Capítulo Dieciocho

La revista Marie Claire Bis era muy importante en Francia. Sacaba publicaciones dos veces al año y era casi tan importante como la Vogue italiana, pero con menos publicidad. Tenía muchas series de fotos de moda. Cada una de sus dos publicaciones anuales permanecía en los estantes de las tiendas de revistas durante seis meses, por lo que todo el mundo quería ser parte de ellas. Todos los fotógrafos querían participar en la edición, y las modelos querían posar para la misma.

Recibí una llamada de la Ford diciendo que iría a una sesión de fotos para la misma Marie Claire Bis, organizada por una influyente estilista japonesa llamada Macu, junto con un importante fotógrafo suizo, de nombre Christian Moser, que tenía un fuerte acento suizoalemán. Nos enviaron a un país en el oeste del África Central, uno de los países más pobres del mundo: Benín. Una vez que me enteré de que había obtenido el trabajo, hice una investigación extensa. Siempre había estado fascinada por la religión Yoruba como origen del vudú y la magia blanca. Todas esas prácticas provienen de Benín y se encuentran profundamente arraigadas en su cultura. Ese tipo de pensamiento espiritual estaba también arraigado en nuestra tradición suramericana.

Después de un largo vuelo a un aeropuerto pequeño, tuvimos que conducir hasta el lugar en que haríamos la sesión de fotos. Un señor nos estaba esperando en el aeropuerto con una camioneta, el Gobierno había dispuesto todo; eligieron un lugar muy especial y remoto para que hiciéramos el trabajo. Pero, como era de esperar, estábamos increíblemente agotados por el vuelo. No dejábamos de preguntar si ya habíamos llegado o si estábamos cerca del destino, el conductor sólo respondía que faltaba un poco más. El viaje fue bastante tedioso porque el paisaje nunca cambiaba, era lo mismo, lo mismo y lo mismo: arcilla roja, polvorienta, pero con una sorprendente cantidad de vegetación. La tierra se extendía en todas direcciones por kilómetros y kilómetros.

Por último, tal vez después de seis horas, Macu se salió de sus cabales frente a todos nosotros, el maquillador, el fotógrafo y todo el mundo, y empezó a pelear con el conductor. Era divertido verla peleando en francés con acento japonés, con un chico que hablaba francés con acento de Benín.

—¿A dónde vamos? —Le preguntó desde el asiento de atrás—. ¿A dónde nos llevan?

En años posteriores, un viaje como éste habría requerido mucha seguridad, pero no en ese entonces. Igual era extraño y un tanto preocupante que hubiéramos subido a ciegas en una camioneta cualquiera y hubiéramos permitido, que nos llevaran a lo profundo de una tierra extranjera, donde ninguno de nosotros podría encontrar la manera de salir, si fuese necesario.

El conductor se repetía a sí mismo:

—Sólo un poco más.

Seis horas más tarde (¡para un total de doce!), llegamos a nuestro destino. El lugar era muy pequeño, nos alojamos en un diminuto hotel con sólo cuatro o cinco habitaciones en el centro de un pueblo que tenía tal vez dos mil personas. Mayoritariamente eran científicos los que visitaban el lugar, antropólogos que querían estudiar y hacer investigación allí. Dormí mucho; todos lo hicimos. Al día siguiente pasé tiempo explorando el pueblo. Lo que me pareció más singular, cuando me senté en frente de mi pequeña y accidentada posada, observando las idas y venidas de la gente, fue que las personas compartían sus pertenencias. Había unas cuantas bicicletas para uso común en el centro de la ciudad. La gente usaba las bicicletas y luego las devolvía cuando había terminado de hacer lo que fuera que estuviera haciendo. Si necesitabas una bicicleta, la utilizabas.

