Capítulo Veintitrés

Q uedarme quieta en un solo lugar nunca fue una de mis fortalezas.

El lado positivo del éxito, en particular a raíz de la portada para Marie Claire Bis, fueron los constantes viajes a lugares exóticos. Las desventajas del éxito fueron, también, los constantes viajes a lugares exóticos. Con frecuencia me dirigía al aeropuerto sin ni siquiera saber con exactitud a dónde iría ese día, apenas podía revisar mi boleto por el camino. Mi vida era otro país, otro avión, otra sesión fotográfica, así mismo me perdía de otra boda, celebración familiar y el chance de compartir con un amigo. Sin embargo, tuve la oportunidad de que mi mamá viajara a acompañarme algunas veces, por lo general, a sitios hermosos. En una ocasión, tuve una sesión de fotos en la isla de Curazao, y como estaba cerca de Venezuela, ella me acompañó. El hotel donde nos quedamos había sido un hospital, parecía que habían sucedido cosas muy malas a las personas dentro de esas paredes; tuve una sensación extraña cuando llegué. Era un hermoso lugar, pero un poco lúgubre.

Las fotos eran para una empresa de ropa alemana. Yo era la imagen de su firma, y para esa sesión iban a tomarme fotos en un yate. Esa empresa se había convertido en una buena fuente de ingresos para mí. Pensé que sería divertido para mi mamá ir mar adentro en lancha. Nunca había estado en un viaje en barco como ese, con mi mamá, ni hicimos un crucero o algo por el estilo. Habíamos estado en pequeñas embarcaciones en viajes muy cortos en la Isla de Margarita.

Me arreglaron el cabello, me maquillaron, y abordamos el yate. Había bastante gente allí; como podrán entender, se necesita una gran cantidad de personas para cualquier sesión de fotos. Fue un largo viaje a esa pequeña isla en la que haríamos la sesión; estuvimos dos horas moviéndonos mar adentro y no llegamos al sitio de la sesión. No se veía nada más que agua por todas partes. Yo llevaba puesto algo blanco para contrastar con ese llamativo cristal azul del agua tropical. Era hermoso, pero el agua empezó a agitarse bastante.

De la nada, cuando aún estábamos navegando, mi mamá empezó a sentirse ahogada, tenía una mirada de pánico en su rostro. Como no quería llamar la atención, deduje que había esperado un rato antes de decir algo, pero finalmente lo hizo.

—Patricia, siento el cuerpo demasiado apretado —dijo—. No me puedo mover.

Le di un último vistazo, me puse de pie y grité:

—¿Hay un médico a bordo?

—No, —se apresuró a responder el productor—, pero estamos muy cerca de una pequeña isla, tal vez tengan uno allá.

Tuve que pensar rápidamente: ¿En la isla le prestarían la atención necesaria si ella estuviera realmente enferma? Sentí el peso de la toma de una de esas decisiones que te cambian la vida.

—No, tenemos que regresar. —Por mi cabeza cruzaba: ¿Qué pasa si la isla no tiene un lugar donde atender una emergencia?

Nadie se movió. Todos se miraron unos a otros.

—¡Tenemos que volver ahora! —Repetía una y otra vez. Eso significaba que la toma de fotos no iba a suceder.

Pensé que estaba teniendo un ataque al corazón porque ella estaba prácticamente paralizada, cogiéndose el pecho, acostada en el piso de la embarcación. Era insoportable y horrible verla en esa situación, sin saber si iba a superarlo o no, o si íbamos a regresar a tiempo para conseguir ayuda. Le puse hielo en el cuello y le dije:

—Mami respira, respira.

Tuve que mantener la calma, algo que suelo hacer en situaciones de caos. Sin embargo, por dentro moría de la angustia, pero estaba trabajando duro, tratando de desviar la atención de mi miedo a la persona que estaba en frente, mi madre.

