FIESTA ESPAÑOLA

«Si quieres verme,

vas a tener que explorar

esos desiertos que no puedo abandonar».

(«Los amigos que perdí», Dorian)

Por fin es viernes. Hacía mucho tiempo que no tenía tantas ganas de que llegase el fin de semana. Como contrapartida, estos días se me han hecho más largos que nunca. Marcos ha estado fuera de Madrid y Tere andaba «ocupadísima».

Con todo el tiempo del mundo para darle vueltas a la cabeza, a menudo miraba el teléfono o la puerta esperando una llamada de la policía viniendo a detenerme. Afortunadamente no he vuelto a saber del tema, y según me cuenta Marcos, él tampoco. No sé qué pensar. Si es un ladrón de cuadros, lo disimula bastante bien. De lo que no tengo duda es de que me gusta.

La policía tampoco ha vuelto a interrogar a su tío, que está de momento sin cargos, y los medios de comunicación no han dado novedades. Ojalá aparezcan pronto el dichoso cuadro y el ladrón y todo se aclare. Marcos dice que si no nos han requerido en toda la semana, es que no hay nada contra nosotros porque nadie sabe que estuvimos allí. Excepto su tío. Y sigue confiando plenamente en él. Esperemos que así sea.

Yo mientras tanto intento evadirme y no pensar. Quizá no debería volver a verlo, al menos hasta que todo se aclare. Siempre me digo que es lo mejor, pero en cuanto tengo un mensaje o una llamada suya mis defensas caen y olvido la precaución.

Hoy precisamente hemos quedado y dice que me va a llevar a una fiesta sorpresa. «Muy española», me ha adelantado como única pista. Hemos dejado lo de la fiesta ibicenca para otra ocasión. No se puede estar en todas partes a la vez.

Me enfundo un vestidito ajustado que compré el miércoles para actualizar mi monjil vestuario, me subo a unos tacones con los que voy como un pato mareado debido a mi falta de práctica, y en cuanto suena mi móvil bajo hasta el portal, desde donde veo que Marcos me espera sonriente dentro de su coche.

Me fijo en él y trato de identificarlo con una música. Es un pequeño hobby que tengo: según veo a una persona, me viene a la mente una canción o un género musical. Su rostro, su forma de caminar, de expresarse, su ritmo corporal…, es todo parte de una partitura. Mi madre sería una zarzuela, por ejemplo. Mi amiga Tere antes era una canción de Ace of Base, pero últimamente la veo como «La Cabalgata de las Valquirias» de Wagner. Vero sería una canción de Garbage, y Marcos…, con ese aire siempre despreocupado y tranquilo, una de los Beatles.

Lleva una camisa que le queda muy bien. Nos damos un beso y nos vamos rumbo a las calles de Madrid a seguir haciendo locuras.

—¡Qué guapo estás! Pero tienes cara de cansado.

—Gracias. ¡Tú sí que estás guapa! —me contesta—. Es que he tenido bastante trabajo en la editorial y además me he pasado las dos últimas tardes cuidando de mis sobrinos.

—¿Tienes sobrinos?

—Sí, uno de seis años, Raúl, y su hermana de cuatro, Ana… Son encantadores, pero para un rato. Mi hermana y mi cuñado se han ido a Roma cuatro días y entre mis padres y yo estamos haciendo de canguros. A mí los niños me encantan, y yo a ellos, pero me agotan.

—Y eso que no son tuyos, ja, ja, ja.

—¿Míos? Me parece que no. Yo no quiero tener hijos.

—¿No? Pero si tienes pinta de ser un padrazo.

—Ya, pero no sé, creo que la vida es muy dura para traer a alguien a ella sin consultarle.

Me sorprende este tono pesimista en una persona como Marcos.

—¡Qué raro eres! Pues yo quiero tener hijos algún día. Imagínate que te echo algo en el Cola Cao y te enamoras de mí. ¿Entonces qué hacemos, eh?

