Capítulo Veinte

A pesar de que estaba muy triste por la partida de mi hermano, comencé a sentirme renovada después de la sesión de Lagerfeld. Tal vez solo estaba cuidando de mí misma, fuera lo que fuera, obtuve un nuevo y emocionante trabajo en un desfile de modas. El primer desfile de moda en el que participé fue para Comme des Garçons, en 1992. Fue una pasarela muy importante financiada por un grupo muy respetado de japoneses en el Louvre de París en la temporada de Pret-à-Porter. La mañana del evento estaba mucho más nerviosa que en otras ocasiones, puesto que iba a desfilar junto a Linda Evangelista, Christy Turlington y Tatjana Patitz, sólo por nombrar algunas de las modelos que estarían allí ese día. No había conocido a ninguna de ellas, ni trabajado al lado de chicas de ese calibre antes. Era aterrador y desconocido para mí. Además, el Louvre resultaba intimidante, por ser uno de los museos más famosos del mundo. En la pasarela estábamos a punto de convertirnos en parte del arte, como esculturas vivientes.

Fumar un montón de cigarrillos y beber mucho café esa mañana, me ayudó a controlar el pánico. No probé bocado, no fui capaz. Me bañé, y aunque me dijeron que no usara ningún tipo de maquillaje ni me arreglara el cabello, consideré, mientras me miraba en el espejo con un cigarrillo en la mano, que debía aplicarme un poco de base. Luego decidí que no debía hacerlo, pero después lo hice, entonces inmediatamente me lavé. Sequé mi pelo con secador, y lo dejé súper liso y sencillo, aunque sabía que lo iban a peinar de nuevo cuando llegara al museo. Justo antes de irme, me devolví corriendo y me apliqué un poquito de base de nuevo. Sólo para sentirme segura.

Tomar un taxi parecía la mejor opción, tanto porque estaba muy nerviosa como porque sentía que era muy de madrugada para confiar en la velocidad del metro. La hora de la cita era a las 6:00 de la mañana, y no quería correr el riesgo de llegar un segundo tarde. Todavía estaba oscuro cuando llegué, caminé por la calle adoquinada hacia la entrada, tuve la inmejorable oportunidad de apreciar la belleza del museo y toda su grandeza, perfectamente iluminado por el sol naciente. Había muchísima gente caminando, en otro día cualquiera no habría sido así a esa hora, pero se requería mucho personal para montar la pasarela. Traté de actuar con calma, pero la idea de que ¡era el Louvre! seguía dando vueltas en mi cabeza mientras caminaba en medio del gentío.

A pesar de haber empezado a comprender el francés, me sentía un poco avergonzada por mi inglés, y no quería parecerme a esas personas extranjeras locas que hablaban un inglés entrecortado, así que traté de aparentar que sabía lo que estaba haciendo. Transité en medio de la gente hasta la gran carpa blanca que habían levantado para el show, entré en una zona grande, dividida con perchas y perchas de ropa, alineadas por todas partes, luces tenues y gente que corría de un lado a otro trabajando, arreglándolo todo. Los peluqueros y maquilladores estaban instalados a la derecha, contra la pared de la carpa. Todo el mundo estaba vestido de negro. Los secadores de pelo zumbaban alrededor, y las modelos entraban y salían sin cesar. Era emocionante e intimidante a la vez. Me quedé congelada por un minuto, sin saber qué hacer, antes de detectar a Julien d’Ys de la sesión fotográfica de Lagerfeld; me alivió encontrarme con alguien conocido.

—Siéntate aquí —dijo Julien cuando me vio.

Era su show. Era el estilista a cargo. Así que cuando dijo: voy a arreglarte el pelo, me hizo sentir segura y protegida.

Al mirar rápidamente el lugar noté que las modelos famosas no habían llegado aún. Parecía que, entre más importante eras, más tarde llegabas… Yo sabía que el evento empezaba a las 9:00 am, pero no quería tomar ningún riesgo. Competir por el peluquero principal era parte de la jugada en los camerinos, no por un asistente, no por el segundo más calificado, una modelo quería estar, en ese momento, en la silla de Julien, y esa fue mi recompensa por llegar tan temprano. Mi cabello tenía 20 cm de alto en el momento en que terminó. Era enorme e increíble. El maquillaje era lo siguiente, y luego de cuarenta y cinco minutos me había transformado. Demasiado temprano, tal vez, pero estaba lista. Me tomé el tiempo extra para ubicar la entrada en escena que estaba cerca de maquillaje, y luego busqué mis atuendos. Los nombres estaban en cada uno de los bastidores. Fui de arriba para abajo por las filas, sin atreverme a preguntarle a nadie acerca de lo que venía luego, entonces vi un par de modelos de las más importantes, ya empezaban a llegar y se dirigían a la zona de maquillaje. Nadja Auermann fue la primera, la chica alemana. Era bellísima.

