Capítulo Diecinueve
Nuestro nuevo apartamento era espacioso y bastante iluminado. La chica que Fernando había conocido ocupaba una gran parte de su tiempo, así que yo lo veía con mucha menos frecuencia que cuando llegamos por primera vez a París. En lugar de tenerlo cerca para hablar con él, en la mañana solía ver la TV. Una de esas mañanas como otras tantas en que me preparaba para salir a los castings del día, tenía el televisor a todo volumen, —el ruido de fondo me acompañaba a pesar de que no hablaba francés—, podía oír la televisión desde el cuarto de baño y me miraba al espejo, cepillándome los dientes, cuando una historia en las noticias llamó mi atención. Miré la televisión que se reflejaba en el espejo, me enteré de que había habido un pequeño accidente. Aunque nadie resultó herido, la policía estaba investigando. Me di vuelta y miré directamente al televisor, con el cepillo de dientes todavía en la boca; entendía cada palabra que decían en francés. Era como si hubiera entrenado un músculo en mi cabeza para entender francés cuando era una niña pequeña, y de repente, empezó a trabajar de nuevo. Mi capacidad de entender, tal vez no mi vocabulario o la capacidad plena de hablar, había regresado a mí, como por arte de magia, como un interruptor de luz que había hecho «click» de pronto.
Otra cosa sucedió también en ese momento; el número de trabajos que me llegaban se elevó. Muchos eran pequeños, se trataba de catálogos y revistas pequeñas, pero cada contrato era igual de importante para mí y estaba agradecida por la oportunidad. Además, estaba ganando un poco más de dinero para sostenerme. Me sentía muy bien.
Esa mañana en la agencia, Domitille, mi representante, me dio las citas del día. Primera parada: Karl Lagerfeld. Lo volví a leer un par de veces. Luego, de pie allí sosteniendo el papel, con la boca abierta, la miré en su escritorio y le pregunté:
—¿Karl Lagerfeld?
Ella, como si nada, apenas si levantó la vista.
—Quiere entrar en la fotografía.
—¿Volverse un fotógrafo?
Asintió con la cabeza.
Salí y fui caminando a la dirección que me había dado, y entré en el estudio que él estaba usando. Era oscuro y minimalista en su decoración, pero espacioso. Había algunas luces, un taburete o dos, y algunos equipos. Un hombre elegante con una cola de caballo gris, todo vestido de negro, tenía siete asistentes que trabajaban a su alrededor y que esperaban órdenes. Ésta no era una cita como otras, no era común y corriente; Karl diseñaba para casas icónicas: Chanel, Chloé, Fendi y Lagerfeld. Era una leyenda.
—Hola, cariño, —dijo con un acento alemán cuando se me acercó. Me preguntó mi nombre y de dónde era.
—¡Oh, Venezuela! —exclamó—. Me encanta Venezuela. Me encanta tu país.
Sonriendo, traté de comunicarme con mi escaso inglés. Luego, sin preámbulos, me hizo parar en un lugar específico delante de un telón de fondo negro. Su asistente no ajustó nada ni le hizo saber si las cosas estaban iluminadas correctamente, lo que hubiera sido normal en este tipo de fotos; era un montaje sencillo, pero a pesar de su sencillez, sentí la grandeza en su forma de trabajar. Era Karl Lagerfeld, el hombre más importante de la industria de la moda. Era él. En francés, informó a sus ayudantes que estaba listo para comenzar. Nunca le revelé a la gente que podía entender el francés, porque no tenía la suficiente confianza en mi nuevo descubrimiento. No lo revelé más tarde tampoco. Se convirtió en mi arma secreta oyendo lo que la gente hablaba sin que ellos lo supieran. Me molestaba no saber lo que se decía en Japón o en Alemania, por ejemplo, por lo que escuchaba en cuanto podía, sin dejar de fingir.
Una vez listo, Karl hizo algunas tomas, me ajustó un poco y me puso en un taburete alto. Clic, clic, clic y terminamos.