—Ummmm, dilema. Como yo al final no sé decir que no, seguro que los tendríamos. Pero los cuidas tú, ¿eh? —dice bromeando.

—Tranquilo. No voy a obligar a tener hijos a nadie que no quiera. De todas formas, aunque tú hayas venido al mundo sin que nadie te haya pedido permiso, ¿no te alegras? ¿No estás contento de haber nacido? ¿De estar vivo?

—En eso soy un poco contradictorio. Me encanta la vida. Me gusta estar vivo. Disfruto cada instante como si fuese el último, y los días siempre se me hacen cortos. Me enamoro cada día de mil pequeñas cosas: una gota de lluvia sobre la hierba, una conversación, un beso, un paseo, tu mirada ahora mismo… y, sin embargo, siempre tengo la sensación de que todo es un gran absurdo, de que no somos más que pasajeros de un barco que va camino de un abismo, que es la muerte. No soporto la idea de que al final, hagamos lo que hagamos, la vida sea una batalla perdida.

—Visto así es muy deprimente, claro. Pero la vida es lo único que tenemos y hemos de disfrutarla.

—¡Y la disfruto! ¡A cada segundo! ¡Como nadie! Y por eso precisamente es por lo que me invade esa sensación de tristeza a veces. Esto no lo suelo comentar nunca.

—Te entiendo. Si echamos la vista hacia nuestro futuro más lejano, lo que nos espera es la vieja con la guadaña. Pero ¿tú no crees que hay algo más allá?

—Yo creo que no. Cuando se acaba la actividad cerebral se termina todo. Eso que nos han contado de una vida más allá de la muerte, la religión y las demás fábulas no son sino cuentos de niños para que no nos asustemos y caigamos en la desesperanza. Y ya de paso para controlarnos y dominarnos en nombre de algún dios, claro.

—Eso sí, la religión ha sido un cuento muy productivo. Pero no sé, yo dentro de mí tengo la sensación de que hay algo más. No me pidas que te lo explique porque no sé, pero tengo esa sensación.

—Pues yo, por si acaso no tienes razón, me esfuerzo en sacarle el máximo partido a esta vida, porque creo que no hay otra.

—Pero ¿entonces, según tú, cuál es el sentido de la vida?

—La vida no tiene sentido. Por eso hay que dárselo a cada momento. Ahora mismo, para mí el sentido de la vida es estar aquí, contigo. Escucharte, tocarte, hacerte sonreír. Ahora mismo soy feliz. —Me lo suelta así, como si no hubiera más lógica que esa.

Y como si hubieran sido un oráculo, sus palabras me provocan una sonrisa. Me acerco y nos fundimos en un beso. Es un chico frágil. Alegre y abierto pero a la vez torturado por dentro. Despierta mi ternura. Acaricio su barbilla y le digo:

—Me encanta que me hagas sonreír. Por cierto, me debes un apellido. Ya es nuestra segunda cita. Y se supone que no debería andar por ahí con un ladrón de cuadros, al menos no sin saber cómo se llama.

—Tienes razón. En la editorial todo el mundo me llama por mi apellido. Berlín.

—¿Berlín?

—Sí, no me digas de dónde viene. Investigué algo pero no sé de dónde lo sacaron mis padres. Toda mi familia es de Castilla. En el único sitio donde me llaman así es en el curro. Le hizo gracia el primer día al director y con Berlín me quedé.

—Me suena a espía del telón de acero. Si es que no gano para sustos contigo. Y hablando de sustos, ¿adónde me lleva hoy el señor Berlín? ¿Qué es eso de «fiesta española», a ver? ¿Una corrida?

—O varias. Ya lo verás. Pero con una condición: tú no me llames Berlín.

—Ya veremos —le pincho.

Al cabo de no más de diez minutos y algunas bromas sobre lo trascendentales que nos hemos puesto nada más saludarnos, aparcamos en una calle bastante céntrica y caminamos unos pasos hasta un bloque de viviendas como tantos otros de Madrid. Marcos pulsa el portero automático del último piso y nos abren sin contestar.

