¿HAY VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE?

Han pasado cuatro meses desde que rompí con Javi. Cuatro meses en los que el vacío ha sido tan grande que temí que me tragara como un agujero negro. Cuatro meses en los que no ha transcurrido ni un solo segundo sin que pasaran por mi mente estos diez años con él, con todas las imágenes y momentos que hemos vivido juntos.

A pesar de eso no he contactado con él. Tampoco he atendido ninguna de sus múltiples llamadas y mensajes. Es más, finalmente le he bloqueado de todas partes. Era demasiado doloroso.

He pensado en perdonarle, en volver… Sin embargo, sé que aunque a él podría perdonarle, nunca podría perdonarme a mí misma. Me conozco y, si lo llamara, él estaría encantador, me trataría como a una reina, me prometería la luna y me tendría en palmitas una temporada… Pero yo lo miraría a los ojos y sería incapaz de volver a sentir lo que sentía por él. La inocencia, la entrega generosa y despreocupada… no volverán. Cuando dejo de creer en una persona, dejo de quererla.

Yo se lo di todo, pero Javi siempre fue un tipo algo complicado. ¿O quizá al final me puso los cuernos porque era sencillamente tan simple como los demás? Me he cansado de darle vueltas al asunto. Ayer, en un acto de rabia, tiré a la basura todo lo que me recordaba a él, incluidas nuestras fotos y las cajas llenas de aquellas maravillosas cartas que nos escribíamos.

También echo de menos un montón a Genaro. Si estuviera aquí, sería mi refugio. He sufrido dos pérdidas a la vez.

He intentado centrarme en mi trabajo, pero tampoco es el lugar más apropiado para animarse, y me cuesta mucho mantener la atención. Trabajo en una antigua Caja de Ahorros, una de esas que quebró y que tuvimos que rescatar con el dinero de todos, el mío también. Solo que yo además tengo que aguantar los sermones y los discursos de algunos de mis clientes, que me tratan como una delincuente. Como si yo estuviese en el Consejo de Administración. Ni siquiera he vendido preferentes. De todas formas entiendo su cabreo. ¡Qué asco de país!

Camino hacia el metro mientras en mis cascos suenan una y otra vez las canciones de Interpol: «I want your silent parts. The parts the birds love. I know there’s such a place…». En estos dos meses no he querido escuchar otra cosa más que la voz oscura y torturada de Paul Banks. Un tío que estudió literatura inglesa, que adora a Henry Miller y que escribe todas y cada una de las letras de la banda. Y que llegó a ser tenista profesional. Elegante, guapo, macizo y enigmático hasta decir basta. ¿Dónde hay uno así que me haga olvidar a ese…? ¡Eh, no pienses en él!

Penetro como una sonámbula en uno de los vagones. Si es verdad que cuando morimos hay algo más y existen el Cielo y el Infierno, estoy convencida de que al Infierno se va en metro. Observo a mis compañeros de viaje: ¿por qué la gente es tan horripilantemente fea? Bueno, fea quizá no sea la palabra… ¿Vulgar? ¿Anodina? ¿Me estaré volviendo una misántropa después de mi ruptura? A veces por un segundo comprendo a esos adolescentes locos que cogen una ametralladora y acaban con todo el que se encuentran por delante. Uf, quizá debería variar algo más mis gustos musicales. A ver, The Cure, Nine Inch Nails, Tulsa… ¡Soy la alegría de la huerta!

Echo un vistazo a mi móvil. Durante este último mes he tratado de recuperar algunas de mis viejas amistades. Y sí, muchas buenas palabras, mucho wasap, pero a la hora de quedar todo el mundo parece vivir en una dimensión paralela a la mía. No les culpo. Estos años he estado tan volcada en mi relación con Javi que he dado a casi todos mis contactos de lado, y además, con treinta y cuatro años, quien más y quien menos tiene su pareja, sus hijos, su churri, su amigovio, su follamigo o lo que sea… Cualquier plan es mejor que quedar a escuchar cómo una amargada se lamenta porque lo ha dejado con su chico.

Suena «My desire» en mis cascos, y empiezo a mover la cabeza al compás. ¡Vaya, un primer gesto de que estoy viva de nuevo! Creo que si no fuera por la música, todos estaríamos ya muertos. La vida sin música es como un mar sin olas.

—¿Interpol? ¿No?

—¿Eh? —Me giro y observo que el que me dirige la palabra es un chico que acaba de sentarse a mi lado, más o menos de mi edad—. Pues, sí. ¿Lo llevo un poco alto, no? Perdona, ya lo bajo.

—No, no, si me encantan. Y además me acabo de quedar sin batería, así que gracias a ti tengo hilo musical —me dice dedicándome una sonrisa.

