Capítulo Diez
Estuve menos de una semana en Milán por mi cuenta antes de que alguien me viniera a rescatar. Como tantas veces en mi vida, debí darle más de una oportunidad a la ciudad en lugar de hundirme impulsivamente en mi soledad o arrojarme a vivir la vida de otra persona. La profesión de modelo era mía, pero rápidamente perdí el control.
Cuando abordé el avión en Caracas, no había previsto cómo se iban a comportar conmigo algunos hombres, pero fui consciente de esto desde el momento en que la inmigración italiana me hizo detener después de un vuelo nocturno agotador. Aterricé, presenté mi pasaporte en el control de documentos, y me hicieron ir de inmediato a una sala donde algunos otros estaban siendo interrogados por funcionarios italianos. Hacía calor bajo las luces fluorescentes mientras esperaba a que sellaran el pasaporte, con la esperanza de seguir mi camino rápidamente. Tenía sed y cansancio, estaba desesperada por darme un baño y ver Europa de nuevo. Pero a medida que las horas pasaban, fue aumentando mi incomodidad; detenida en una silla de plástico, me di cuenta de que algo andaba mal. A través de breves conversaciones con un par de funcionarios italianos, con un inglés entrecortado por ambas partes, entendí qué ocurría: querían una cita conmigo, o eso era lo que ellos decían. Me encontraba detenida, vigilada y observada minuciosamente. Más tarde supe que esa era una práctica común en todo el mundo, sobre todo con las modelos. Después de decirle a uno de esos tipos como por quinta vez que no podía verlo esa noche, y de que me sugirieran insistentemente que si yo no aceptaba el encuentro, me enviarían de regreso, se me ocurrió una idea.
—Te voy a mostrar por qué estoy aquí —le dije. Saqué mi banda de finalista y me la puse. Estuve en el Miss Venezuela, ¿entiendes? No se puede enviar de regreso a una finalista del Miss Venezuela, ¿verdad?
Organicé estas palabras en español e inglés lo mejor que pude. Me silbaron y abuchearon, pero me quedé allí a pesar de sentirme humillada. Eso fue todo lo que tuve que hacer para seguir adelante; después de ocho horas de espera, por fin me puse en camino. Por supuesto, aquello me hizo entender que esa era claramente la cultura más machista que había conocido, incluso mucho más que la hispana, donde había crecido.
Me dirigí al apartamento asignado, un lugar grande y oscuro en Milán que iba a compartir con otras cuatro modelos, dos inglesas, una estadounidense y una polaca. Era la primera vez que veía chicas o modelos internacionales aparte de las del Miss Venezuela. Eran tan extrañas, todas tan pálidas, lo cual llamó mucho mi atención. Me duché y me fui a la cama; la primera cita con mi nueva agencia de modelos me esperaba al día siguiente. Mientras estaba allí acostada, exhausta, una extraña mezcla de inseguridad, emoción y nervios me invadió, y no pude dormir. En casa, el zumbido del aire acondicionado, con frecuencia, me arrullaba en las noches. El sonido del silencio en Italia, en esa habitación, esa noche, hizo que fuera todo un desafío conciliar el sueño. Por otra parte, todo se sentía ajeno a mí, incluso los pensamientos agitados en mi mente acerca de lo que podría pasar al día siguiente.
***
Entré en un edificio muy viejo, gris y bello, y subí las escaleras. En el exterior parecía de la vieja Europa, pero una vez dentro de la oficina, había un dramático contraste entre lo moderno y lo tradicional.
—Estoy buscando a Vittorio Zeviani —le dije a la recepcionista al llegar.
La mujer se mostraba perfectamente arreglada, vestía un hermoso traje ajustado, zapatos negros de tacón alto, su brillante pelo negro estaba recogido y templado, y su piel era reluciente. La agencia parecía rebosar de actividad con personas en constante movimiento, pasaban a gran velocidad de oficina en oficina, charlaban, trabajaban, escribían y hablaban por teléfono. Todo era vibrante. Me maravilló la energía a mi alrededor. El espacio tenía un murmullo. Estar por fin en la agencia hizo que las cosas se hicieran realidad para mí. Esperé en una silla de terciopelo hasta que la recepcionista vino por mí, me llevó a la oficina de Vittorio. Él también estaba elegantemente vestido con mocasines de cuero negro perfectamente lustrados y un traje gris que parecía hecho a su medida.
—¡Ciao[3]! —me saludó—. Estamos muy contentos de tenerte aquí.
De inmediato me sentí cómoda y bienvenida.