Subimos en el ascensor y cuando estamos dentro me lanzo y le doy un buen morreo.

—Tengo que aprovechar que aquí eres solo mío —digo—. En un minuto sin duda estarás rodeado de arpías.

—¿Sabes?, me encantas. Tienes una luz que nadie más tiene.

Debo besarlo otra vez, definitivamente Marcos ha resultado ser el mejor revulsivo para una etapa de mi vida que, creo, ya pasó a la historia.

Finalmente, el ascensor llega a su destino. Llamamos al timbre y nos recibe con una gran sonrisa una mujer de unos cuarenta y tantos muy bien llevados, vestida con un conjunto de cuero negro que resalta un auténtico tipazo. Su pelo rojo rizado aumenta su atractivo, y sus increíbles ojos azul turquesa parecen traspasar lo que miran. Desprende vitalidad y energía.

—¡Marcos! ¡Cuánto tiempo! ¡Qué ganazas tenía de verte! —Lo abraza efusivamente y le da dos besos—. ¡Y tú debes de ser Zoe! ¡Bienvenidos! ¡Estáis en vuestra casa! Yo soy Patricia.

Me planta otro par de besos, nos coge de la mano y nos introduce en un gran salón donde a la derecha observo a un chico de unos veinte años muy guapo y atlético, vestido de torero, que está bailando con una chica también muy joven y preciosa disfrazada de flamenca con abanico y todo. Y digo disfrazada porque se nota que hasta hoy no se ha puesto un traje de flamenca en su vida y aunque trata de manejarlo con garbo, el resultado es más exótico que otra cosa.

—Ellos son Jean y Michelle —dice Patricia—, nuestros juguetes de hoy. ¿Os gustan?

—Mucho —contesta Marcos—. ¡Cómo no nos van a gustar si los has elegido tú!

El salón casi no tiene mobiliario, apenas algún sillón y escasas sillas. Unas cuantas láminas impresionistas con motivos de desnudos decoran la pared. En un par de rincones hay una especie de paragüeros, y al fondo una pequeña barra, donde se concentran unas doce personas. Patricia nos conduce hasta ellas y nos presenta.

Según me dice Marcos, esta vez no hay chicos solos. Son todos matrimonios, por lo visto de diferentes edades, excepto una guapa morenaza con un cuerpo y unas curvas rotundas, fuerte, maciza realmente, llamada Belén.

—¿No invitáis a chicos solos a las fiestas privadas? —le pregunto a Patricia.

—Sí, depende de lo que queramos. A veces hacemos fiestas para parejas solamente, como hoy. Otras veces vienen también chicos solos. Otro día es fiesta solo de chicas. Hay opciones para todos los gustos. Tengo una amiga a la que le encanta el gang-bang y cada vez que viene a una fiesta nos pide que invitemos a cuatro o cinco chicos solo para ella. Son hombres que conocemos, amigos que son muy majos y dan mucho juego.

—¿Un gang-bang es una mujer con muchos hombres?

—Exacto.

—¿Y un hombre con muchas mujeres?

—Eso no tiene un nombre concreto. Curioso. Podríamos llamarlo un harén, ¿no?

Veo que Belén pone muchísimo a Marcos; se lo noto, es muy transparente. Así que nos pedimos dos copas de vino y entablamos conversación con ella mientras suena Chambao de fondo. A lo largo de la noche toda la música será española, haciendo honor al motivo de la velada.

—Las fiestas de Patricia siempre son geniales, diferentes —dice Belén—. Bueno, tampoco he ido a muchas, solo a tres, llevo poco en el ambiente. Aunque me han encantado todas. Siempre invita a gente majísima —continúa—. Es muy selectiva. Pero no me refiero al físico, sino a la forma de ser, que es lo importante. —Sonríe siempre al hablar y parece un encanto de persona.

—Desde luego. Pues Zoe seguro que lleva menos que tú, dos semanas. —A Marcos le gusta resaltar lo novata que soy, supongo que eso es un plus, algo así como carne fresca, morbo añadido.

