DECÍAMOS AYER…

«Si pudiera abrazarte tan fuerte
y consiguiera quedarme dentro para siempre,
moriría por ti,
moriría por ti como mueren los valientes».

(«Los valientes», Mc Enroe)

Acabo de salir de Encuentros VIP. Son las seis y cuarto de la mañana, esta noche me he dejado llevar demasiado. No recuerdo la cantidad de chicos con los que he tenido sexo durante las últimas cinco horas. También chicas, sí: dos, preciosas, divinas. Mi acompañante hace ya rato que se fue a casa. Tenía que trabajar y me dijo que estaba cansado. Comprendo que hay días en que es difícil seguirme el ritmo. Me abrocho el abrigo, el frío de la calle acaricia mi piel con tanta delicadeza como antes lo han hecho decenas de manos.

Caminando por la calle, en el silencio de la madrugada, tengo tiempo de pensar en cómo me siento: por un lado, plena de energía, como si en lugar de gastar la mía hubiese absorbido la de mis ocasionales compañeros. Por otro, sucia, todavía no he conseguido deshacerme de esa sensación. El metro acaba de abrir. Avanzo por la calle medio desierta y el retrovisor de un coche aparcado en la acera me devuelve mi reflejo. Me observo, me escudriño, intento recordar a esa yo tan diferente de hace un año tan solo. Esa persona que hoy no me habría reconocido.

Me llamo Zoe. Antes era una chica «normal», ahora por lo visto soy swinger.

A mi derecha, a escasos metros del local liberal donde se celebra cada día a Eros y la vida, se alza paradójicamente el hospital Gregorio Marañón. Allí, Tánatos intenta imponer su ley de muerte. Dentro de sus gruesos muros, como si se tratase de una fortaleza que lo custodia, duerme indefinidamente mi dulce príncipe, mi niño, mi Marcos.

Hace ya cinco meses de aquel maldito día en el hospital 12 de Octubre. Cinco meses en que mi cabeza se ha convertido en un cuarto lleno de cristales rotos. Cinco meses en que me he transformado en una sombra, en los que he bajado hasta las profundidades de un dolor que ni siquiera imaginaba que existía. Cinco meses en los que he temido volverme loca.

He repetido mil veces la escena de ese día en mi mente, como si a base de reproducirla tantas ocasiones con mis cansadas neuronas fuese posible dar marcha atrás en el tiempo y cambiar el pasado. Cambiar el instante en que apareció Javi en aquel pasillo. Cambiar mi carrera desesperada hasta el puesto de enfermeras. ¿Por qué no me quedé interponiéndome entre los dos hombres hasta que me hubiese dejado la piel y les hubiese separado? ¿Por qué no cogí una papelera y le reventé la cabeza al gilipollas de Javi? ¿Por qué no…? Me torturo una y otra vez cargando sobre mi conciencia algo que no es culpa mía. Yo hice lo que pude. Pero ese sentimiento de culpa no se va.

Una y otra vez rememoro cada décima de segundo de aquellos instantes. De día, de noche, despierta, en sueños, mi mente visualiza otra vez las mismas imágenes: Marcos abalanzándose sobre Javi con la determinación ciega de la venganza, Javi apartándose con un rictus de terror en su cara, la policía y los vigilantes llegando demasiado tarde…

Y sobre todo ese momento en que todo se detuvo, cuando Marcos desapareció por el hueco de las escaleras ante la incredulidad de todos los que estábamos allí. Y lo peor, un segundo después, ese sonido indescriptible, el que hacen los cuerpos al caer. Un sonido que yo no conocía y que ya nunca podré olvidar.

Después los gritos, las carreras escaleras abajo… Recuerdo que mientras saltaba los escalones de dos en dos les rezaba a todos los dioses en los que no creía para que Marcos siguiese vivo…

Nunca he bajado tres pisos tan rápido, y nunca se me han hecho tan eternos.

Cuando por fin llegué abajo corrí hacia Marcos. Yacía inconsciente, seguramente destrozado por dentro. Un reguero de sangre manaba de sus labios. Me abracé a él hasta que alguien a quien no recuerdo me apartó. Luego me dijeron que se lo llevaron a toda velocidad en una camilla al quirófano. Alguna de mis plegarias había llegado a algún extraño y caprichoso dios… Marcos estaba vivo.

He escrito «me dijeron», porque nada más verle y abrazarme a él entré en estado de shock. Quería irme con él, muy lejos, a algún lugar secreto entre las nubes donde solo estuviésemos él y yo, abrazados, con las caras muy cerca y los labios rozándonos, como nos gustaba. No recuerdo nada a partir de ese momento.

Luego supe que me sedaron y después me atendió una psicóloga, mientras Marcos se debatía entre la vida y la muerte en la mesa de operaciones. En algún lugar intermedio se quedó, porque aunque su corazón siguió latiendo y sus pulmones hinchando su pecho, su mente entró en un coma profundo. Irreversible, dijeron los médicos. IRREVERSIBLE.

