POLIZONES

Marcos conduce por las calles de Madrid. Tranquilo, relajado, sonriente. Yo estoy sentada a su lado y me doy cuenta de que es la primera vez que estamos los dos solos. Y me gusta la sensación. Atrás ha quedado el irreal y alucinante mundo de Encuentros. Ahora me parece como si hubiese sido un sueño extraño, pero hace menos de quince minutos estábamos allí.

Identifico en la playlist que está sonando una canción de First Aid Kit: «Caperucita». Si antes fui Dorothy de El Mago de Oz y luego Alicia en el País de las Maravillas, ahora me siento como la protagonista del cuento de Perrault.

¿Será Marcos un lobo dispuesto a comerse crudo mi corazón? Me da igual: he abierto un poco la ventanilla, la brisa nocturna acaricia mi cara, la música es preciosa y la noche es ahora solo para nosotros dos.

—¿Ahora no me tapas los ojos?

—No. Quiero que lo veas todo. Y sobre todo, quiero ver tus ojos. Tienes ojos mágicos.

—Pues se me ha olvidado el libro de instrucciones para hacer la magia. ¿Tienes tú algo por ahí?

—Creo que sí. Donde vamos hay muchos libros mágicos. El propio lugar es mágico, o eso dicen.

Comienzo a intrigarme. Cada segundo con este chico es una pequeña aventura. Marcos tararea la letra de la canción que está sonando ahora:

—«Soy metálico, en el Jardín Botánico. Con mi pensamiento sigo el movimiento de los peces en el agua…».

—¿No me irás a llevar al Jardín Botánico?, allí hace mucho frío.

—No, aunque el Jardín Botánico es un sitio que me encanta. Pero donde vamos también hay hojas. Y hay varias plantas.

—Buff, me estás haciendo pensar demasiado. Después de una noche tan intensa no estoy para muchos acertijos.

Vayamos donde vayamos, ya no tengo duda de que se trata de la noche más rara de mi vida. Continuamos callejeando y finalmente Marcos detiene el coche en la calle del Prado número 21. Se gira hacia mí y señalando con el brazo anuncia con voz solemne:

—El Ateneo de Madrid, señorita. ¿Lo conoce?

Es el último lugar donde esperaba acabar la noche.

—Pues he pasado muchas veces por delante, y hace poco estuve a punto de venir a una conferencia, pero no, nunca he entrado. Pero no puede ser que vayamos al Ateneo… ¡Si está cerrado a estas horas!

—Está cerrado para todo el mundo, excepto para nosotros dos. ¿Quieres que te lo enseñe? Tengo una llave mágica.

—Lo que me faltaba. Pensaba que esta noche solamente iba a volver traumatizada a casa, pero veo que además voy a dormir en comisaría.

—A veces hay que arriesgarse. Y hoy creo que es uno de esos días que lo merecen. —Marcos saca un manojo de llaves—. Mi tío es socio del Ateneo desde hace muchísimos años, es el «Guardián de las Llaves». Esta mañana hizo una copia y se las dejó en mi coche. Se le debieron caer del pantalón, porque las he encontrado bajo el asiento esta tarde. Con el despiste que tiene, ni se habrá dado cuenta todavía. Y más ahora, que se ha echado novia y está en Babia. Se ha tirado toda la vida solo, enfrascado en los libros y renegando de las mujeres, y ahora está enamorado como un adolescente. ¡A sus sesenta años!Es bonito, ¿no?

—Pues sí.

—El caso es que ahora nosotros también podemos ser sus guardianes por unas horas… Mañana se las daré, así que si quieres que te lo enseñe, es el momento. Es un lugar realmente especial. Además dicen que por la noche ocurren cosas extrañas.

—Mira, lo he dejado con mi chico de toda la vida, acabo de salir de una orgía y estoy borracha. Y encima me gustas. Llévame donde quieras.