El barco dio la vuelta. Simplemente pisaron el acelerador, y a pesar de que nos había llevado dos horas llegar allí, apenas les tomó una hora el tramo de regreso, aun así, fue la hora más larga de mi vida. Seguí tratando de subirle las piernas a mi mamá, pero estaban rígidas. No pudimos moverla. Por supuesto, ella estaba preocupada por mí y me preguntaba si los clientes estaban bien o molestos.

Los hice regresar, y al minuto de bajarnos del barco y pisar tierra, ella estaba bien. Como si no le hubiera pasado nada. Se sentía muy mal conmigo, y ni siquiera quería ir al hospital. Le insistí en que fuéramos, sin embargo, a hacerla examinar, los médicos dijeron que tuvo un ataque de pánico y había hiperventilado.

Mi mamá y yo nunca volvimos a hablar de ese día, no por ninguna otra razón que no fuera la de que carecía de importancia. Resultó ser una de esas cosas que suceden y se terminan. Sobre lo que me dijeron en el hospital, pensé que mi mamá había enfermado por las olas debido a que el barco se movía mucho. Así que sentí que se había cerrado el tema.

Nunca le dije que el cliente jamás me volvió a llamar. Una vez que la gente ve algún tipo de grieta o fragilidad, no quieren volver a estar cerca de ti. Pero hay algo más acerca de la vulnerabilidad, algo de lo que no fui consciente en ese momento. Nunca antes en mi vida había sido testigo de algún tipo de debilidad en mi mamá, siempre fue una mujer estoica, la más fuerte que he conocido, pero tenía algo de fragilidad enterrado profundamente al interior de su alma indígena. No lo entendí sino hasta muchos años más tarde, cuando fui consciente de que mis mentiras habían contribuido a que ella mantuviera enterrada esa debilidad.

Mi vida giraba en torno al trabajo. Pero siempre que fuera posible, trataba de encontrarme con Sandra en Los Ángeles o en ocasiones donde estaba trabajando ella venía a encontrarse conmigo. Estaba recibiendo una muestra de la cultura norteamericana desde un lugar muy ventajoso.

Salíamos con mucha gente famosa porque esa era su vida. Asistimos a una gala benéfica una vez en un viaje a Los Ángeles. El evento fue en un salón gigantesco con mesas cubiertas con manteles blancos. El clima era magnífico, y el ánimo en la sala era vibrante. Yo estaba sentada al lado de una exuberante y hermosa mujer rubia con ese particular acento de los Estados Unidos, que se me parecía bastante a la gente que había visto en la televisión en programas como Dallas. Tenía una apariencia de mujer del oeste y era muy agradable. Las funciones de caridad, la mujer, todo me parecía muy norteamericano, o lo que yo siempre había imaginado que era Norteamérica.

En el carro, después de la velada, le pregunté a Sandra sobre el personaje con quien yo había charlado durante la comida. Era Dolly Parton.

Yo estaba profundamente enamorada de Sandra, como nunca antes había experimentado. Habíamos construido una bella relación, sentí que podía poner mi vida en sus manos y que ella iba a manejarla con cuidado. Cuando algo me dolía, ella sentía lo mismo. Cuando era al contrario, la que sufría el malestar era yo. Fue una relación inconcebible. Nos protegíamos mutuamente, nos amábamos, y nos habíamos convertido en las dos partes de un todo.

Como beneficio adicional de nuestra relación, mi inglés mejoró drásticamente. La comunicación con Sandra me había obligado a aprenderlo. Pero a pesar de mi felicidad y éxito profesional, me envolvía una fina capa de angustia. Un extraño fin de semana, en el que visitaba París, Katie y yo estábamos en el apartamento de Iris. Nadie en mi familia se había enterado acerca de Sandra, todavía, pero Katie e Iris sí lo sabían. Era algo así como un alivio para mí, al menos, poder sacar todo allí con ellas. Ambas, de la forma más maravillosa, me habían comprendido, me sentía afortunada de ser su amiga. Compartir con ellas era fácil, cómodo y seguro. No me sentía juzgada. El mundo de la moda, en general, mantenía la misma mentalidad. Era un lugar abierto, lleno de personas homosexuales y heterosexuales por igual, y a nadie le importaba lo que los demás estaban haciendo entre las sábanas.