—Está bien, querida, gracias. —Beso, beso.
Esa noche lavé un poco de ropa en nuestra lavadora, que todavía era una novedad; antes de vivir en este apartamento, habíamos lavado todo a mano. La máquina era muy lenta, lavaba y secaba (aunque nunca nada se secó) y duraba horas para terminar con una carga. Tenía un par de blusas y un leotardo azul marino de tiras delgadas que llevaba todo el tiempo. Estaba colgándolos afuera para que se secaran, cuando mi hermano regresó. Le dije que había conocido a Karl Lagerfeld.
—Bueno, ¿qué pasó? ¿Qué va a hacer con las fotos? —Preguntó.
—No estoy segura. Creo que fue sólo una prueba.
El teléfono sonó y Fernando fue a contestar. Al instante me llamó y corrí adentro con las manos todavía húmedas.
Era mi agente.
—Conseguiste el trabajo con Karl Lagerfeld.
—¿Qué? ¡Guau!
—Es mañana. Anota esta dirección. Es a las 7 a. m.
Acababa de colgar, cuando Iris llamó para felicitarme también.
—¿Qué hago? —Le pregunté—. Estoy nerviosa.
—No, no, Patty —dijo Iris—. Sólo tienes que presentarte, igual que con cualquier otro trabajo. Sé tú misma. Parece que le gustaste muchísimo.
—¿Tal vez porque soy de Venezuela?
—Te lo dije, vas a ser quien introduzca lo exótico en el mundo de la moda.
Al día siguiente, la agencia me dijo que era para la portada de una pequeña pero muy conocida revista. Iba a ser importante porque era el primer trabajo fotográfico y la primera portada de Lagerfeld. La sesión de fotos fue en el mismo lugar en que nos habíamos conocido el día anterior, pero esta vez una música muy moderna sonaba por unos altavoces. Julien estaba allí para arreglar mi cabello. Era un chico francés muy desaliñado, pero se mostraba magistral al hacer su trabajo y me daba seguridad. Mientras hacíamos la sesión, recuerdo haber tenido la sensación que experimentaría una y otra vez más adelante en mi carrera: que éramos todos un grupo de artistas en un estudio realizando nuestro arte. En aquel momento fui consciente de que la vida ofrece muchas posibilidades, también sentí una suerte de conexión con mi pasado, con la danza, perteneciendo, como si nada más existiera, presente al ciento por ciento.
La sola oportunidad de trabajar con Karl Lagerfeld era inimaginable. Tomaba una fotografía y venía, me ajustaba, siempre muy ágil, después retrocedía. En un momento, tomó un conjunto de perlas, las colgó sobre mí y pidió que las luciera de variadas maneras, cuando lo hacía en el lugar que él quería que yo estuviera, decía:
—Bueno, bueno, bueno, bueno, bueno, bueno, está bien.
Todo sucedía muy rápido. Cuando terminamos le entregué las perlas de nuevo.
—Me recuerdan a mi madre —dije—. A ella le encantan las perlas.
—¿Dónde está tu madre, en Venezuela? —Preguntó.
—Sí, ojalá venga pronto a visitarme.
Al terminar, le agradecí por la oportunidad que me había dado. Me quité el maquillaje, arreglé el cabello y salí. El día había superado cualquier cosa con la que yo hubiese podido fantasear y sentí tristeza de que todo hubiera terminado. Cuando llegué a casa esa noche, Fernando, su nueva novia, y algunos de nuestros amigos estaban esperándome.
—¿Qué pasa? —Preguntó mi hermano—, tienes una cara tan larga.
—Sólo estoy un poco triste porque se acabó. Fue tan mágico. Quiero irme a dormir.
—No, no, Patricia. Esto hay que celebrarlo. Vamos a pasar un buen rato.