Recuerdo estar sentada afuera viendo esa forma de compartir y de pensar, era fantástico que algo así pudiera suceder, que nadie estuviera robando; me pareció divertido que algo tan simple y correcto pareciera tan extraño. Mientras observaba la actividad del pueblo desde una pequeña banca en frente de mi hotel, pensé en mi investigación. Si trazara una línea alrededor del mundo, en la misma latitud del pueblo de África, pasaría por Venezuela. Estábamos en el mismo paralelo, pero eran dos lugares tan distintos. La tierra en Benín era tan roja y menos seca que allá en casa. Estaba intrigada también por la espiritualidad de la región y la manera en que formaba parte de mí, de los cimientos de nuestra cultura. Todo me hacía pensar en mi hogar, mis raíces indígenas, mi mamá, mis tradiciones. Un sentimiento de nostalgia se apoderó de mí en ese momento, y a pesar de los muchos lugares a los que había viajado, era curioso ver que un lugar como Benín me recordara de dónde venía, de qué estaba hecha. Un sentimiento de orgullo surgió dentro de mí. Pensaba en Venezuela, un lugar que amaba y extrañaba.

La noche antes de una de las sesiones de fotos, la peluquera, Lucía, me arregló el cabello, quería prepararme para el día siguiente haciéndome rizos con rollos de papel higiénico; dormiría así, lo que haría que tuviera mucho volumen al otro día por la mañana. Era uno de sus trucos, sabía que vendría algo grande y exótico.

Al día siguiente, temprano, terminó de arreglarme, y mi cabellera se veía enorme. Fuimos en carro a poca distancia de una hermosa cascada que tal vez era demasiado pequeña para lo que se esperaba, tenía una caía de apenas cuatro a cinco metros. No era exactamente lo que habíamos imaginado, pero tuvimos que hacer que funcionara porque esa era nuestra locación prevista para el día. De modo que, mientras preparaban el set, me fui a explorar, que es algo que he hecho toda mi vida, tal vez porque soy indígena. Hice mi propio recorrido por los alrededores hasta la parte superior de la cascada, para ver dónde se originaba el agua. Estaba de pie allí, cuando, de la nada, me encontré rodeada de nativos, siete u ocho hombres altos de extraordinaria belleza. Su piel era muy negra. Iban vestidos con taparrabos, y de inmediato comenzaron a gritarme. Fue tal mi asombro por lo hermosos que se veían que demoré unos segundos en reaccionar y sentirme aterrada. No sabía lo que decían o qué idioma hablaban, pero su ira hacia mí era evidente por el tono de las voces. Vulnerable, lejos de mi equipo y preocupada por mi vida, me quedé allí paralizada. De repente, nuestro conductor apareció y dijo:

—Espera, espera, espera, están hablando el idioma local.

Luego, de algún modo, se comunicó con ellos, negociando y discutiendo a la vez. De pronto, se dieron la vuelta y se fueron.

Me agarró de un brazo y me dijo:

—Tenemos que salir. Usted no puede estar aquí.

—¿Por qué no? —Le pregunté en mi rudimentario francés.

—Tenemos que bajar. No podemos estar aquí. Hay un espíritu en estos terrenos, es un lugar prohibido.

Si él me hubiera visto subir a ese lugar sagrado y protegido, tal vez me hubiera detenido antes de que pasara todo eso. Mi corazón latía rápidamente, empecé a descender de regreso, estaba asustada y sabía que querían que me fuera, así que traté de actuar con rapidez.

La sesión de fotos resultó increíble, la recuerdo muy vividamente, tal vez más que cualquier otra sesión que haya tenido hasta ahora. Esa noche nos sentamos a cenar en el mismo lugar pequeño y rústico en el hotel en el que habíamos comido antes. El lunes, el mesero dijo:

—Tenemos pollo y arroz.

La noche siguiente, carne de res. La siguiente, fríjoles, y el jueves nos tenían pasta. Luego, la última noche, dijo:

—Pueden pedir lo que quieran del menú de la semana. Estábamos todos sentados alrededor de esa pequeña mesa afuera, y hacía calor. Nos dimos cuenta de que habían guardado la comida desde principios de semana para servirnos las sobras. Así que dije:

—Voy a pedir lo que nos dieron ayer para estar a salvo.

La gente de aquel lugar era pobre, demasiado pobre. Vivían en pequeñas casas hechas de adobe con un conjunto de torres con tejados de paja, casi como en las fábulas. En una que visitamos, el ganado dormía en la planta baja y en la planta alta dormían la madre, el padre, los niños y las niñas. Una noche hicimos fotos allí, cerca de una gran fogata. Fue mágico.