—Grazie[4] —le dije, y luego con nerviosismo añadí—: Thank you![5]
Sabía tan poco inglés que era doloroso, pero entre el italiano y el español, y unas pocas palabras en inglés, una cosa estuvo clara: Vittorio, y por extensión la agencia, pensaban que yo estaba pasada de kilos y necesitaba adelgazar. Eso, y que me habían organizado mi primer casting en Milán para esa misma mañana. Salí de la agencia y revisé mi mapa de bolsillo sintiéndome abrumada por todo lo dicho en la reunión. Tenía que encontrar la manera de llegar a la dirección que me habían dado, pero todo parecía tan confuso. Me tomé mi tiempo, respiré hondo, y cuando finalmente lo descifré, me subí en lo que parecía ser el autobús correcto. Subí a dos autobuses equivocados antes de abordar el que era; aquello fue mi primer logro.
Sentía el vértigo del entusiasmo, esto eran las grandes ligas. Había llegado a Milán, y estaba en camino a un verdadero casting de una agencia real.
La gente en las calles estaba impecablemente vestidas. Me quedé mirándolos y pensé: ¿Cómo hago para bajar rápidamente de peso… en las próximas semanas? ¡Además no cocino! La dieta que Jorge me había sugerido, pollo y tomate, era una opción. No llevaba sentada mucho cuando me espanté tanto que salté de mi asiento; el hombre a mi lado había puesto su mano en mi muslo como si fuera su derecho hacerlo. Estuve los cuarenta y cinco minutos que quedaban para el casting parada, en silencio, y en guardia.
Los castings de cualquier nivel eran casi siempre los mismos. Entrabas, alguien te miraba de arriba para abajo y te tomaba una polaroid[6]. Éste no fue diferente, excepto porque conseguí el trabajo de inmediato. Por supuesto, no iba a ser siempre así de fácil. Me dieron instrucciones de tomar un tren a Verona en la mañana para la sesión de fotos. Sólo le había tomado a la empresa de catálogos cinco minutos para decidir que mi cara funcionaría. ¡Estaba emocionadísima! Quería llamar a mi mamá y contarle, por supuesto aquello me hubiera costado demasiado dinero, y recién llegaba. Sonriendo, salí del casting y deambulé por las calles. Encontré una pequeña tienda para comprar algo de comer, pero sabía que tendría que ser muy cuidadosa con mi forma de hacerlo ya que necesitaba adelgazar rápidamente.
Escogí algunas naranjas y, aun sintiéndome un poco cansada por el viaje en autobús, fui seducida por el pasillo de los dulces. Vi algo que se llamaba Twix bar que tenía todos mis ingredientes favoritos: caramelo, chocolate y galletas. Compré una, salí, la desenvolví, y mordí un bocado, era crujiente al comienzo, y luego se derretía en la boca. Era el paraíso. Me puse triste cuando terminé de comerla. Decidí en ese momento que todo lo que volvería a comer, una vez al día, sería una Twix bar. Olvídate del pollo y los tomates. ¿Por qué no comer algo que me gustaba y, al hacerlo, reducir las calorías que necesitaba para estar en forma? Quería encontrar un poco de alegría y consuelo, un escape de ese mundo abrumador y extraño que experimentaba.
De vuelta al apartamento esa noche, antes de seguir con mi dieta de Twix, decidí hacer jugo con las naranjas que había comprado. Entré a la cocina; era grande, sencilla y blanca, pero el blanco se veía viejo y sucio. Encontré un cuchillo y una tabla de cortar y piqué la fruta, pero cada naranja que abría tenía un color rojo oscuro por dentro, me quedé mirándolas pensando que eso pasaba cuando las naranjas estaban en mal estado; las arrojé una por una a la basura, tomé un vaso de agua y me alisté para ir a la cama, decepcionada.
Antes de ir a dormir, decidí hacer una llamada. Saqué el número de Ernesto, lo llamaría y le haría saber que había llegado bien a Milán. Era mucho más barato llamar dentro de Europa que a América del Sur, y había un teléfono en el pasillo para que todas las de nuestro piso lo compartiéramos. Quería escuchar una voz a la que yo reconociera, y aquella era la más cercana que podía encontrar. Usé la tarjeta telefónica que había comprado en una tienda en las inmediaciones y marqué.
—Hola —dije—. Soy yo, Patricia.
—Conozco tu voz, amor.
—Estoy en Europa. En Milán —contesté.
—Estoy feliz de que estés tan cerca. ¿Cómo llegaste?