Lo hicimos, pero fue una experiencia extraña; todos estaban emocionados, yo también estaba feliz por cómo había ido el día, pero haberlo terminado me había hecho sentir perdida de una manera que no podía entender. Compramos un poco de vino, preparamos la cena, y luego nos dirigimos a la Torre Eiffel, que estaba justo al otro lado de la calle. Pasamos un rato agradable, pero en mi interior el vacío crecía. Para empeorar las cosas, mi hermano me dijo esa noche que iba a irse a vivir con su novia, Heike; era una chica alemana, y su padre, que era muy rico, le había comprado una casa grande. Yo iba a vivir sola por primera vez desde hacía mucho tiempo. Es decir, viviría conmigo misma y con mis pensamientos. ¿Quién era yo? ¿Qué quería? La emoción y la preocupación se apoderaron de mí, todo al mismo tiempo, sin distracciones, significaba que tendría que enfrentarme con algo raro que había empezado a sentir. Algo que no entendía muy bien.
***
Una vez que mi hermano empezó a vivir con Heike, no tuve más necesidad de un apartamento de dos habitaciones, la Ford me encontró un pequeño apartamento tipo estudio en L’avenue de Suffren. Era luminoso y tenía muy buena energía. Mi independencia o lo que fuera que aquello significara me hizo sentir como una adulta, algo que se veía representado por ese espacio, una visión de ser mayor de edad y de estar en un ambiente propio. Para compensar la ausencia de Fernando y mis sentimientos de soledad, trabajé frenéticamente. Fernando, Heike y yo pasábamos el rato en la casa de Iris los fines de semana. Las cosas iban bien para mí; la foto de Karl Lagerfeld había sido decisiva. Pero todavía faltaba algo en mi vida, no sabía exactamente qué; sentía un vacío.
Fernando llegó una noche al apartamento, solo, lo que resultaba extraño porque él y su novia eran, por lo general, inseparables. Cuando entró, se veía consternado.
—Siéntate. ¿Quieres un poco de vino?
—No. —Se sentó—. Rompimos. Se acabó todo, —dejó escapar. Habían estado juntos durante más de un año.
—¿Por qué? —Le pregunté, dándole un abrazo. Él no se levantó. Me agaché hasta donde estaba sentado—. ¿Por qué, Fernando?
No respondió de inmediato. Luego dijo:
—Su papá no me quiere y como aporta todo el dinero… bueno, tiene sentido que tenga el poder de decidir por ella.
—Pero eso siempre fue así. ¿Qué es lo diferente ahora? —Tenía que haber algo más, era evidente. Nos sentamos en silencio durante un rato. No quise presionar demasiado, así que dejé que reflexionara al respecto, y que hablara cuando estuviera listo.
Me lo contó todo, había muchas pequeñas e importantes razones, pero, finalmente, todo había terminado. Mi opinión era que él había alejado a Heike por alguna razón, y luego ella rompió con él, probablemente, con un poco de presión por parte de su padre. ¿Qué iba a hacer una chica como ella con un tipo como Fernando, que no tenía un estatus real y sin un trabajo de verdad? Peor aún, finalmente, después de tanto sacrificio y esfuerzo, estudiando en la Alianza Francesa y después de haber aprendido a amar París, decidió que era hora de partir. Sintió que era hora de volver a casa, a Venezuela, lo que resultó ser la mejor cosa que pudo haber ocurrido porque allá conoció a su futura esposa, un ángel del cielo. Pero para mí fue un momento agridulce. Lloré. Mis lágrimas finalmente habían regresado ahora que ya llevaba tanto sin acercarme a la cocaína. Tal vez lloré un poco más de lo que la situación justificaba. Tal vez ser capaz de llorar otra vez fue bueno. De cualquier manera, yo estaba asustada; ahora sí iba a estar sola. Perdía a la única persona que realmente me había acompañado y había estado de mi lado. Aquello significaba tener que aprender cosas sobre mí misma que yo desconocía, y eso era… aterrador.