—Tú también me gustas, Zoe.

Marcos me coge de la mano y me transporta como en volandas hasta la puerta del Ateneo. Enfrente de mí se alza un edificio de corte neoclásico, de tres plantas (Marcos tenía razón, había «plantas»), estrecho, modesto en comparación con los numerosos edificios oficiales y no oficiales que componen Madrid. Su gran entrada en forma de arco, enrejada, se muestra serena ante nosotros, flanqueada por la luz de dos antiguas farolas. En la pared, una placa reza: «La estrechez de la fachada no se corresponde con la dimensión real del solar».

Toda una invitación a entrar y descubrirlo. Pienso que ese sería un buen título para algunas personas que conozco, incluida yo misma.

Marcos mira a un lado y a otro de la calle. Está desierta, no hay testigos. Tampoco parece haber cámaras de vigilancia. Extrae de su bolsillo las llaves y rápidamente encaja la más grande en la cerradura. Un ligero chirrido y dos clacks preceden a la apertura de la reja. No me creo lo que estamos haciendo. Avanzamos, cerrando la verja detrás de nosotros y, tras probar con un par de llaves, Marcos abre la siguiente puerta.

—¿No hay alarmas o algo? Aquí debe haber cuadros y objetos valiosos.

—Mi tío me dijo que están cambiando el sistema de seguridad y que ahora mismo tienen la misma que en el siglo XIX: ninguna. Son cosas que pasan en España.

Cerramos la segunda puerta detrás de nosotros. Todo está oscuro. No parece habernos visto nadie.

—Utilizaré la linterna de mi móvil. No podemos encender ninguna luz o nos descubrirían.

—Yo también tengo linterna en el mío.

Me siento como una niña, una exploradora infantil en busca de un tesoro. Es emocionante. Y Marcos está a mi lado.

Frente a nosotros se alza una escalinata, custodiada por dos imponentes figuras. Enfocamos a una de ellas con el móvil.

—Esta escultura se está echando las manos a la cabeza por la barrabasada que estamos cometiendo, Marcos, ja, ja, ja.

—Sí, pues vamos rápido, porque mira la otra, tiene una espada. ¡Como le dé por utilizarla contra los intrusos!

Caminamos unos pasos más y nos encontramos con otra puerta cerrada. Tras un par de intentos con diversas llaves, Marcos acierta con la adecuada y abre.

—¡Ya estamos dentro! ¡Estamos en un lugar histórico! ¡Y solo para nosotros! ¿Sabes que aquí estuvieron Einstein y Marie Curie? ¿Y que por aquí ha pasado toda la intelectualidad española? Todos nuestros premios Nobel, un montón de presidentes, Unamuno, Valle-Inclán… —Marcos está emocionado. Apunta con su linterna a las paredes, y me va descubriendo diversos cuadros, sillones, bustos y esculturas…—. ¿Ves a ese de ahí? —me explica con entusiasmo—. Es el primer socio del Ateneo: Mariano José de Larra. —Este chico parece saber del Ateneo mucho más de lo que me imaginaba. Me está resultando un guía estupendo.

—¡Anda!, ¿no me digas que Larra fue el socio número uno? Me acuerdo de cuando lo estudiábamos en Literatura. Me encantaban sus artículos. Creo recordar que se suicidó, ¿verdad?

—Sí, por amor, y porque estaba deprimido con la situación del país. Anda que si hubiera nacido hoy en día…

Entramos en una sala rectangular llena de sillones, butacas y sillas, en aparente desorden.

—Esta es una sala donde se realizaban y se siguen realizando tertulias. ¿Te imaginas a Ortega, Galdós o Unamuno tomándose un café y arreglando España y el mundo? Se han sentado justo aquí, donde estamos ahora nosotros. Estas paredes han sido testigos de muchas palabras sabias —dice Marcos mientras enfoca con su linterna.