No quería que ni Ernesto ni nadie supiera que ya tenía dificultades con la cultura y los hombres, y que me sentía sola y perdida, extranjera, aunque sospechaba que unas pocas palabras me traicionarían.
—Bueno, las naranjas aquí están todas podridas. Partí seis por la mitad y todas se habían vuelto de color rojo oscuro, así que las boté.
Ernesto dejó escapar una carcajada.
—Son naranjas de pulpa roja. ¿Nunca las habías visto?
Me sentí boba e ingenua.
—¡Oh, no! Pensé que habían salido malas. Bueno, aparte de eso, aquí todo es chévere[7].
Tal vez porque percibía mi lucha o porque estaba simplemente interesado en satisfacer sus propios sentimientos, de inmediato comenzó a presionarme para continuar la conversación donde la habíamos dejado la última noche, en el aeropuerto.
—Patricia, ¿por qué no te mudas aquí a España en lugar de quedarte allá? Madrid es de puta madre. Te va a molar[8] —dijo. Podía escuchar la determinación en su voz. Yo sabía que no se trataba de España; se trataba de él. Todavía sentía algo por mí, eso había quedado claro desde la noche que lo vi después del evento.
—Ernesto, no puedo. Estoy aquí para trabajar. No soy la niña que conociste hace años. Soy una mujer ahora. Tengo un trabajo en Milán. De hecho, mañana voy para Verona. Es mi primer booking[9]. Es muy emocionante —le dije.
—Puedes hacerlo aquí en Madrid —dijo.
—No, no. Esta agencia me seleccionó. Necesito ganar dinero. Tengo un contrato con ellos. Les debo el viaje. Además, tengo que ayudar a mi familia. Debes entenderlo.
Una voz de mujer salió a decirme que el crédito de mi tarjeta telefónica se estaba agotando.
—Tengo que colgar.
—Está bien, nosotros…
El teléfono nos desconectó. Me pregunté si Ernesto seguiría tratando de convencerme de mudarme para estar con él.
***
Los trenes me dejaron una muy buena impresión. Podía caminar hacia una estación, subir, y desembarcar en otro lugar. Me transportaban por toda la ciudad y por todo el país si lo llegaba a necesitar. Era algo que nunca había experimentado, y me asombraba. También me encantaba el ruido que hacían al moverse sobre los rieles, las campanas, los pitos y las puertas cuando se abrían.
En cuanto bajé del primer tren de Milán a Verona, llegué para la sesión de fotos y fui prácticamente asaltada por el fotógrafo. Tenía el pelo largo y suelto y la piel bronceada. Durante toda la sesión me tocó con agresividad, me tomó toda mi energía posar, retirar sus manos, apartarlo de mí cuando buscaba acariciarme, y escapar cuando se me acercaba demasiado. Honestamente, no recuerdo lo que sentí en mi primer trabajo como modelo profesional porque mis pensamientos ese día estaban dominados por el fotógrafo y su horrible comportamiento. En una época diferente, en un lugar diferente, hubiera sido detenido por lo que me hizo. Sin embargo, logré terminar la sesión, que fue corta, afortunadamente, y salí relativamente ilesa.
El único escape que tuve mientras estuve en Milán fue mi tarde de Twix, mi única comida y mi única fuente de paz. En sólo un par de días me había convertido en una persona devastadoramente sola, pero sabía que tenía un trabajo hecho a mi medida. Estaba decidida a no quejarme ante nadie y a no renunciar. Iba a quedarme hasta el final. Necesitaba enviar treinta dólares al mes para pagar el agua de mi edificio en Venezuela.
Una noche caminaba por la calle de vuelta al apartamento después de un día de castings, el día era claro aún, pues era primavera y entraba el verano. Milán era un centro urbano bullicioso, pero mi calle se encontraba apartada y silenciosa, no era una ciudad especialmente bonita, los edificios tenían un aspecto de suciedad, volteé en una esquina, triste porque ya me había comido mi dulce del día, no había sido suficiente, como cabía esperar, mi estómago gruñía y todavía no perdía nada de peso. Delante del portón de mármol de la entrada de mi edificio estaba Ernesto apoyado en un carro. Me detuve un segundo, confundida, entonces me acerqué. No hice ningún movimiento para abrazarlo o besarlo, pero él se deslizó hacia mí y me abrazó con fuerza. Me sentí bien. Reconfortada.
—¿Cómo llegaste aquí? —Le pregunté.
Señaló su auto, un carro pequeño, negro, deportivo biplaza.
—Manejando.