Yo también sonrío mientras lo observo más detenidamente. Parece simpático, muy natural. No es guapo, pero me resulta atractivo: ojos marrones, pelo castaño, rasgos no demasiado sobresalientes… Tiene unos labios bonitos, eso sí. Ah, ya sé, lo que me ha llamado la atención es su voz, su forma de dirigirse a mí, esa naturalidad, esa tranquilidad… Me inspira confianza. Y su mirada me gusta. ¿Me gusta? Pero ¿qué dices? ¡Houston llamando a Zoe! ¡Volvemos a tener señales de su presencia en el espacio! ¡Pensábamos que la habíamos perdido! Mi mente empieza a visualizar a un grupo de científicos de la NASA dando saltos de alegría en la sala de control. Zoe is back!

Ahora me siento como una tonta. Me he puesto nerviosa. No sé si seguir escuchando Interpol, si apagarlo y hablar con él o si dejarle un auricular y subir más el volumen…

De pronto algo me saca de mis pensamientos. A mi lado se acaba de sentar un chaval de unos veinte años, con pinta de pandillero, y ha puesto en su móvil, sin auriculares, una horrible canción de algo parecido al reggaeton, para deleite de todos los que tenemos la inmensa suerte de compartir vagón con él. Y no suena bajito precisamente. Mi compañero misterioso amante de Interpol me mira con una sonrisa de «Qué se le va a hacer», pero yo estoy hasta los ovarios de todo y empiezo a echar humo por las orejas.

Pasan los segundos, un minuto… Y esa horrible canción sigue taladrando mis oídos. Es un auténtico atentado, no solo a la música, sino al buen gusto. Y lo peor es que es pegadiza, como todas estas aberraciones.

Tengo que quitarme la chaqueta porque creo que he empezado a sudar. ¿Por qué hay gente que todavía no ha descubierto el maravilloso invento de los auriculares? El primer momento medianamente decente que tengo en cuatro meses y viene este engendro, mezcla de Justin Bieber y Juan Magán, a jodérmelo con su musiquita. ¡Ah, pues no! Desenchufo los cascos de mi móvil y, para sorpresa del resto de pasajeros, mi querido Paul Banks empieza a desafiar a esa horrible composición. Creo que nunca he hecho una cosa así. No soy muy dada a enfrentarme a nadie y nunca me ha gustado llamar la atención, pero hoy quiero realizar un acto de justicia poética.

El otro, que no se da por aludido, sube un poco más el volumen de su pedazo de móvil y continúa como si nada. Pero no he superado una ruptura, la hepatitis, una madre esquizofrénica y una regla que no se la deseo a mi peor enemigo para que ahora venga un niñato a tocarme la moral. Con un gesto desafiante, yo también subo el volumen de mi teléfono. ¡Ahí, Paul, dale caña con «Barricade»!

Mi compañero interpolero me sonríe y me dedica una mirada llena de solidaridad. Es una mirada profunda, calmada, que parece decirme: «Yo te apoyo, estoy contigo». O eso creo. A lo mejor piensa que estoy loca. Pero sigue sonriéndome, y nuestras manos se rozan sin querer por un segundo en el asiento. Yo, algo nerviosa, lo miro, y en ese momento y sin saber por qué me gustaría abrazarlo, salir los dos volando por algún agujero del techo del vagón, subir al cielo y encontrarnos a uno de Interpol tocando en cada nube y a Paul Banks diciendo: «Sí, lo habéis adivinado, soy Dios. ¿Queréis que os case?».

Se me va la olla, lo sé. De todas formas, los carraspeos del muchacho reggaetonero me sacan de mi sueño perfecto. Ha notado mi determinación y empieza a mirarme con cara de pocos amigos. Y vuelve a subir el volumen de su móvil monstruoso. Tiene un teléfono de alta, no, altísima gama, que vale más que él, y sé que con mi viejo pero querido cacharro no voy a poder competir durante mucho más tiempo en esta guerra de decibelios, pero confío en Paul y su potencia vocal para mantener al menos la dignidad. Los pasajeros nos miran molestos, alguno abandona el vagón, pero nadie dice nada. A lo mejor piensan que llevo un cuchillo.

—Tranquila. —Mi ángel amante de Interpol ha cogido mi móvil entre sus manos.

Sube el volumen al máximo y, mientras me coge una mano con dulzura, le dedica una mirada terrible al niñato. La gente del vagón no sabe dónde mirar. Algunos contemplan la escena como si de una del Far West se tratara, dispuestos a meterse debajo de la mesa del saloon en cuanto empiece la ensalada de tiros. ¡Ahora somos dos tocándole las narices al aspirante a pandillero! Este finalmente se levanta, nos dedica una mirada llena de resentimiento y, como acabamos de llegar a una parada, sale por la puerta. Enchufo de nuevo los auriculares, y sonriendo, le digo:

—Muchas gracias por el apoyo. Pensarás que estoy un poco loca, pero es que es algo con lo que no puedo, y siempre deseé hacer una cosa así. Lo que pasa es que hasta hoy nunca me había atrevido.

—Ha estado muy bien. Eso es lo que pasaría si todos llevásemos la música a toda pastilla sin auriculares.