La magia continuó. Semanas más tarde, la misma revista volvió a llamar para una segunda sesión con otro de los grandes fotógrafos del mundo, Paolo Roversi, lo cual me dejó estupefacta. Había tenido sesiones de fotos con Christian Moser y ahora se me presentaba una oportunidad con otro fotógrafo legendario, para una de las revistas más importantes del mundo y del momento.

***

—Hola, Patricia —dijo Iris en el teléfono una mañana, unos meses después de la sesión de Marie Claire Bis—. ¿Qué vas a hacer esta noche? Ven a cenar. Tengo una sorpresa para ti.

—¿De qué se trata? —pregunté.

—Te lo diré cuando llegues aquí. Freddy va a venir también. Vamos a divertirnos.

Freddy era un chico gay estadounidense de quien Iris era muy amiga.

—Trae a Fernando —agregó.

—Conoció a una chica. Va a salir con ella esta noche —le respondí.

Iris había despertado mi curiosidad con lo de la sorpresa, pero después de un ajetreado día de trabajo, estuve a punto de olvidar lo de esa noche. Freddy abrió la puerta, yo acababa de dar un paso dentro del apartamento cuando Iris salió rápido de la cocina, radiante.

—¡Felicitaciones! ¡Lo hiciste! —dijo.

—¿Lo hice? —pregunté con una mirada de extrañeza.

Se acercó a su escritorio, cogió una revista y me la entregó. Era la revista Marie Claire Bis de verano, y la foto de Benín estaba en la portada, me presentaba con un sencillo vestido de lino blanco, con alpargatas del mismo color que resaltaban sobre unas medias pantalón, negras y opacas, mi mano estaba en el aire, como si estuviera bailando. La danza y mi capacidad de moverme iban a ser mis armas secretas, lo cual quedó claro a partir de esa foto. Usar las habilidades que había aprendido en la danza me ayudaría a destacarme en mis sesiones de fotografía.

A pesar de las diferencias que había tenido con Soraya, mi primera profesora de baile, estaba muy agradecida en ese momento por todo lo que me había enseñado. No era simplemente posar, sino hacer de cada pose un paso de baile para cada click de la cámara; movía mi cuerpo como lo hacía durante la danza, dándole energía a mis manos, que se destacaban en las fotos. La portada fue el comienzo del uso de esa estrategia, de esa energía, de mis habilidades como bailarina, mi arma secreta.

Durante las sesiones de fotos bailaría en mi mente para que la energía correcta fluyera. No se trataba de ser hermosa ni exótica sino de utilizar la danza para dejar una huella.

—¿Estás emocionada? —preguntó Iris.

Me quedé sin palabras, con la boca abierta. Moví la cabeza ligeramente, pasando las páginas y luego regresando a la portada con sorpresa. Esa portada equivalía a una posibilidad; la verdadera oportunidad podía estar cerca. Aquello significaba que, por un momento, había legitimado mi labor como modelo, que merecía el trabajo, algo de lo cual dudaba casi todos los días. Algunas veces me había sentido como una impostora, como si estuviera tomando el lugar de otra persona. Pero esa portada significaba que no se había tratado sólo de buena suerte, tal vez era realmente talentosa. Sin duda mi vida de trabajo duro y sudor me había conducido a ese momento. Esa portada era la recompensa. Significaba que tenía derecho a aceptar el premio por mis esfuerzos. Podía disfrutar ese momento. Fue algo decisivo.

—¿Quieres llamar a tu mamá? —Preguntó Iris.

—Es demasiado dinero —le dije—. No, no.

—Llama —dijo—. Está bien.

En efecto, era lo único que quería hacer. Me pasó el auricular.

—Mamá, tengo que hablar muy rápido porque estas llamadas son muy caras. Fui a África a una sesión de fotos, y me dieron la portada de una revista muy importante.

Explicarle que era una de las revistas más prestigiosas de la moda era difícil, ya que ella no conocía ese mundo, pero podía deducir por mi entusiasmo que era muy significativa.

—Estoy tan feliz por ti mija —dijo.

Debió darse cuenta de que era algo muy trascendental porque yo estaba llorando y nunca antes había sido testigo de una expresión tan abierta de mis emociones.