Capítulo Dos
Vivíamos en el quinceavo piso de un edificio en una zona llamada Valle Frío. Solía pararme en la terraza y me cubría la parte inferior de la cara con la mano, para que la única vista que tuviera, mientras fijaba la mirada en el horizonte, fuera una muy hermosa. Divisaba una urbanización que quedaba a lo largo de la orilla del lago, allá en la distancia. Con frecuencia, mi mamá se sentaba en su mecedora, en la sala de estar, y veía películas del oeste. Le encantaban las películas de vaqueros. Pero yo sentía sed cuando contemplaba a estos vaqueros en la tierra seca donde corrían sus caballos. Así que cuando el televisor se encendía, esperaba unos pocos minutos y me iba a las ventanas. Allí apartaba todo de mi mente, excepto el lago y los veleros, y soñaba con estar junto a esas personas, navegando sobre el agua, sumergiéndome en ella.
Cuando tenía solo un año de edad, dejamos nuestro nuevo apartamento en Venezuela, porque a mi papá le ofrecieron un puesto académico para estudiar y trabajar con la UNESCO en París. No recuerdo mucho, pero me dijeron que empecé a hablar francés al mismo tiempo que español. Unos años más tarde, nos trasladamos de París a Pátzcuaro, México, por otro cargo que recibió mi papá también a través de la UNESCO. Allí vivíamos en un hermoso vecindario cerrado, que tenía un parque gigante en el medio, donde corríamos con libertad, trepábamos los árboles y jugábamos. Recuerdo que ese lugar tenía una fuente enorme, con azulejos y arcilla roja, en frente de la casa principal donde vivíamos. Era un lugar privilegiado para crecer.
Cuando a mi papá se le terminó el contrato tuvimos que regresar a Maracaibo a vivir en el apartamento que compramos en la colina, hacía menos de una década. Pero allí todo había cambiado dramáticamente. Se convirtió en lo que usualmente llamamos una invasión. El edificio, al pasar de los años fue rodeado de ranchos o casas de extrema pobreza. Así fue como paulatinamente surgió este barrio. Nuestra casa se conservó hermosa, gracias a los esfuerzos incansables de mi mamá por mantener un hogar lindo para nosotros. Sin embargo, cuando salía al balcón y retiraba la mano de la cara para observar la vista completa, me percataba de la realidad: nuestro edificio, que una vez había resplandecido, necesitaba reparaciones en todos sus rincones. El barrio que rodeaba el vecindario parecía un desierto también, se veía seco y decrépito, carente de vitalidad y vegetación. Nuestro edificio quedó de repente ubicado en una zona muy empobrecida de la ciudad, era como si estuviera en el lugar equivocado.
Mi mamá hizo lo que pudo para darnos a todos una buena infancia. Los domingos eran algo especial porque, amontonados en el carro nos íbamos a la playa. Después de todo, éramos de un país caribeño. Viajábamos hasta Caimare Chico en nuestra región indígena Wayúu, que era segura en ese entonces, aunque eso cambió con los años. Los hermanos de mi mamá eran once, razón por la cual yo tenía más de cien primos hermanos, así que cuando nos reuníamos en la playa, se formaba una gran fiesta. Los niños nadaban todo el día, la música sonaba muy fuerte con vallenatos, comíamos ovejo a la parrilla con arepas y se tomaba cerveza. La playa estaba llena de cientos de familias divirtiéndose igual que la nuestra, pero con frecuencia la fiesta acababa mal porque en la única vía por la que se entraba y salía ocurrían muchos accidentes. Las personas se emborrachaban y manejaban en ese estado hacia su casa. Era un lugar raro pero maravilloso. Mis tías se sentaban bajo sombrillas playeras o debajo de cabañas de paja hechas sobre la arena, y conversaban. Mi mamá era alérgica al sol, por lo que se quedaba en la sombra, aunque de vez en cuando caminaba hasta la orilla y arrodillada salpicaba un poco de agua en sus brazos y rostro, pero nunca se aventuraba a meterse al mar. Después, regresaba a la cabaña. Supuse que no sabía nadar, pero me preguntaba por qué nunca avanzaba un poco más.