—¿Eres feliz? —preguntó Iris esa noche en su apartamento.

—Sí —le dije—. Muy feliz. Pero esto es muy difícil. Ella está en Los Ángeles. Yo estoy aquí. Es agotador, quiero estar cerca de ella. La echo de menos cuando no estoy a su lado.

No me atreví a decirle que me corroía fingir que era heterosexual con casi todos en mi familia. No me parecía correcto hablar de mis esfuerzos para protegerlos de la vergonzosa verdad de mi sexualidad, que todavía yo misma no aceptaba completamente. Sandra me encantaba. Ser gay, no tanto.

Katie caminaba por el apartamento poniendo en orden algunas cosas. Al escuchar nuestra conversación se detuvo, me miró y dijo:

—¿Te gustaría ir a Nueva York? Creo que ya es tiempo.

Mi respuesta fue fácil. Nueva York estaba en mi agenda, y si no hubiera sido por Sandra, tal vez ese traslado habría ocurrido meses o años después, pero dada la situación, parecía apropiado y correcto. Asentí con la cabeza, agradecida por su gesto.

—Creo que estás lista. Nosotros estamos listos para ti allá —dijo Katie.

Al principio, cuando me mudé a Nueva York, me quedé con una de las amigas de Sandra en su apartamento de la parte alta del oeste de Manhattan en la calle 97. Fue muy generoso de parte de una completa desconocida que me dejara entrar a su apartamento, el problema: ella tenía siete gatos y yo era alérgica. Hacían pis en mis pertenencias. Cuando Sandra visitaba la ciudad se quedaba en el Royalton Hotel y yo estaba muy feliz porque sabía que me reuniría con ella. Le agradecía a Sandra por despertarme a recibir el amor que me ofrecía, por nuestra vida y por el tiempo que compartíamos. Aprendí mucho de ella, no sólo acerca de las relaciones sino sobre asuntos básicos que eran cosas ajenas a mí. Observaba, hacía un montón de preguntas, y por consiguiente adquiría conocimientos durante nuestros primeros días juntas en los Estados Unidos, acerca de temas tan usuales como: millas de viajero frecuente, y la forma de utilizar las tarjetas de crédito, todas las tareas mundanas que antes no formaban parte de mi entorno. Aprendí mucho también de sus amigos.

Poco después de mi llegada a la ciudad, Sandra vino a visitarme. Fuimos al West Village a cenar en el apartamento de su mejor amigo, un joven diseñador llamado Isaac. Vivía en algún lugar alrededor de la calle 12, en un fabuloso apartamento.

Obviamente, Sandra le había dicho que yo era una modelo que había estado trabajando en París. Mientras tomábamos cócteles, antes de cenar, en su sala de estar, nos explicó que era un diseñador. Yo no estaba familiarizada con su obra así que asumí que estaba tratando de entrar en el medio.

—Cariño, ¿me harías el honor de estar en mi show? —preguntó. Era enérgico en su manera de hablar. Su pelo ondulado y largo lo hacía lucir como un niño.

Me dije a mí misma: «creo que puedo hacerle a este chico un favor. Está comenzando y necesita una modelo con experiencia para que desfile en su show».

—Claro —le dije.

Más tarde, cuando me di cuenta de que era Isaac Mizrahi y cuán importante era, comprendí que él era quien estaba haciéndome un favor a mí, o probablemente a Sandra.

—Patricia se acaba de mudar aquí —dijo Sandra—. No sabe dónde vivir. Necesita rentar un lugar.