—Eso lo sé. Quise decir ¿cómo me encontraste? ¿Cómo supiste que vivía aquí?
No respondió, se limitó a sonreír.
—Es un largo viaje en carro, ¿no? —Le pregunté.
—Sí, muy largo.
—¿Por qué? —Le pregunté, aunque lo sabía—. Y en serio, ¿cómo? ¿Cómo me encontraste?
—Bueno, fui a ver a Vittorio a su agencia. Recordé que habías mencionado el nombre de la agencia en una ocasión. Le dije que te llevaría de vuelta a España y te haría adelgazar. Dijo que necesitabas bajar de peso.
—¿Por qué te contó todo esto? No entiendo aún cómo me encontraste.
—Con llamadas telefónicas. Le dije que yo era tu novio y que me preocupabas —dijo Ernesto—. ¿No estás feliz de verme?
Seguía confundida; no estaba del todo contenta porque él estuviera allí, al mismo tiempo, estaba feliz porque estaba ahí. Era una sensación extraña, incómoda, estaba emocionada por el apoyo, pero no estaba segura de querer que fuera él quien me lo proporcionara. También quería vivir mi vida, la que había venido a vivir, no quedar ahogada en la suya, lo cual me parecía que estaba a punto de suceder. Por otra parte, no podía creer la facilidad con que me había seguido el rastro, además, me sentía incómoda porque la agencia le había dicho no sólo dónde vivía, sino que tenía que bajar de peso, como si al ser el hombre de mi vida hiciera que aquello fuera correcto.
—Mira, te voy a enseñar a comer. Vas a estar conmigo. Volarás de ida y regreso entre Italia y España cuando lo necesites. Funcionará, vas a ver.
Era cierto que mientras la agencia pagaba mi apartamento, yo tenía que devolverles el dinero con las ganancias de mi trabajo. Si me iba sería un ahorro. Además, compartía un apartamento con chicas que no conocía o ni siquiera entendía y me sentía vacía. Era como si no tuviera alma. No nos entendíamos cuando hablábamos, aunque sabía que el idioma podría mejorar con el tiempo. No había estado allí lo suficiente como para sentirme competente, además todas lucían igual (no como yo), por lo que no competiríamos por los mismos trabajos. Por otro lado, en España podía entender el idioma, hablar con la gente. Además, Ernesto parecía tenerlo todo bien planeado. Volaría a Milán para castings y trabajos. Ni siquiera le pregunté sobre esto; él tenía toda la información, lo que me probaba que la había conseguido a través de la agencia. Era tan extraño, pero solo dije:
—Está bien.
Corrí escaleras arriba, empaqué mis cosas, y me subí a su auto. No lo pensé; era algo así como cuando me fui a verlo al aeropuerto por primera vez. No me sentía tan abrumada ni segura de lo que pasaría, pero me sentía protegida, y esto me atraía en ese momento.
Fuimos directamente a Barcelona, a un hotel donde se iba a presentar la noche siguiente. Desde el carro, Barcelona se veía y se sentía como Milán, pero brillante, viva y bonita. Los edificios eran más limpios, no tan grises y marrones. Barcelona era vibrante, más árboles y flores por todas partes. Con la ventana abajo, me sentía abrumada por el olor de los plataneros.
***
Mientras se alistaba para su espectáculo en nuestra pequeña habitación del hotel, mi cabeza daba vueltas. Sentada en la cama y mirando las calles de la ciudad, me preguntaba si había tomado la decisión apropiada o si la decisión la habían tomado por mí. Me había dado cuenta en un corto lapso de tiempo que Milán no me gustaba del todo. Sabía que poder decirle a alguien, mi novio, me ayudaría a defenderme de personas como los hombres en las aduanas y de los buses. Era joven y estaba lejos de casa. Además, no podía negar que me sentía halagada por el hermoso gesto de Ernesto. Saber que le gustaba, me hizo sentir que aquella podía ser una noche sensual cuando tuviéramos el tiempo para que así fuera.
No fui con él al concierto, pero nos besamos apasionadamente antes de separarnos. Ese fue nuestro primer beso de verdad después de todos esos años, fue dulce, sin fuegos artificiales, pero muy especial. Hicimos el amor esa noche. Sexo sincero, suave y tierno.
Por la mañana, acostado a mi lado, me dijo:
—Te amo, Patricia.
—Yo también te amo —le dije.
Lo quería, a mi manera. Me encantaba que me cuidara y me diera amor. Era lo que yo pensaba que debía ser el amor cuando era niña.