De pronto, las fuertes carcajadas de dos personas se levantaron por encima del incesante murmullo de la carpa, también por encima de la música y del ruido de los secadores de pelo, me dije que se trataba de estadounidenses, su conversación en inglés era ruidosa. Fingí no hacerles caso, pero les estaba observando mientras seguía con lo mío. No es que una de esas caras me fuera conocida, pero allí estaba André Leon Talley, de la revista Vogue. Se trataba de un titán de la moda y tenía una presencia imponente; era grande, de color, guapo, un poco afeminado y llamativo. Resultaba impresionante que pudiera mostrarse tan abierto y ser lo que era. En el mundo del modelaje, todos se aceptaban tal como eran. Aquello contrastaba con el medio en el que yo había crecido. Allí mismo tuve una revelación milagrosa sobre la moda: ésta es la moda, es la aceptación. Todos, venidos de muchas partes del mundo, estaban unidos para crear. La mujer con la que André estaba hablando lucía diferente. Era alta pero, se veía pequeña a su lado, tenía el pelo rizado a la altura del mentón y una boca amplia con los labios pintados y muy brillantes. No se veía como una modelo típica; era asombrosamente hermosa. Comme des Garçons usaba otros tipos de chicas en los desfiles porque creían en la diversidad de la belleza. Los movimientos de esa mujer eran muy femeninos y su presencia era agradable y cálida. Mientras estaba hablando con André, pasé cerca de ella y de repente se detuvo a mitad de una frase, me miró directo a los ojos y me saludó:

—¡Hola!, —me dijo en inglés. Por un segundo me quedé callada.

—Hola, —le respondí, y seguí caminando.

Me sentí extrañamente atraída por la calidez del intercambio. No supe por qué, pero experimenté confusión en aquel instante. Me vi como a un pajarito, perdido y fuera de lugar, así que seguí moviéndome rápidamente para encontrar mi nombre, con miedo de parar, por temor a revelar mi incomodidad.

Ver mi nombre en una percha de ropa, con mis Polaroids, fue un momento tan especial que me quedé sin aliento. Miré alrededor para compartirlo con alguien, pero las filas de perchas estaban vacías. De repente, sin saber qué hacer, me senté en el piso; estaba asustada. Todo el mundo fumaba y bebía champán, hablando entre sí. Yo no. Me senté junto a la percha, custodiándola con mi vida. Me hacía sentir segura mantenerla a la vista mientras esperaba que me vistieran. Ser una profesional significaba quedarse donde yo estaba hasta que alguien me vistiera, lo que me hizo pensar en mi mamá. ¿Cuál sería su consejo? Seguro diría: «Patricia, mantente tranquila y respetuosa». Los japoneses eran «tranquilos y respetuosos», eso había aprendido de mi tiempo allí. Estuve segura de que si hacía las cosas bien, mi esfuerzo sería recompensado. Así que eso fue lo que hice durante una hora y media hasta que alguien vino a vestirme: fingía leer, pero realmente estaba captándolo todo, mirando el entorno, capturando el momento en mi cabeza como en una serie de fotos que recordaría por siempre. La risa de André resonaba en todo el lugar.

Linda entró finalmente con una agente de modelos. Era hermosa, perfecta, y moderna, llevaba una chaqueta y tacones altos, una leyenda viviente. Se acercó a hablar con André, lo saludó con un beso doble en el aire que no llegó a tocarle las mejillas. Podía escuchar darling esto y darling aquello, y pude ver a la mujer que había dicho hola, mirándome de vez en cuando mientras hablaba con ellos. Fingí no darme cuenta.

Cuando Christy entró, contemplé su belleza y la de Linda, entonces, un repentino ataque de pánico se apoderó de mí. ¿Qué hacía yo allí? No había manera de que encajara, no lucía como ellas. No era tan elegante, no me sentía tan bonita y ni siquiera estaba cerca de ser tan alta como ellas. Impresionada como estaba por todo esto, sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas. Justo en ese momento, la mujer con la que André había estado hablando apareció a mi lado. Me sorprendió, ya que ni siquiera había percibido su proximidad. Se arrodilló a mi lado, y de inmediato mis lágrimas desaparecieron. Me tocó el brazo y dijo:

—Hola. Soy Sandra. —Debió haber percibido mi angustia—. ¿Cómo te llamas?

—Soy Patricia —respondí.

—Encantada de conocerte.