—¿Y qué tal?, ¿te gusta?

—De momento sí. Aunque de este no me fío. Yo voy a mi ritmo.

—Yo también. Suelo moverme como chica sola, aunque tengo un amigo que me acompaña algunas veces. Ya verás, cuando pruebas esto ya no lo puedes dejar. Y piensas, ¿qué he estado haciendo yo hasta ahora? ¿Cómo he podido perderme tantas cosas? Bueno, y más yo, que antes estaba casada con un testigo de Jehová y todo lo referente al sexo le parecía pecado. Ahora me estoy desquitando.

—¿En serio?

—Sí, catorce años he estado con él. —Parece increíble que una mujerona repleta de sensualidad haya podido estar en semejante cárcel—. Todo le parecía mal. Y yo estaba como ciega, porque lo quería. Hasta que, poco a poco, fui abriendo los ojos y un día conocí a Miguel en un curso de yoga, el chico que os digo con el que a veces quedo; me harté y rompí con todo. Y ahora no paro.

—Haces bien. Mirándote parece increíble que pudieras aguantar eso. Se te ve con tanta vida y con ese cuerpazo… —Marcos aprovecha para ir tirándole los tejos. Es un adulador irredento.

—¡Venga, vamos a brindar por la vida, por nosotros! —dice Belén.

—¡Eso, por la vida, por el sexo, por el placer, por el disfrute, por la libertad! —Marcos se viene arriba. Brindamos y saboreamos el delicioso Burdeos que Patricia nos tenía preparado.

—Este vino está buenísimo —comento—. Por cierto, ¿luego dónde vamos a cenar? Tengo ya un poquito de hambre.

—Tranquila, que la fiesta incluye cena. Mira, por ahí viene —señala Marcos mientras me toma por la cintura.

De pronto hace su aparición una mesa de forma rectangular y con ruedas, empujada por Patricia y un voluntario. Sobre ella, encima de un mantel, reposa el cuerpo desnudo de Michelle, perfecto, completamente depilado, precioso. Permanece totalmente quieta, con los brazos extendidos y la mirada ingrávida. Tan solo una sonrisa dibujada en su rostro y el ligero movimiento de su pecho al compás de su respiración revelan que no se trata de una muñeca de cera, sino de una persona.

Patricia la coloca en el centro de la habitación, y pregunta de forma pícara:

—¿Me ayudáis a poner la mesa?

Una de las invitadas aparece con dos grandes bandejas en las manos. Están surtidas de pequeñas tiras de jamón serrano, tomates cherry y aceitunas. También incluyen picos de pan tostado y algún que otro canapé. Patricia comienza a depositarlo todo cuidadosamente sobre el lienzo desnudo que es el magnífico cuerpo de Michelle y el resto de futuros comensales la acompañamos en la tarea. Michelle sonríe y solamente parece estremecerse en el momento en el que Marcos, siempre travieso, coloca un tomate sobre uno de sus pezones.

—Perdona, debe estar frío. —Y se lo cambia por un trozo de jamón—. Mucho mejor. Este me lo pido.

—Esperad, que hay más —anuncia Patricia.

Desaparece hacia la cocina y al punto vuelve a aparecer empujando otra mesa alargada donde reposa Jean, igualmente desnudo, atlético, depilado y apetitoso.

Lo situamos a continuación de Michelle, cada vez más decorada, y procedemos a hacer lo propio con él, entre risas, bromas y juegos, que ya incluyen los primeros toqueteos entre los invitados y muchas miradas que lo dicen todo. Nos movemos alrededor de los dos recipientes humanos, colocando aquí una tira de jamón, allá un tomatito, más acá un canapé, al gusto de cada uno. Muchas veces lo acompañamos de un tierno beso al modelo, un lametón, un mordisquito… Michelle y Jean están cada vez más apetecibles, y nosotros más y más hambrientos.

—Oye, ¿todo esto es gratis? ¿No deberíamos haber traído algo? —le susurro a Marcos.