Me parece notar la fuerza y la impronta que esos grandes hombres han dejado en el lugar. Nos encontramos en un templo del pensamiento. Y lo hemos profanado amparados en la noche. Que la diosa Atenea nos perdone.

Marcos me coge de la mano una vez más (me encanta que lo haga) y me conduce hacia otra estancia.

—El auditorio: la joya de la corona.

Las luces de emergencia nos dejan entrever la majestuosidad del lugar mientras unimos los haces de luz de nuestras improvisadas linternas para ir divisando cada detalle particular. Su luz y la mía juntas, alumbrando el camino, descubriéndonos maravillas. Toda una metáfora, pienso. Enfocamos hacia el techo y aparecen ante nosotros unos maravillosos frescos con alusiones a todas las artes y las ciencias.

—¡Es magnífico! —Estoy impresionada.

—Sí, es como transportarse al siglo XIX. El Ateneo se fundó en 1835. ¿Ves esas figuras de ahí? Todo el edificio está lleno de símbolos masones.

—¿Esos señores tan malos con cuernos y rabo?

—Los mismos. Ya sabes que muchísimos intelectuales fueron masones. Científicos, escritores, incluso varios presidentes del Gobierno de Estados Unidos. Pero no te he traído aquí para hablar de la masonería. Ven, quiero enseñarte mi lugar preferido de Madrid. —Salimos del auditorio y nos encaminamos a la planta de arriba por unas antiguas y modestas escaleras—. En estas escaleras tuvo lugar una de las muchas anécdotas del Ateneo. Esta institución, como todas, estaba dominada y compuesta casi exclusivamente por hombres. —Realmente Marcos borda el papel de guía—. Tan solo doña Emilia Pardo Bazán, que era de armas tomar, se atrevió a romper esa hegemonía. En aquellos tiempos de tertulias y cafés, ella y Benito Pérez Galdós se enamoraron, y, mira por dónde, con esas pintas, eran unos modernos y mantenían una relación abierta. Pero los celos y los malos rollos también hicieron su aparición y el romance que ella mantenía con un tío bastante más joven hizo que el ambiente se enrareciera hasta que al final se dejaron de hablar. Durante ese tiempo, como Madrid es un pañuelo y más en aquel entonces, como ambos frecuentaban los mismos círculos, se cruzaban una y otra vez haciendo como si no se conociesen. Y cuentan que encontrándose ambos de frente en estas mismas escaleras, él abajo y ella aquí arriba justo donde estamos nosotros, al cruzar sus miradas doña Emilia dijo, para joderle: «Ahí está ese viejo chocho». Y entonces Galdós contestó: «Y ahí está ese chocho viejo». Ya sabes, se querían.

—Ja, ja, ja. Vaya pareja. Pero ¿cómo sabes tanto de este sitio?

—Ya te digo que mi tío es socio. He venido muchas veces con él, desde pequeño, y le encanta contarme estas cosas. Y a mí escucharlas. Desde siempre me ha fascinado este lugar. Muchas veces he fantaseado que era un personaje novelesco, de esos del siglo XIX, y que venía aquí a las tertulias, y recorría los cafés y las calles de Madrid con mi traje y mi bombín. No sé, es como si tuviese nostalgia de un tiempo que nunca conocí.

Continuamos subiendo, avanzando por un amplio pasillo entre la oscuridad, guiados por nuestros faros improvisados. Sintiendo el frío del lugar.

—Ahora sí te voy a tapar los ojos otra vez —dice Marcos—. Solo dos segundos.