—Encantada de conocerte también —le dije.

—¿Estás nerviosa? —preguntó todavía con la mano en mi brazo. Se sentía cálida y reconfortante.

Asentí con la cabeza.

—No te preocupes, será divertido, todo va a estar bien, —fue todo lo que pude entenderle. Siguió hablando y asintiendo con la cabeza como si yo supiera a lo que se refería, pero yo no tenía ni idea de lo que estaba diciendo.

—No hablo inglés —le decía de vez en cuando. Pero ella seguía hablando. Cada palabra que decía, me hacía sentir menos sola. Además, sabía algo que ni siquiera yo conocía acerca de mí. Algo que aprendería con el tiempo.

Pocos minutos después de ese encuentro, llegó la hora de entrar en acción y dos ayudantes japonesas comenzaron a vestirme. Fui la primera en estar lista, y eso que fui la más cuidadosa; me vestí muy lentamente para que todo saliera bien. Mi primer traje era suelto y drapeado. Otras personas comenzaron a prepararse también, pero eran un poco más audaces. Se quitaban la ropa, quedaban desnudas, y se vestían. Yo me tapaba un poco porque me sentía incómoda haciéndolo de otra manera. Fue un hábito que nunca dejé en todo este tiempo.

La voz del productor me sacó de mis pensamientos. Era hora de empezar.

—Muy bien, Nadja, Linda, Christy… Patricia…

Todo el mundo bebió champán hasta un segundo antes de salir, alguien esperaba junto a la cortina y tomaba las copas justo en el último momento. Empezamos a salir a través de las cortinas, una por una, hacia las luces y la multitud. Marianne Faithfull sonaba a todo volumen por los altavoces. Aquello fue poco menos que eléctrico. En aquel momento fui consciente de que era lo único que había querido hacer en mi vida. Sentía que había nacido para ese escenario. Cientos de flashes nos cubrieron, no podíamos ver otra cosa. Me sentí poderosa, en parte por estar allí, también porque sabía que la cantante Marianne Faithfull había regresado de algunas malas experiencias de consumo de drogas. Me sentí muy a gusto, y, a pesar de que yo era diferente, más caderona, más latina, y sabía que nunca sería parte del club, por así decirlo, estaba haciéndolo como toda una profesional de la pasarela. Además, quería que todo el que comprara lo que yo modelaba se sintiera parte de esa experiencia. Fue un gran desfile que terminó en lo que parecieron ser unos pocos segundos. Había quedado enganchada.

Ya que todo había terminado y la prisa y la emoción se diluyeron, la música se detuvo y el desmonte del escenario empezó; tuve la esperanza de encontrar a la mujer que había conocido y darle las gracias. Había un poco de agitación, a la prensa se le había permitido entrar, y ahora la asediaban sin clemencia. Yo no tenía la menor idea de quién era esa mujer, pero estaba claro que la prensa sí lo sabía y los periodistas querían hablar con ella a como diera lugar. Se fue con ellos a otra zona y me dijo cuando salía:

—Ya regreso —mientras la sacaban del lugar.

Más tarde supe que en ese tipo de desfiles suelen llevar celebridades como estrategia publicitaria para atraer la atención de la prensa. Aun así, me parecía extraño que quisieran hablar con ella y no con Christy o con Linda.

Devolví el último vestido y me puse mi ropa, en aquel momento la mujer de pelo rizado regresó y quiso saber cómo estaba:

—¿Cómo te fue? —Preguntó.

—Muy bien —le dije sonriendo.

Nos sacaron a todos porque inmediatamente empezaron a recoger las cosas y a desmontar el escenario, ella caminaba conmigo mientras nos movíamos a través del caos.

—Quería darte las gracias, pero con toda esa gente…

—No te preocupes. Escucha —dijo—. Tengo que volar a Londres a las cuatro. ¿Podemos vernos ahora o antes de irme? Quisiera conocerte.

—Por supuesto. Tengo un casting ahora. ¿Más tarde tal vez?

—Sí. Mi nombre es Sandra Bernhard. Estoy en el Hotel Montalembert. ¿Por qué no vienes a visitarme cuando hayas terminado? Te esperaré.

Nos pusimos de acuerdo y ambas salimos. Estaba tan emocionada de haber conocido a mi primera amiga de verdad. No había hecho muchos nuevos amigos en París, sólo los amigos de Iris o de mi hermano. Fue emocionante pensar en tener a alguien nuevo con quien hablar. Entré a una cafetería para cepillarme el cabello y quitarme el maquillaje, tomé un Café au lait, y salí. Como siempre, una vez acabado el evento, empezó esa intensa sensación de vacío que solía experimentar después de cada trabajo extraordinario. En el metro pensaba, tal vez tener un amigo podría ayudarme a superar este sentimiento, no llegaría a estar sola cada vez que un proyecto se termine. Entonces el pánico me inundó. Dios mío. No tengo ni idea del nombre del hotel que ella me dio. Me bajé en Champs Elysees y subí las escaleras, tratando de recordar lo que me había dicho.