—Tranquila, Patri es muy amiga mía y no nos ha querido cobrar. Ya le corresponderé.

—Como veas.

Precisamente nos interrumpe la voz de la anfitriona, que se ha colocado en medio de todos y ejerce de perfecta maestra de ceremonias:

—¡Pues creo que ya está todo perfecto! ¡Muchas gracias por su colaboración! Procedamos, pues, a la degustación de estos manjares.

Comenzamos a comer de los dos cuerpos desnudos, tomando la comida con las manos, o muchas veces con la boca directamente. La temperatura y el cachondeo van creciendo y, además de disfrutar de nuestras bandejas humanas, nos empezamos a comer entre nosotros.

Yo le doy un buen morreo a Marcos y este se entretiene conmigo y con Belén, a la que le acaricia con descaro las tetas. Sus grandes pezones empiezan a abultarse debajo de su vaporoso vestido.

—Hace dos meses hicimos el primer Nyotaimori, con sushi, claro, y fue un éxito —nos explica Patricia—. Entonces propusimos repetirlo y a alguien se le ocurrió que podíamos hacer un Nyotaimori a la española, con jamón ibérico, tomates y aceitunas.

—Pues está todo muy bueno, Patri. Y estos chicos están muy limpitos. ¿Nyotaimori dices que se llama? —preguntó curioso Marcos.

—Sí, listillo, te he pillado por una vez fuera de juego. Y hoy además tenemos Nantaimori, que es cuando la bandeja humana es un hombre. Ellos y ellas se bañan con un jabón especial sin aroma, y terminan con agua fría para rebajar un poco la temperatura del cuerpo.

—Ahora recuerdo que una vez leí algo sobre todo esto, en un artículo. Creo que decía que en China estaba prohibido y te podían meter en la cárcel. —Marcos, la Wikipedia humana, contraataca.

—¿Sí? Yo en una cárcel china, en una mazmorra, encadenada a unos fríos hierros y azotada con una caña de bambú por una carcelera despiadada… Ummm… Calla, que me mojo tanto que voy a pringar la comida, ja, ja, ja.

—Eres incorregible, Patri. Lo que te puede gustar eso de estar atada. ¿Habéis vuelto a ir al Valle del Jerte? —continúa preguntando Marcos.

—Hemos quedado para dentro de dos semanas. Los cerezos estarán ya en flor y es una gozada suspenderte con las cuerdas y quedarte inmovilizada sintiendo toda la naturaleza explotando a tu alrededor. Es algo difícil de explicar, yo lo comparo con las experiencias místicas de santa Teresa, cuando gozaba de aquellos éxtasis gloriosos. Deberías venirte un día y probarlo.

—No sé, no me veo colgando de un árbol como un salchichón. Llámame aburrido, pero al final yo en el sexo soy de lo más clásico.

—Aburrido.

—Retorcida. —Le coge la boca y le introduce la lengua hasta la garganta. Patricia le corresponde acariciando suavemente su entrepierna por encima del pantalón. En esto aparece la siempre sonriente Belén con una fuente con trocitos de tarta y bombones, que colocamos religiosamente de nuevo sobre nuestras bandejas humanas.

A mí no me da tiempo ni a ponerme medio celosa. La mezcla de vino, dulces y besos comienza a ser realmente embriagadora. Todos los comensales somos gente tranquila y agradable. Poco a poco vamos jugando unos con otros, y el banquete adquiere tintes de divertida lujuria. Me fijo en una pareja, un hombre de cierta edad y una mujer de unos cuarenta, delgada, de aspecto muy normalito, que hasta ahora no ha dicho ni una palabra.

El hombre se dirige hacia uno de los paragüeros y toma algo de su interior. ¡Oh, vaya, qué ingenua, no eran paragüeros! Lo que ha cogido es una fusta. Su acompañante se ha puesto cara a la pared y se ha levantado la parte de atrás del vestido, dejando al aire un bonito culo respingón protegido solamente por las medias y el tanga. Él se las baja hasta la altura de las rodillas y ella se deja hacer. Continúa sin abrir la boca, empiezo a dudar de si no será muda o si desconoce el español.