—Hay que ver lo que te gusta taparme los ojos. Un día te los voy a tapar yo a ti y vas a ver. Bueno, no vas a ver nada, claro, si los tienes tapados…

—Jo, haces chistes todavía peores que los míos, me encantas. —Coloca sus manos sobre mis párpados y me indica que camine recto. En este lugar escondido, donde se supone que no debería haber nadie, podría hacer conmigo lo que quisiera. Caminamos muy juntos, como si fuésemos un extraño animal de cuatro piernas y brazos. Me doy cuenta de que apenas lo conozco y de que me he dejado arrastrar hacia aquí como una incauta. Pero no siento miedo. Desde el primer instante en que lo vi, Marcos irradió en mí una gran sensación de confianza. Al cabo de unos cuantos pasos, me dice—: Voy a retirar mis manos, pero no abras los ojos hasta que yo te diga. —Transcurren unos segundos y finalmente me indica—: Ya los puedes abrir. ¡Mira!

Ante mí se muestra una gran biblioteca de cuento, como aquellas de las películas inglesas de época. Marcos ha encendido las luces de algunos pupitres, para que pueda observarla. La ausencia de ventanas hace que no haya peligro de ser descubiertos. Frente a mí se alzan tres plantas repletas de vetustas estanterías y armarios de cristal que albergan multitud de libros antiguos. Es un lugar maravilloso.

—¿Qué te parece?

—¡Es un sitio increíble! ¡Sobre todo para visitar un viernes a las tres de la mañana! —bromeo—. Esto me pasa por juntarme con un editor. ¡Es broma! Me encanta. Gracias por descubrírmelo y abrirlo solo para mí. Es un regalo.

»Es curioso. Siempre me fascinaron las bibliotecas, Marcos. A veces, cuando recorro sus pasillos, siento como si los libros me hablaran y me pidiesen que los escogiese de entre todos. Y ahora tú me traes a una de las más bonitas que he visto en mi vida.

—Te dije que te traería a un lugar con plantas y hojas. Un edificio de tres plantas que alberga miles de hojas…, de libros. Además esta biblioteca es mágica. Pero mágica de verdad. Y no solo porque esté llena de joyas del siglo XIX y porque albergue casi medio millón de libros, sino porque dicen que justo en este exacto punto convergen varias corrientes de energía, convirtiéndola en un lugar muy poderoso.

—Así, rollo rascacielos de los Cazafantasmas, ¿no? —pregunto riendo.

—Sí, pero sin el muñeco ese de los donuts. Oye, que hay mucha gente que lo cree de verdad. En el siglo XIX había un teósofo y experto en la cábala…

—¿Teósofo? ¿Eso qué es?

—Una especie de filósofo aficionado al ocultismo. Era un miembro del Ateneo, llamado Mario Roso de Luna, que venía aquí por la noche con sus discípulos, igual que nosotros ahora y, con la luz apagada y unas velas, realizaba diversos ritos y ceremonias para aprovechar esa energía.

—Uhhhhh, ¡tú quieres acojonarme para que te abrace!

—Eso también —me contesta sonriendo y lanzándome una mirada zalamera—, pero ¿y si te digo que la Iglesia de la Cienciología intentó comprar el Ateneo porque quería tener su sede justo en este lugar por sus energías mágicas? Querían aprovecharlas. O eso decían.

—Pues me lo creo. Esos están majaras. Bueno, más bien sus seguidores son los majaras. Los otros tienen un morro que se lo pisan. Menudo sacacuartos.

—Y tanto. Afortunadamente los socios no lo vendieron, pero los cienciólogos estaban tan encaprichados con el lugar que montaron su sede justo al lado, en un edificio que está a dos pasos. ¿Te acuerdas de la imagen de Tom Cruise asomado al balcón inaugurándolo? Pues es aquí, en el edificio de la esquina.

Marcos recorre con la punta de sus dedos los lomos de los libros. Observo sus bonitas manos y me doy cuenta de que se come un poco las uñas. Así que bajo esa apariencia de inquebrantable tranquilidad y seguridad late un puntito de ansiedad, eh…

—¡Mira, un libro de Paulo Coelho! —exclamo.

