nos agujerearon los únicos pares de botas que cada uno tenía. También comíamos los mismos alimentos todos los días, que era la comida más económica: McDonalds de los Campos Elíseos. Caminaba durante tantas horas que el consumo de comida rápida una vez al día no me afectaba. Fernando había planeado quedarse sólo por un mes, pero al final del mes, me preguntó si podía quedarse conmigo en Francia. Estudiaba el idioma y yo trabajaba. Ernesto se había convertido en un recuerdo lejano.
Una mañana con un clima particularmente triste, Fernando y yo salimos y en tan sólo unos pocos pasos, el agua se había filtrado en los agujeros de nuestras botas; llevábamos una hora por fuera de casa y ya estábamos en problemas.
—Mis pies están congelados —le dije a Fernando.
—Lo sé. Casi no puedo caminar —respondió. Nuestros paraguas, que ya se encontraban en mal estado, habían sido volteados por el fuerte viento. Fue muy difícil mantener la calma y estar presentable en los castings de la lista de la jornada; a los dos últimos llegamos casi cojeando, nuestros pies estaban demasiado fríos. Logramos hacer todo durante el día, pero a la mañana siguiente, los dos nos sentíamos enfermos.
Nos juntamos alrededor de un café caliente en la cocina mientras Fernando preparaba dos huevos.
—Ya está, vayamos al mercado de las pulgas. Necesitamos zapatos nuevos —le dije.
—Es demasiado dinero, Patricia.
—Tenemos que hacerlo. Esto es ridículo.
Había trabajo suficiente y constante y el dinero iba a llegar, pero entre enviarlo a casa y volverle a pagar a Neo por los costos de nuestro hospedaje, no quedaba nada como para salir adelante. Era el curso normal del modelaje en esa etapa, y en ese momento las cosas estaban bien, buenas, de hecho, pero no tenía dinero efectivo para gastar. Tampoco contaba con tarjetas de crédito. Esa mañana, enfermos como estábamos, aprovechamos los espacios entre castings para comprarnos botas nuevas en el mercado de las pulgas. Aunque me encantaba mi trabajo, el esfuerzo comenzó a pesar sobre mí, por primera vez; el levantarme tan temprano, las citas tan seguidas, el apartamento sin luz, la barrera del idioma, los agujeros en las botas, la actitud de los parisinos, y el maldito olor a shawarma. Por alguna razón esa mañana todo se me vino encima de repente. Me sentía agobiada y me preguntaba lo que estaba haciendo y si realmente avanzaba. Me sentía derrotada. Esa noche, mientras nos sentamos para hacer algunas cuentas y averiguar lo que quedaba para gastar en el mes, sintiéndome enferma y deprimida, sucedió algo maravilloso: La Ford llamó. Después de cuatro largos meses de dificultades en Francia, Iris me invitó a su apartamento para que habláramos. La agencia se había inaugurado oficialmente en París.