Mi entusiasmo se transformó en rabia. Estaba enojada por no haber aprendido suficiente inglés. ¿Por qué no lo escribí? Había arruinado la posibilidad de tener una amiga. Luché con mi memoria todo el camino al casting, sorprendida de lo furiosa que este incidente me había puesto. Una vez en Publicis, la agencia publicitaria en que debía trabajar esa tarde, tomé el ascensor y me senté en el vestíbulo. La cabeza me daba vueltas, en parte reviviendo el show y lo que acababa de hacer y en parte por estar enojada conmigo misma por haber olvidado el nombre del hotel. ¿Cómo es que se llama? Ni siquiera su nombre se me había quedado, lo que hacía que me preguntara por qué razón, verla a ella, me había resultado tan importante.

Una secretaria interrumpió mis pensamientos.

—Patricia —dijo en francés mientras se acercaba—, tiene una llamada telefónica.

La miré por un segundo.

—¿Yo? ¿Aquí?

—Sí.

¿Quién podría estar llamándome? ¿Quién podía saber que estaba allí? Tal vez la agencia.

—Hola —dije en el receptor.

Era su voz. Me hizo sonreír.

—Se te olvidó el nombre del hotel, ¿verdad?

—Sí. —Estaba avergonzada.

—Pide papel y lápiz. —Lo hice.

—Escribe esto.

Lo hice y le dije que me encontraría con ella después de mi prueba.

—¿Cómo me encontraste? —Le pregunté.

—Llamé a tu agente.

En aquella oportunidad fue lo que menos me preocupó, pero de verdad que la gente de la agencia se había tomado una gran libertad al brindar mi información. Debía tratarse de alguien muy famoso como para hacerlos hablar; en Francia no se revelaba ese tipo de información, no como en Italia. No como cuando Ernesto los convenció para dejarlo que me llevara a otro país. La Ford era mucho más protectora con nosotros.

El tiempo me pareció que pasaba muy lentamente durante la cita. Moría de ganas de ver a mi nueva amiga. Mi mamá me había enseñado a no ir de visita con las manos vacías, así que, después de que la prueba por fin terminó, me detuve en una panadería francesa y compré unos dulces. Una vez en el hotel, un edificio de aspecto romántico, me dirigí al último piso, según se me había indicado. Teníamos muy poco tiempo porque, como ella señalara, partía a Londres enseguida.

Sin decir una palabra, entregué el regalo y comenzamos a hablar; no se trató de una conversación trascendental, sólo de cumplidos simples, frases cortas, palabras básicas para que yo pudiera entenderla mejor. De la nada, empezó a tocarme suavemente el brazo, frotando su dedo hacia atrás y hacia adelante, tierna y lentamente. No tenía idea de lo que estaba pasando, o incluso qué pensar de lo que ocurría, pero no rechacé el gesto. Me gustaba.

Aquel momento se tradujo en una experiencia casi extrasensorial, como una película proyectándose en mi cabeza. En cuestión de segundos muchas cosas quedaron claras en mi vida. De repente miré hacia atrás y gané claridad sobre algunas mujeres de mi pasado. Mi primer pensamiento fue para Anita, de cómo mi amor de amiga había sido tal vez algo más. Algo prohibido. Anita fue la única persona con la que había intentado tímidamente tener algo pero terminó por no suceder nada; viendo las cosas en perspectiva aquello había sido sin duda un flechazo, ella también se había enamorado de mí, era una Géminis. En aquel tiempo a Anita le gustaba también la coca. Yo había estado tan atraída por ella, pero tan confundida. Una vez en Tarifa mientras nos alojamos en un hotel pequeño, en dos pequeñas camas gemelas, tuvimos nuestro momento; recuerdo que había olvidado esto hasta cuando entré en la habitación de Sandra. Aquel verano con Anita estuvo lleno de energía intensa, lo que también solía suceder con frecuencia en Europa. En esa ocasión, abrí la puerta de nuestra habitación a altas horas de la noche, ella me pidió que cerrara la puerta, estaba encorvada en la oscuridad, mirando el mar. A pesar de mi confusión fui hasta donde se encontraba y contemplamos un gran número de pequeñas linternas en movimiento. Nos hallábamos en el extremo sur de España, así que veíamos por la ventana cómo todas estas pequeñas luces correteaban de un lado para otro. Me explicó que se trataba de los traficantes de droga que traían hachís al país, desde Marruecos. Anita se acostó y me invitó a dormir en su cama abriendo las sábanas para mí. No lo hice. No pasó nada. Le dije:

—Tenemos que irnos. Debemos regresar a Madrid.