—¡No jodas! ¡Ah, es broma! —Marcos ríe. A continuación camina unos pasos con aire distraído, extrae un volumen de una de las estanterías y lo hojea. Se detiene en las primeras páginas y me señala la fecha de impresión.

—Mira esta edición de la Divina comedia. Tiene doscientos años.

—Un pequeño tesoro. ¿Te la has leído?

—No.

—Yo tampoco —contesto riendo—. Pero me he leído El Quijote, ¿eh? Y oye, que me hizo pensar y además me eché unas buenas risas con las conversaciones entre Sancho y el famoso hidalgo. Tienen su punto. ¿Tú crees que sus huesos están donde dicen?

De pronto empezamos a escuchar unos crujidos de madera. Unos pasos quizá. Una ráfaga de viento helador penetra en la estancia.

—¿Viene alguien? —le pregunto alarmada a Marcos.

—No creo. Será alguna presencia mágica. Cervantes, que viene a contestarte. —Se vuelven a escuchar los crujidos, cada vez más cercanos. Marcos decide apagar las luces de los pupitres—. Quédate aquí, voy a ver qué es. —Avanza unos pasos y sale por la puerta.

Estoy sola en esta biblioteca mágica y no sé si es porque estoy empezando a sentir miedo, pero comienzo a notar estas extrañas energías de las que me hablaba Marcos. Es como si varias corrientes circulasen por mi cuerpo. Mi piel y mis huesos parecen recorridos por siniestras presencias, empiezo a marearme…

—¿Estás bien? Te has desmayado. ¡Menudo susto me has dado! —Es la voz cálida de Marcos. Estamos los dos en el suelo, y me tiene recogida en sus brazos. Su cara es un poema.

—Fui a mirar al pasillo y no vi nada, sería algún bicho —me informa—. ¿Estás bien?

—Sí, creo que sí. ¡Me he desmayado! Perdona el numerito. No tenía que haber bebido tanto. —Me incorporo. La cabeza me da vueltas. Poco a poco me voy recuperando—. Anda, vámonos, que me vas a matar esta noche con tantas emociones. Y me vendrá bien tomar el fresco.

—Pero ¿seguro que estás bien?

—Que sí. Venga, me vendrá bien caminar.

En cuanto abandonamos la biblioteca comienzo a sentirme mucho mejor, como si ciertamente dejase morando dentro a las extrañas presencias mágicas y me alejase de su influjo.

Solo recuerdo haberme desmayado dos veces, una vez de niña y ahora. ¿Será verdad que la biblioteca está encantada? No quiero quedarme a descubrirlo. Decidimos volver a la planta baja. Una vez en el hall, recuperada por completo, le digo a Marcos que me encuentro perfectamente.

—Pues entonces no podemos irnos sin que te enseñe en medio minuto una última cosa. El lugar más selecto del Ateneo. Está justo detrás de esa puerta.

—Lo dicho, tú hoy quieres matarme. Bueno, ¿ponen gintonics?

—Seguro que en su día alguno cayó.

Penetramos en una salita bien amueblada, al estilo decimonónico. Nuestras linternas nos van descubriendo el mobiliario: una especie de arcón, un reloj integrado en una elegante escultura, un imponente retrato…

—¿Te suena el hombre de este cuadro? —me pregunta.

—Me recuerda a un político de hace muchos años, pero no caigo.

—Es Azaña, el que fue presidente de la Segunda República durante la Guerra Civil. De hecho, estamos en su despacho.

Me fijo en la mirada del retrato. Parece contemplarnos con una mezcla de tristeza y gravedad, muy acorde con los tiempos que le tocó vivir. Del techo cuelga una espléndida lámpara de araña. En un lado de la pared, cuatro banderas nos indican que estamos en un lugar importante. Preside la habitación, en el centro, una mesa redonda flanqueada por seis elegantes sillas a juego. Las paredes muestran motivos neorrenacentistas, con diferentes columnas y arcos.