El resto de invitados dirigimos nuestras curiosas miradas hacia ellos. De pronto, él toma algo de impulso con el brazo y le propina un varazo en el trasero. No ha sido un golpe muy fuerte, pero tampoco desdeñable. Ella lo recibe con un ligero estremecimiento y una mueca que parece una sonrisa. El hombre acaricia los glúteos de la mujer, como comprobando que la piel sigue en perfecto estado de revista, y vuelve a propinarle un nuevo castigo. Y otro. Ella empieza a gemir en voz baja.

Marcos me coge de la mano y los dos contemplamos la escena con suma atención. Estoy asustada y excitada a la vez. Esta pareja nos ha sorprendido a todos.

—Me gustaría probarlo —dice de pronto Belén.

—Pues díselo. —Marcos me conduce al lado mismo de la acción para contemplarlo todo bien de cerca.

—Le encanta —dice el hombre. Tiene acento francés—. Pero esto no lo puede hacer cualquiera, hay que saber dar. No solo cómo dar, sino cuándo y cuánto, y sobre todo, el momento justo de parar. Estoy muy pendiente de ella en todo momento y nos conocemos muy bien, y sé cuándo disfruta y me pide más y cuándo quiere que me detenga. Y además tiene su técnica.

—Sí, supongo. Todo tiene su técnica. Nos está encantando verlo —dice Marcos.

—¿Quieres probar? ¿Has jugado alguna vez al pádel? —le pregunta el hombre.

—¿Al pádel? ¡Me encanta! ¡Si juego tres partidos a la semana! —Marcos se anima por momentos.

—Pues mira, tienes que girar así la muñeca y golpear como de refilón. Fíjate.

El francés ejecuta un golpe de muestra sobre la mujer, que permanece totalmente pasiva y entregada, ajena a nuestra presencia. A continuación le entrega la fusta a Marcos y este esboza una tímida pregunta:

—¿Puedo? —Parece un niño al que de pronto le dejan jugar a cosas de mayores.

—Sí, pero con cuidado, como te he dicho. A ella solo le gusta si se hace bien.

Marcos toma la fusta y la estrella contra los glúteos ya algo enrojecidos de la mujer. Esta tuerce un poco el gesto. Marcos mira al hombre como pidiendo permiso para ejecutar un segundo golpe y este se lo concede con una ligera inclinación de barbilla.

La fusta estalla de nuevo con cierta violencia contra el cuerpo, y mi acompañante repite el gesto un par de veces más.

—¿Qué tal lo he hecho?

—No lo has hecho bien del todo, ya te he dicho que no es tan fácil como parece.

—Perdona, ¿te he hecho daño? —Marcos se dirige a la mujer. Esta rompe por fin su silencio:

—Sí, un poco. No acabas de hacerlo como es.

Sus posaderas se muestran enrojecidas, pero no hay rastro de sangre ni de marcas de consideración.

—¡Yo quiero que me den un poco también! —Belén reafirma su deseo y de pronto todos queremos probar el nuevo juego—. Pero que lo haga él, que sabe. Que Marcos tiene mucho peligro —dice riendo.

Belén se sube el vestido, mostrando un culazo de campeonato, apoya sus brazos en una mesa y le dice al hombre:

—Castígame, he sido mala. —La temperatura de la sala sube varios grados más.

El francés toma la fusta con aire solemne, se sitúa parsimoniosamente detrás de Belén y observa su objetivo con detenimiento.

Acaricia su espalda y baja hasta sus magníficos cuartos traseros. Ella sonríe, nerviosa. Yo también lo estoy.

De pronto el francés descarga el primero de sus golpes, no muy fuerte. Un quejido muestra de placer y sorpresa sale por la boca de Belén.

—¿Sigo? —pregunta él.

—Sí, por favor.

—Sí, por favor, no. Di «sí, amo».