—Bueno, querida —dijo— si vas a vivir aquí, debes vivir en la calle 12 o en el West Village. No dejes que nadie te diga lo contrario.

Escuché, sin tener idea de quién era ese chico, sin saber que estaba en pleno ascenso a lo más alto del mundo de la moda. También parecía conocer sobre bienes raíces, lo supe por los siguientes tres días a lo largo de los que vi lugares en el West Village, con una agente llamada Jennifer, quien me colaboró para establecerme en 299 West 12th Street, apartamento 6E. Era un hermoso apartamento de un dormitorio que Sandra me ayudó a decorar.

Muchas cosas acerca de trabajar en Nueva York se me revelaron rápidamente. Ser una modelo con experiencia que venía de Francia era algo distinguido y elegante, pero nadie en los Estados Unidos me conocía. Además, Nueva York era un asunto completamente diferente; había un orden jerárquico y una manera diferente de hacer desfiles.

Esa primera temporada, sólo me contrataron para dos shows, incluido el de Isaac. El otro pertenecía a Carolina Herrera. Ella, como venezolana solidaria, me dio una oportunidad. En París podría haber desfilado en treinta o cuarenta shows en la misma temporada. En Nueva York tenía que trabajar mucho para alcanzar una posición con cualquier oportunidad que se me presentara. Había trabajo, pero no abundaba tanto como en París. En parte, tenía que ver con mi imagen. Me parecía a todas las que caminaban por las calles de Nueva York. Común y corriente. En Europa esa imagen era exótica. Las calles de Nueva York estaban llenas de mujeres latinas como yo, de Puerto Rico, México, República Dominicana y otros lugares hispanos. No es así en Francia, donde esa imagen se consideraba especial.

Nueva York era también diferente en otros aspectos. Una de sus ventajas, por ejemplo, es que los días de trabajo están muy bien estructurados y organizados. Una sesión fotográfica que duraba de 6:00 a. m a 2:00 a. m del día siguiente, en Francia, tomaba de 9:00 a. m. a 5:00 p. m. en los Estados Unidos. En cierto sentido, yo estaba bajando unos cuantos niveles, empezando desde cero para volver a establecerme en un nuevo panorama, en un mercado diferente y con distintas personas. Eso no quería decir que no entrara bastante dinero.

Aun así, hubo momentos difíciles que me llevaron a cuestionar mi traslado. Los ataques de nostalgia por París se apoderaron de mí algunos días, a pesar de la felicidad que sentía por estar mucho más cerca de Sandra. Había días en que la delgada línea entre la euforia y la depresión se hacía borrosa. Sandra era famosa, así que los paparazzi la seguían a donde fuera, y la sospecha de que tenía una novia se había extendido desde que yo había llegado a Estados Unidos. Sandra salía en la revista Out hablando abiertamente sobre su sexualidad, pero nunca me marginó públicamente. La prensa parecía, en general, que me dejaba en paz, pero de vez en cuando, salía mi foto caminando con ella, que la habían tomado, cuando corríamos a un taxi o los veíamos venir y corríamos para desaparecer. En una ocasión, tuve que enfrentar el peligro de ser descubierta. Un diario venezolano recogió la historia de Sandra en Out y me identificaron como su novia. Me entró el pánico e hice una llamada rápida a casa para decirle a mi padre que no era cierto. Lo que más me preocupaba era que al leerlo se disgustara. Pero creyó en la palabra de su hija por encima de la prensa.

La preocupación acerca de que mi vida secreta estaba revelándose se hacía cada vez más complicada, y la presión para ocultarla aumentaba. Estar pendiente de esas noticias, viajar a mi país de origen era mucho trabajo, pero la suerte casi siempre había estado de mi lado. El estrés era palpable, y la tristeza del secreto nunca me abandonó del todo, aunque ocasionalmente se diluía por el trabajo y el disfrute que éste me proporcionaba.