—¿Ves la decoración de las paredes? Pues es medio de pega. Toda ella es el decorado de una obra de teatro, cuya carpintería se trajo aquí —me ilustra una vez más Marcos—. ¿Y ves esa silla de ahí? —Me señala una elegante y amplia silla de madera labrada con el respaldo y el asiento de terciopelo rojo. Está justo detrás de un bonito escritorio y al lado de una lámpara de pie cilíndrica. Marcos enciende la lámpara. La vieja bombilla apenas luce, pero nos permite olvidarnos por un momento de nuestros móviles luciérnagas—. Este es el sillón institucional, el más importante del Ateneo —continúa—. Se realizó para Cánovas del Castillo, que fue el que se encargó de inaugurar el edificio porque era el presidente del Ateneo en ese momento. Desde entonces se han sentado en él todos los presidentes del Ateneo, reyes, príncipes, Franco, premios Nobel, todas las visitas ilustres que ha recibido la institución… Es un sillón lleno de historia.

—Desde luego, sí que ha habido culos ilustres sentados aquí.

—Pues voy a añadir el mío. —Marcos se sienta y adopta un aire fingidamente circunspecto. Empieza a poner caras y a hacer el payaso—. ¿Estás ya mejor?

— Sí, me encuentro de maravilla. Lo encuentro muy presidencial ahí sentado, con esa pose tan altiva, señor Marcos —le digo y, sin pensarlo, me acomodo en su pierna, le paso el brazo por encima y me acurruco en su regazo como una niña.

Se me ha pasado ya el mareo. Estamos mirándonos a los ojos, a un palmo, y los dos sonreímos. Sonreímos con la boca y con los ojos, que es más importante. Todo está de nuevo en paz, incluso la temperatura es extrañamente perfecta. El decorado nos transporta a otra época. La débil luz de la lámpara ilumina nuestras facciones, confiriéndoles un aura de fotografía antigua. Acaricio su cara. Él sonríe todavía más. Me mira con expectación. Hemos dejado de hablar y solo nos miramos. No hace falta hablar.

Quiero besarlo, quiero que me bese. Ahora sí que es el momento, si no, no sé cuándo lo será. Me inclino, acerco mi boca a la suya. Siento que todo está bien. Mis labios se pegan a los suyos. Son suaves y duros a la vez, cálidos, acogedores. Marcos me corresponde. Entreabre la boca. Yo también. Noto el dulce sabor de su lengua, ya no me aguanto más y comenzamos a bebernos, a devorarnos, a comernos. ¡Cómo besa este chico! Estoy en el cielo. O, por el calor que me está entrando, yo diría que en el infierno.

Nos besamos de mil maneras distintas. Estamos pegándonos un lote de muy señor mío en la misma silla donde se sentaban el emperador de Japón y Azaña. Pero yo no estoy para pensar en eso ahora. Mi mano recorre los botones superiores de su camisa y desabrocha los dos primeros. Uf… Él está empezando a explorar por debajo de mi camiseta. Mientras, nuestras bocas no pueden dejar de atacarse, como si de un combate a muerte se tratase. Creo que no voy a poder dejar de besarle nunca. Soy feliz.

Ni me he dado cuenta y ya me ha desabrochado el sujetador. Mis pezones se erizan al contacto con sus dedos. Mientras, mis manos ávidas recorren su torso, firme, ligeramente musculado. Noto cómo su caja torácica se expande al ritmo de su respiración entrecortada. Continúo mi recorrido más abajo y llego a su pantalón, donde la presión debajo de la tela me muestra que Marcos está excitado. Mucho. No puedo más y, con las prisas y la torpeza de una adolescente, desabrocho el primero de los botones que custodian su entrepierna. Él está haciendo lo propio con mis vaqueros. Va a descubrir que estoy mojadísima. Seguimos comiéndonos a besos, me quita la camiseta y comienza a recorrer mis pechos. Yo ya voy por el último botón y consigo bajar un poco sus pantalones, lo justo para ver aparecer ante mí unos bonitos bóxer bajo los que palpita su pene. Lo acaricio por encima de la tela, es grande, está durísimo, y no me aguanto más: quiero verlo, quiero chuparlo, quiero tenerlo dentro. Me estoy dejando llevar totalmente. Todo está yendo muy deprisa, mucho más de lo habitual en mí, pero noto que es lo correcto. No quiero parar.