El sentimiento de amor siempre estuvo, pero mi familia no acostumbraba a manifestar afecto. No había abrazos ni decíamos «te amo», porque nuestro pueblo indígena Wayúu, por naturaleza, nunca ha sido expresivo. El amor para mí significaba compromiso y sacrificio, como lo demostraba mi mamá al tratar de mantenernos sanos y felices. Trabajaba como directora de un jardín infantil, que contaba con cientos de niños. Resultaba una gran responsabilidad, ya que era la escuela más grande del Estado, y ella realizaba muy bien su gestión.
Todos los días llegaba a casa del trabajo y dedicaba su tiempo a cuidar de nosotros, sin ninguna ayuda. Nunca se quejó e hizo todo lo posible por hacernos sentir como si tuviéramos lo suficiente pero, en retrospectiva, la presión debe haber sido enorme para ella. Mi mamá era una mujer tímida y callada, por eso tal vez no se lamentaba y nosotros jamás tocábamos el tema. El amor en nuestro hogar no fue efusivo ni adquirió una expresión física cuando éramos jóvenes; sin embargo, estaba presente todo el tiempo.
Mi papá viajaba con frecuencia por trabajo y aunque tenía varios doctorados en Educación de adultos y era un hombre muy calificado, nuestro país no ofrecía muchas alternativas profesionales y mucho menos lucrativas para alguien como él. En ese entonces yo lo juzgaba porque no permanecía con nosotros aunque sabía que nos amaba. Estaba presente en los cumpleaños y en las ocasiones importantes; no podía ver los esfuerzos y sacrificios que él hacía, sólo notaba los de mi mamá a quien veíamos luchar a diario para poder pagar las cuentas; aunque nuestra situación no era diferente a la triste realidad que debían enfrentar muchas familias en Latinoamérica.
La relación entre mis padres se deterioró poco a poco, año tras año. Mi mamá criaba a seis hijos con lo mínimo. Cuando pienso en lo que solíamos comer para la cena, recuerdo que siempre era cerdo; mi mamá generalmente lo freía y, si teníamos pan, entonces preparábamos un sandwich adicionando un poco de queso. Ella compraba siete pedazos de puerco, pero algunas veces Limayri se levantaba tarde en la noche e inocentemente se preparaba una porción. Así que cuando llegaba la hora de cenar al día siguiente, no había cerdo en el plato de mi mamá. No disponíamos de dinero sobrante para comprar algo más. Con el tiempo dejé de comer esta carne por completo, ya que me recordaba aquellos días en que la consumíamos mucho. En muy contadas ocasiones nos deleitábamos con un verdadero bistec, y esa excepción era un gran lujo.
La comida era escasa pero el agua lo era aún más. Con bastante irregularidad llegaba el camión del agua. Las cosas se ponían difíciles cuando estábamos muchos días sin ella, sobre todo porque el baño olía mal y las hormigas y cucarachas se instalaban allí. No podíamos descargar el inodoro con frecuencia, por lo que el mal olor permanecía rondando en el ambiente. De niña tenía problemas digestivos; me costaba trabajo ir al baño y el hedor parecía peor de lo que era, porque debía quedarme allí por largo tiempo. Mis piernas se adormecían mientras permanecía sentada. De hecho, hacía mis tareas en el baño. Podíamos bañarnos, pero por lo general con una ollita.
Cuando el camión, o en raras ocasiones dos camiones, subían al barrio, los oíamos y como un llamado de diana entrábamos en acción. Todos teníamos una tarea asignada y debíamos movernos rápido. Escuchábamos cómo se llenaban las tuberías y, entonces, abríamos todos los grifos en la casa, pero como estábamos en el piso quince, nos duraba menos el agua que a los vecinos de los pisos inferiores. Una vez que el agua comenzaba a salir, yo lavaba los platos, mientras una de mis hermanas los secaba; mis hermanos llenaban baldes y los colocaban en todas partes, con el fin de que tuviéramos una reserva para bañarnos y lavar los platos en los días siguientes. Mi mamá limpiaba el baño. Por lo general teníamos diez minutos, una vez que el camión llenaba los tanques de agua, para hacer todas estas labores.