—¿Los compartimos? —le propongo.

Él asiente sonriendo, y de pronto el metro ya no es un lugar deprimente y vulgar. Deseo que el viaje no acabe nunca, y me pasaría la vida entera dando vueltas por esta línea circular… Soy una estúpida soñadora. ¡Si no lo conozco de nada! Pero estoy tan a gusto… Y no sé por qué. Creo que el simple hecho de tenerlo al lado me ha dado la fuerza suficiente para que me haya atrevido a hacer lo que he hecho.

¡Vaya, con toda esta movida me he pasado mi parada! Me da igual, no voy a bajarme ahora. Continuamos escuchando la música, sin hablar, mirándonos y sonriendo estúpidamente de vez en cuando. La situación es extraña, pero ninguno de los dos queremos romperla. Nuestras piernas se rozan sin querer (o no). Nuestros ojos se encuentran…

—¡Vaya imbécil, eh! ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Zoe, pero no soy imbécil.

—Lo decía por él —aclara riendo—. Ya sabes, nuestro amigo. Yo me llamo Marcos.

Por un momento no sé si abalanzarme a darle dos besos o no, allí los dos, con los cables rodeándonos. Me doy cuenta de que huele muy bien, no a colonia, sino a un olor natural casi imperceptible, como los regalos que desenvolvía de pequeña, o el envoltorio de mi caramelo favorito, o la carpeta que estrenaba siempre a principio de curso. El olor de las cosas que están sin empezar.

—¿Sabes que va a venir Interpol a tocar a Madrid dentro de dos meses? —me comenta.

—Lo sé, ya tengo mi entrada desde hace la tira.

—Yo también. No me lo pierdo por nada del mundo. Espero verte por allí. —Y diciendo esto se levanta de su asiento—. Esta es mi parada.

Me doy cuenta de que su cuerpo no está nada mal. Y me encanta su forma de vestir. Unos vaqueros ajustados que le sientan como un guante, unas zapatillas realmente chulas y una camiseta de los Doors. Y lo mejor de todo es que este chico tiene pinta de escucharlos de verdad.

—¡También es la mía! —miento.

—¡Vaya, otra casualidad!

Salimos tres paradas más lejos de la que yo debería haberme bajado. El hecho de caminar por el andén, compartir otro espacio juntos, parece darle cierta entidad a nuestra nueva relación.

—Yo voy hacia Sol, voy a trabajar.

—¿Dónde trabajas? —le pregunto.

—Trabajo en una editorial. ¿Y tú?

Yo voy al psiquiatra, iba a decirle. Porque allí es donde voy. Tras la ruptura con Javi todo el mundo convino en que la mejor forma de combatir mi tristeza era a base de antidepresivos, Frosinor 20 mg para ser más exactos, acompañados de algún trankimazin para los momentos de ansiedad.

—Yo, eeeeh…

—¡Marcos! ¡Qué sorpresa! ¿Vas a la editorial? —Una voz surge de la nada.

De pronto una rubia platino subida a unos tacones imposibles, mezcla entre Yola Berrocal y Leticia Sabater, aborda a mi chico de Interpol y, sin previo aviso, le planta un par de besos y lo agarra por el brazo.

—¡Hola! ¡Soy Vanesa! —me dice. Y me da dos besos a mí también sin que me dé tiempo a pestañear. Después de estos meses de depresión y soledad he de decir que me sienta bien un poco de calor humano. La tal Vanesa parece estar como un cencerro, pero es cercana, eso sí.

—Me llamo Zoe. Bueno, os dejo, que tengo que ir por aquí. —Y señalo el pasillo contrario.

Eso es algo muy mío, abandonar de pronto la escena en el momento en que justo debería quedarme. Soy lo peor. Lo puto peor.

—Ah…, vale, Zoe… ¡Cuidado con el reggaeton! Si me necesitas…, ¡sílbame! —Marcos me sonríe y en ese instante me doy cuenta de que es cierto que me gusta. Me gusta de verdad.

—Lo haré —contesto sonriendo yo también y agitando el brazo con cara de tonta.

Pero ¿por qué no te quedas un rato con él, o le pides el móvil, el wasap, que ahora es más fácil, el Facebook o lo que sea? Pero ¿por qué te vas ahora? ¡Invéntate algo! ¡Dile que acabas de perder la vista de repente y que te va a tener que guiar de la mano toda la vida! ¡O que te has dejado las llaves de la nave espacial en su casa y os están esperando para salvar el universo!

Pero no, tonterías aparte, una especie de estúpida vergüenza se apodera de mí y me arrastra lejos de él. La aparición imprevista de Vanesa me ha devuelto a la realidad. Estoy a tres paradas de la consulta. Si me demoro, voy a llegar tarde y estoy haciendo el tonto con el primer desconocido que me cruzo por la calle.

Y, sin embargo, cuando llego a la consulta del doctor Encinar me doy cuenta de que tenía que haberme quedado.