Extraigo su miembro y se muestra ante mí como un verdadero regalo. Erguido, magnífico, prometedor… Lo acaricio suavemente al principio, más rápido después. Marcos me está volviendo loca. Cuando quiero darme cuenta estoy sentada, con las piernas abiertas, los pantalones fuera y sus dedos apartándome las braguitas para dar paso a su lengua, que se desliza sobre mi sexo… Creo que voy a morir… ¡Hace tanto tiempo que no hago nada!

Su lengua se mueve en torno a mi clítoris mientras introduce uno de sus dedos en mi vagina. Nos hemos vuelto locos. Esto no tiene sentido. Hace un momento estábamos haciendo turismo cultural y ahora somos dos animales.

Voy a estallar… No puedo más… Finalmente me derrito en un orgasmo maravilloso…

Pero Marcos no me da tregua: ahora me coge del pelo y dirige su pene hacia mi boca.

Me mira con lascivia y me encanta, y yo le muestro mi cavidad bucal, donde inserta de golpe su miembro. Siento el sabor y la textura de su glande y me gustan. Empiezo a chupar con fruición, y pronto él separa mi boca. Está a punto de correrse, lo noto, y ha tenido que parar.

Tras un par de segundos continúo lamiendo despacito el lateral, la base, los testículos… Sus ligeros jadeos me ponen a mil. Quiero darle todo el placer del mundo. Con su pene otra vez entero en mi boca miro hacia arriba y nuestras miradas se encuentran, son todo deseo. Vamos a salir ardiendo. No aguanto más, quiero que me folle. Quiero tenerlo dentro de mí. Marcos se da cuenta al instante y se inclina, me besa, me acaricia y dirige su miembro hacia mi sexo. Están muy cerca, se rozan. Noto su tacto y quiero que continúe. Pero él se detiene un momento, extrae un preservativo de su bolsillo, lo rompe con los dientes y se lo pone en un segundo.

Debo ser una imprudente, pero quería sentir su piel desnuda, sin el intermediario plastificado. Pero Marcos es un chico responsable. Está acostumbrado a la promiscuidad y quizá para él solo soy una más, no alguien por quien perder la cabeza, como me sucede a mí.

Me mira, me besa nuevamente con ternura y se va introduciendo con suavidad. Ummm, lo siento bien apretado, me llena. Empieza a moverse, yo también, nos comemos y empujamos el uno contra el otro, al principio con dulzura, luego con rabia, con prisas, como si nos quedase un minuto de vida y la pervivencia de la especie humana dependiese de este acto sexual. Dios mío, es fantástico. Estoy como poseída, y él también. Nuestros gemidos y jadeos resuenan en el silencio del Ateneo. Estoy a punto de correrme otra vez, empiezo a chillar de placer y finalmente me voy en un orgasmo más fuerte y prolongado que el anterior, un orgasmo increíble, que nunca había pensado poder llegar a experimentar.

Marcos reduce el ritmo, se queda dentro de mí, mirándome, sonriendo. Me besa con infinita ternura y yo respondo a sus besos. No sé ni dónde estoy ni qué estoy haciendo. Pero él vuelve al ataque. Poco a poco incrementa la frecuencia y la fuerza de sus embestidas. Me agarro a él y no puedo hacer otra cosa sino gozar hasta que él tampoco puede más y se vacía dentro de mí, con una especie de grito ronco. En su mirada veo a un hombre rendido por el placer.