Nuestro apartamento era hermoso a pesar de la escasez. En Venezuela las calles pueden estar inundadas de basura pero, adentro, nuestros hogares permanecen limpios. Mi mamá compensaba las malas condiciones con muchas plantas en el apartamento y, además, teníamos unos hermosos muebles de madera traídos de México. Así que aunque había pequeñas filas de hormigas, las que nunca pudimos erradicar, ella creó un espacio lindo para nosotros.
Mi papá nos dio a todos una buena educación, porque pensaba que era algo muy importante y así nos lo hizo entender. Asistíamos a un colegio excelente, lo que se convirtió en un problema social, que minimizábamos ante nuestros padres, porque mientras nosotros carecíamos de dinero, todos los demás estudiantes eran ricos, ante nuestros ojos. Teníamos que tomar el autobús de la ruta 6 para llegar allí. Éste era usado generalmente por personas de bajos recursos. No había mayor evidencia de la brecha social en la manera como estaban estratificados los medios de transporte.
Debido a nuestros años en México, a nuestro acento y a las palabras que utilizábamos, ni siquiera parecíamos venezolanos, aparentábamos ser mexicanos, y eso nos funcionó bastante bien. Utilicé esto, en parte, porque me sentía como una extranjera, pero también porque sabía que yo era diferente a todos los demás y no quería que la separación que existía fuera alrededor del dinero. En su lugar, hicimos que la diferencia girara en torno al lugar de procedencia, aunque más tarde comprendí que todo el mundo tuvo sus luchas en la vida. México sonaba tan extraño que parecía algo sofisticado y especial. El ser «mexicana» me ayudaba a enmascarar mi sentimiento de falta de pertenencia. Y es que era demasiado duro enfrentar la realidad: estábamos en la ruina y viajábamos en ese autobús. Mis hermanos, aunque nunca lo comentamos, también desempeñaban ese papel secreto, sobre todo porque eran buenos para el fútbol; incluso, los chicos en el campo, se referían a ellos como «los mexicanos». Ellos nunca los corrigieron.
Mi sentimiento era tal que, al salir del colegio, caminaba para tomar el autobús, a unas pocas cuadras, y me escondía detrás de la cerca de una casa, agachándome para que nadie pudiera ver dónde lo esperaba. Los otros niños eran recogidos en carros y llevados a sus casas. Yo tenía que pasar delante de ellos para llegar al autobús, al otro lado de la avenida. Veía cómo pasaban los autos uno tras otro y, de vez en cuando, perdía el autobús para que nadie de mi clase me viera subiéndome en él. Me escondía y esperaba, en el momento que se acercaba otro y cuando ya no pasaba ninguno de esos carros, corría muy rápido para subirme en él. Como tenía una tía que vivía muy cerca del colegio, si me encontraba con alguien en el camino a la parada, le decía que iba a casa de mi tía, para explicar por qué iba a pie.
La mayoría de los días, cuando me agachaba detrás de la cerca, no me atrevía siquiera a soñar que saldría de ese lugar, o a pensar que tendría la oportunidad de vivir de una manera diferente. Esa era la vida que yo conocía. Aun así, nunca me sentí anclada allí ni en ningún otro lugar. Casi siempre tenía esa sensación de no pertenecer, sin importar dónde me encontrara. Por alguna razón, yo era una persona diferente en esencia, y ese sentimiento puede haber tenido algo que ver con la forma como mi vida finalmente se desenvolvió. En ese momento no sabía por qué vivía con esa percepción de extrañeza todos los días. Sólo tiempo después supe exactamente la razón de esa sensación, pero sabía que lo sentía, y siempre fue una lucha.