Capítulo Veintidós
Luego de tantas sesiones fotográficas y experiencias, la diferencia entre los buenos, los grandes fotógrafos y los terribles se hizo evidente. Los malos decían: «Dame una sonrisa»; los terribles, en cambio, sólo decían: «Dámelo». No entendían la energía que se necesita entre una modelo y quien hace las fotos. Mucho más tarde en mi carrera, si un fotógrafo me hablaba de esa manera, mi respuesta era: «No. No lo haré»; entonces preguntaban por qué no, pero yo no decía una palabra más. Siempre resultó repugnante para mí el que un profesional se expresara de tal forma. No está bien decirle a un modelo que te dé esto o aquello, o exigirle que te lo dé, eso es arrogancia, como si quien está frente a la lente fuera menos o tuviera que servirle. Como gané popularidad y los trabajos se volvieron más importantes, con mucha frecuencia, empecé a encontrar los mismos fotógrafos de renombre, algunos de los más prestigiosos: Patrick Demarchelier, Sante D’Orazio, Herb Ritts, Paolo Roversi, Francesco Scavullo, Javier Vallhonrat, Albert Watson, entre otros. El trabajo con cada uno de ellos era como una danza. Eso era arte, y después cuando miraba las fotos que esos talentosos fotógrafos hacían, siempre entendía que la genialidad les era natural. Me miraba en las fotos, y la experiencia se revelaba como si se tratara de la contemplación de una pieza de arte.
Unos meses después de conocer a Sandra yo estaba en Puerto Vallarta en una sesión de fotos temática, en honor a Frida Kahlo, con un gran fotógrafo. A menudo nos enviaban a sitios alejados de los caminos más transitados; las oficinas de turismo querían promoverlos, por lo que iban a trabajar con revistas para hacer que la gente fuera. África era un sitio popular para las sesiones fotográficas exóticas, y, finalmente, México también se convirtió en uno. Donde me encontraba entonces, era un lugar de aspecto rústico y pintoresco, pequeño, pero muy costoso, un lugar para personas muy adineradas. Era un complejo de cinco estrellas frente al mar. Estaba muy enamorada de Sandra en ese momento, y mientras vivíamos separadas, ella en Los Ángeles y yo en París, nuestra relación había progresado rápidamente. Había ganado sentido de pertenencia con ella, esa sensación, esa conexión que surge entre dos personas que se necesitan. Cuando no estaba con ella, sentía que algo me faltaba. De repente, con Sandra en mi vida, todo empezaba a tener sentido.
Quería compartir aquella experiencia con ella, aquel lugar era precioso. El fotógrafo de la sesión se llamaba Pierre; había trabajado con él en un par de ocasiones. Durante la sesión, decía cosas como: «¿estás bien?» ó «me encanta eso que haces». Hicimos las fotos en ese hermoso lugar cerca del océano; él y yo tomamos casi inmediatamente un buen ritmo de trabajo. Me dejó descubrir mis momentos durante la sesión, los que fueran, y luego los capturó perfectamente. Se anticipaba a mis intenciones mientras me movía, en sintonía con mi energía y yo con la suya. Hacía clic en los momentos adecuados; me movía y él presionaba el botón. No tenía necesidad de dirigirme. Tuvimos un día inspirador, atrapados por nuestra labor. Era un hombre increíble en todo momento, pero cuando trabajaba, lo era aún más. Nos llevábamos muy bien e hicimos juntos fotos memorables.
Al final del día, como de costumbre, cenamos en el hotel con el resto del equipo. Había tal vez ocho de nosotros en una mesa grande. Recuerdo haber comido una deliciosa sopa de maíz. Pierre se sentó a mi lado en la cena. Incluso cuando no estábamos trabajando, tenía una cierta dulzura, una suavidad, cuando hablaba, sus gestos también. No coqueteaba abiertamente, pero como me miraba y sus toques ocasionales me daban la impresión de que se sentía atraído por mí. Todos tomamos un poco de vino con la cena, y ya que era nuestra última noche y nos íbamos al día siguiente, quisimos relajarnos.
Pierre se inclinó y me susurró:
—¿Vamos a dar un paseo después de cenar?
Dos pensamientos se agolparon en mi cabeza antes de contestar: Estoy locamente enamorada de Sandra y no soy gay.
—Claro —le dije.