Nunca hablamos del asunto. Nada. Eso fue lo único que pasó.

Sumida en mis recuerdos, miré a Sandra en frente de mí. Entonces pensé en que cuando sostenía la mano de Anita no se trataba sólo de un signo de amistad. Era algo más, pero me había resistido. Me había resistido a todo, confusa e incómoda con lo que había sentido durante todos esos años. En esa ocasión, con Sandra, no me resistí. Lo que hacía, la forma en que me tocaba, jamás podrían aceptarlo en mi casa; a las mujeres las tocaban los hombres, no otras mujeres. Estaba prohibido. Me entró el pánico de que mi familia se enterara de mis sentimientos más íntimos y me rechazara pensando que había sido un fracaso como hija y como ser humano.

Me retiré suavemente, sólo lo suficiente como para que Sandra no me tocara, pero ella dio un paso adelante y puso sus labios sobre los míos. La primera vez, brevemente y luego con más fuerza. Nos besamos allí de pie. Nunca había besado a una chica. Fue más suave que besar a un hombre. Más tierno.

De pronto, se terminó:

—Tengo que ir al aeropuerto —dijo—. ¿Puedo volver y nos vemos mañana?

La cabeza me daba vueltas. No sabía qué decir. Ella esperaba una respuesta, pero yo seguía callada. Finalmente, le dije que debía ir a otra prueba, y que tenía que pensarlo. Nos despedimos; corrí hacia el ascensor. Golpeé el botón, esperé, luego regresé hacia su puerta y llamé. Ella abrió y yo entré.

Me abrazó con fuerza pero lo mío no fue un abrazo propiamente dicho; no estaba segura de por qué había regresado. Luego nos besamos de nuevo, por más tiempo.

—Nunca antes habías besado a una mujer, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Estaré de regreso el fin de semana. Quiero conocerte.

Contuve la respiración mientras pensaba qué decir.

—Sí. Bueno. Veámonos otra vez —le dije.

Me besó de nuevo y contestó:

—Muy bien. Me voy, pero quédate. Quédate aquí. Puedes estar un tiempo aquí. Haz lo que quieras.

Me entregó una llave del cuarto con un llavero anticuado y grande. Le di el número de teléfono de mi casa. Permanecí unos pocos minutos, pero estaba trastornada y necesitaba calmarme. Me hundí en el sofá y me quedé mirando fijamente. ¿Qué había sucedido? Agarré un dulce y tomé un bocado, luego lo tiré de nuevo en la caja. Segundos más tarde, salí corriendo y me fui a la siguiente cita sintiéndome emocionada, pero muy preocupada porque acababa de hacer algo incorrecto; las chicas no se besan entre ellas. No estaba bien. Una sola cosa estaba clara: no veía la hora de que ella regresara. En mi apartamento, llamé a Iris para preguntarle quién era Sandra Bernhard.

—Es una gran actriz de comedias estadounidense, amiga de Madonna. Es muy famosa en este momento. Controvertida, pero divertida.

La mañana siguiente Sandra me llamó a casa.

—Patricia, estoy en camino de regreso a París, pero tenía que decirte que ¡estás en la primera página del Herald Tribune del desfile de ayer! Hay una gran foto tuya.

—¡Estás bromeando!

—Eso significa que estamos hechas la una para la otra, ¿verdad? Me fui al aeropuerto y ahí estabas tú… —agregó.

Mi mundo estaba a punto de cambiar, pero iba a permanecer en secreto para casi todos en mi vida. Lo que Sandra había dicho, acerca de que nosotras estábamos hechas la una para la otra, tenía sentido. Estábamos hechas la una para la otra. Supe que lo que significaba la mayor alegría era, a la vez, mi mayor vergüenza. Aparecer en la primera página del periódico fue maravilloso. Resultó muy extraño compartir la noticia con mi mamá, pero, no fui capaz de compartir la noticia acerca de la mujer que acababa de conocer. Mi vida con Sandra empezaría a ser una mentira que carcomería mi alma. Sólo el pensar en mis sentimientos por ella me hacía sentir como una farsante. Aun así, la atracción era tan grande, tan abrumadora, que sabía, sosteniendo todavía el teléfono al oído, que me había metido en una vida de la que no podría dar vuelta atrás.