Muchas veces Marcos y yo habíamos debatido y bromeado sobre esas palabras tan categóricas, tan absolutas, tan rotundas. Nunca nos gustaron. «Definitivo», «jamás», «siempre» eran conceptos con los que no comulgábamos. Con una cierta edad y experiencia a nuestras espaldas, la vida parecía habernos enseñado que la esencia de las cosas es el cambio, la evolución, el movimiento, y que solo el presente nos pertenece.

Ahora venían los médicos a pronunciar como si fuese una sentencia una de esas palabras que tanto detestábamos: irreversible.

Al principio, cuando me recuperé del shock, me negué a aceptar esa irreversibilidad. Había visto en multitud de películas que al final el chico se despertaba y los médicos se equivocaban. Conocía muchos casos de mujeres a las que los médicos les habían dicho que no podían tener hijos, y luego habían sido felices madres, o les habían dado un diagnóstico y era otro; o personas a las que habían pronosticado dos años de vida y al final eran diez.

Cada día acudía a los pies de la cama de Marcos, primero en el hospital, luego en su casa. Me sentaba a su lado y le observaba embobada. Incluso me conformaba con tenerlo así, aunque solo fuera para poder contemplarlo cada día. Le hablaba, le cuidaba, le traía flores, el nuevo disco de su grupo favorito…

Él permanecía con los ojos abiertos, inexpresivos, perdidos en algún oscuro lugar.

Perdí las ganas de salir de casa, si no era para ir a verlo. Incluso tomar algo con Tere era un suplicio para mí. Y las pastillas mágicas del doctor Encinar, ahora en dosis aumentada, no parecían surtir ningún efecto. Javi afortunadamente, como prometió en su carta, salió de mi vida para siempre.

Una noche temí volverme loca, me arreglé y me lancé a la calle. Dentro de mí bullía una rabia enorme por todo lo que había pasado. La vida, en general, no solo la mía, me parecía algo absurdo y realmente injusto. Me daban ganas de destrozarlo todo a mi paso, gritar, o incluso hacer daño a alguien.

Recordé mis visitas con Marcos a los locales y fiestas liberales, cómo disfrutábamos y nos reíamos juntos, y en mi interior le di las gracias por haberme descubierto ese mundo nuevo. Harta de todo, no me lo pensé, cogí un taxi y me dirigí a uno de ellos.

Cuando entré volvieron a mí las sensaciones de nervios y excitación de la primera vez que lo hice acompañada de él y de Vero. Fue como volver a revivir ese momento en el que Marcos estaba junto a mí. Aquellos tiempos en que la vida liberal era nuestro pequeño secreto. Fue casi como tenerlo un poquito a mi lado.

Me pedí una copa y observé todo de nuevo a mi alrededor.

La barra, la luz, el ir y venir de la gente con su toalla y sus chanclas, las muñecas adornadas con la pulsera de la taquilla, los juegos de miradas, incluso el olor a cloro… Todo me recordaba a él. Y de pronto, sorprendentemente, ese lugar de sexo y desenfreno se convirtió para mí en el templo de mis recuerdos, en una especie de burbuja, un mundo irreal donde en cualquier momento parecía que Marcos iba a aparecer sonriente, bromeando con su copa de la mano, haciéndome reír con su humor malo, como siempre, y proponiéndome cualquier nueva aventura.

Un chico se acercó y al verme sola, era algo normal e inevitable que ocurriese, me saludó de forma educada. Era agradable, guapo y, sobre todo, transmitía cierta sensación de calma, de paz. Empezamos a hablar y le conté cómo me sentía. Él supo escucharme. Detrás de la primera copa vino otra, y finalmente, terminamos teniendo sexo. Era la primera vez en mucho tiempo.

Fue como un bálsamo en medio de tanto dolor. Era un chico realmente dulce. Nunca sentiría nada por él, y así se lo dije, y él pareció mostrarse conforme.

El fin de semana siguiente volvimos a quedar, para ir a otro pub liberal. Y allí esa vez me comporté desenfrenadamente. Más que follar con los chicos del local, que acudían a mí a pares, parecía querer estrellarme contra ellos, como un barco contra las olas. Soltaba mi furia y mi rabia sobre sus cuerpos, amasijos de huesos y músculos que no eran más que el medio del que me servía para rebelarme contra el mundo. Sabía que Marcos lo aprobaría, incluso que desde allí donde estuviese perdida su mente, le gustaría mirar por un agujerito y sonreiría con ese gesto travieso y tan característico suyo. Y que se uniría si pudiera.

En esos momentos, practicando ese modo de vida que él me había enseñado y yo había asimilado como una buena alumna, me sentía más cerca de él. Comencé a frecuentar los locales liberales, ya sola.

A veces, en medio de una orgía, rodeada de manos, brazos, piernas, sexos…, me sentía como si estuviese practicando un rito ancestral destinado a despertar a Marcos. Entonces me encendía aún más, y mis compañeros se admiraban de la fuerza y la pasión que latía dentro de mí.

Quemar las noches envuelta en sexo para mí era una forma de no pensar, de evadirme, de perderme en las profundidades de la carne y el deseo.

Mi alma había quedado atrapada en algún lejano lugar, abrazada a la de aquel chico que un día apareció en el metro y compartió una canción de Interpol conmigo.