Quería demostrarme a mí misma que todavía me gustaban los hombres. Nos quedamos en la mesa mientras el resto se fue retirando; luego nos fuimos a dar un paseo por una calle adoquinada. Me hablaba de trabajo y de algunos proyectos, pero yo no le prestaba atención. Pensaba en Sandra, en lo fácil que había resultado todo con ella, cuán amorosa había sido; en cómo habíamos aprendido a comunicarnos a pesar de la barrera del idioma. Dicen que si quieres aprender un idioma cuando estás en un país extranjero, debes empezar a salir con alguien que viva allí. Ambas, a pesar de no compartir un mismo idioma, comprendimos que éramos la una para la otra. Aquello, se entiende, fue un gran reto porque entonces no había teléfonos celulares. De pronto, me sentí mal por estar saliendo con una chica, una mujer que, además, era famosa por ese tipo de cosas. Sólo le había contado abiertamente a una persona: Iris. Pero era demasiado vergonzoso decírselo a alguien más, no es que no hubiera algunos amigos verdaderos para contarles, sino que también, estaba demasiado confundida como para admitirlo incluso para mí misma.
Así que cuando Pierre dijo:
—¿Te gustaría venir a mi habitación? Quiero mostrarte las fotos —le dije que sí.
No es que le hubiera prestado atención a las fotos de las que habíamos hablado. Ir a su habitación, probablemente significaba que íbamos a tener algo. Me quedé mirando las luces rojas que parpadeaban en la calle, en la oscuridad, mientras regresábamos al hotel.
¿Soy o no soy gay? Eso es lo que debatía mientras caminábamos por el pasillo hacia su habitación. No lo soy. No soy gay. Estaba dispuesta a probarlo, a pesar de tener que ser desleal con Sandra, lo cual resultaba preocupante. Si yo era gay, significaba que nunca iba a estar con un hombre de nuevo. Es decir, no me iba a casar y no iba a tener hijos. Era muy difícil aceptar todo eso.
Pierre abrió la puerta, entró y se sentó en su cama. Era una habitación pequeña, más pequeña que la mía. Las paredes eran de estuco con esos pequeños puntos como de crema batida, y los tendidos de cama eran sencillos y blancos. Todo se veía muy organizado, la mayoría de hombres no son así. Era un rasgo atractivo. Pero era muy gentil, así que no me sorprendió.
Nos sentamos juntos. Me mostró algunas fotos que había tomado semanas antes. Eran hermosas. Su dulzura aparecía en el papel. Aquella sesión de fotos había sido en París. Miré a Pierre, su bigote fino, el pelo oscuro, los ojos profundos, mientras contaba la historia de cada imagen, y pensaba en todas las veces que había ido a casa y mis tías me habían preguntado con insistencia:
—¿Cuándo vas a casarte, Patricia?
Mi mamá siempre protegiendo mi mentira, sin saberlo, se apresuraba a decir:
—Déjenla en paz.
No soy gay. Repetía en mi cabeza mientras estaba sentada allí en su cama. Entonces lentamente me quité las sandalias. Se inclinó y me besó en la mejilla con dulzura. Lo miré y nos besamos en la boca.
Voy a hacerte daño, Sandra, pero no te traiciono. Tengo que demostrar que no soy gay, fue lo que pasó por mi cabeza. También pensé en que si ella se llegaba a enterar, sería una situación horrible, espantosa, pero no me detuve. Tenía que hacerlo. Pierre y yo habíamos roto el hielo, por así decirlo, por lo que nuestros cuerpos encajaron cómodamente el uno en el otro. Él vestía todo de blanco y yo llevaba un corto vestido de verano, y uno le quitó la ropa al otro. Cuando has trabajado con alguien como Pierre, se desarrolla un alto grado de intimidad. Él disparaba la cámara cerca de mi piel. Me había visto en vestidos de baño. No teníamos que superar la incomodidad o la timidez; las habíamos superado hacía mucho tiempo. Así que nos besamos rápido, y con ternura, pero no quería perder tiempo, quería terminar de hacerlo para demostrar que todavía era heterosexual. Cuando terminamos me pidió que me quedara a pasar la noche, le dije que no, que me iba a mi habitación. En mi cabeza repetí que, sólo necesitaba probar una cosa, y lo hice. No había término medio para mí, una persona era o no era gay. Ser gay no era para mí.
De vuelta a mi habitación, me duché, frotándome con fuerza por todas partes, incluso poniendo mis dedos dentro de mí para limpiarme de él. Y luego nada. Me fui a dormir. Me sentía culpable por herir a Sandra aunque sabía profundamente en mi corazón que era tan maravillosa que, si conociera el por qué y lo que me había pasado, lo entendería. Era mucho más elevada espiritualmente que yo. La amé enormemente esa noche ahí, acostada en la cama del hotel.