—Sí, amo.

La mano del amo descarga de nuevo un segundo golpe, más fuerte que el anterior y que todos los que ha recibido antes la mujer, que contempla la escena con aparente deleite. Una y otra vez se van sucediendo golpes, acompañados cada vez por un quejido más fuerte de Belén. Después de unos diez restallidos, el amo posa su mano sobre la carne doliente de nuestra amiga. Me acerco yo también y compruebo su tacto con la yema de mis dedos. La piel está roja, caliente, casi parece palpitar. Se aprecian ligeras marcas pero ni un rasguño. Belén respira de forma entrecortada.

—¡Me ha encantado! Pero de momento por hoy ya es suficiente. Creo que no me voy a poder sentar en una semana.

Yo también quiero probar, pero a la vez me da miedo. Mientras, Marcos, inquieto y curioso como siempre, se ha dirigido al falso paragüero y trae un látigo de varias colas.

—¿Quién quiere?

—Con lo mal que se te da, cualquiera se atreve —replico yo.

—Venga, déjate dar uno, y si no te gusta me das tú a mí. Prometo golpear flojito. —Es como un niño. Quizá es eso lo que más me gusta de él.

—Vale, pero no te pases ni un pelo o verás.

Me encanta jugar con Marcos. Y eso de sentirme su esclava por un momento me pone a cien.

Levanto la parte inferior de mi vestido, apoyo las manos contra la pared, y le muestro mi anatomía posterior, bastante en forma gracias a las clases de spinning y la bicicleta. Noto varios pares de ojos clavados en mí.

Marcos va más allá y desabrocha mi falda, me la quita y la deposita en una silla. Acabo de convertirme en la persona más desnuda del local. La vergüenza se mezcla ahora con la excitación y el temor al castigo físico.

Marcos hace restallar el látigo sobre mi cuerpo.

—¡Au! ¡Te has pasado! ¡Ponte tú ahora, te vas a enterar!

—Noooo, que las mujeres cabreadas sois muy peligrosas.

—¡Serás machista, maldito! ¡Cumple tu promesa! ¡Belén, ayúdame, que este va a probar mis latigazos sí o sí!

—¡Qué divertido! —exclama riendo—. ¡Sí, tú no te libras, majo!

—¡Noooo! —Marcos hace ademán de huir entre risas.

—¡Síííííí! —Belén es bien grandota y no parece sencillo zafarse de ella.

Patricia se nos une divertida y propone una idea:

—¡Vamos a atarlo a la cruz, que así no se escapa!

—Pero ¡bueno, que ya pasó la Semana Santa! —Marcos protesta riendo, pero no opone demasiada resistencia.

Entre las tres lo sujetamos, y él, encantado de ser el objeto de deseo de tres mujeres, se deja guiar hacia el fondo del salón, donde una puerta nos conduce a una habitación muy especial.

—Bienvenidos a la mazmorra —anuncia en tono serio Patricia.

Se trata de un recinto cuadrado, bastante lúgubre, claro está, donde unas grandes velas y otras más pequeñas dispuestas por el suelo iluminan con una extraña y tenue luz rojiza una enorme cruz en forma de aspa clavada a la pared y una especie de cama o más bien colchón posado en el suelo, envuelto en una funda de plástico negro. Colgando de la pared de la derecha hay látigos de varios tipos, fustas y una estantería con bolas chinas, consoladores de diversas formas y tamaños, lubricantes, arneses, pinzas para los pezones, cadenas y más objetos que no logro identificar. Creo distinguir aparatos de descargas eléctricas, como los de las películas.

—Te vas a enterar ahora. —Patricia agarra a un dócil Marcos que se deja hacer y lo conduce hacia la cruz.

—Ni se te ocurra oponer resistencia —le advierte Belén tomando un látigo y blandiéndolo de forma amenazadora.

—Ayúdame, Zoe. Vamos a encadenarlo.

Miro a Marcos y, aunque es obvio que se trata de un juego, lo observo complacida en una circunstancia en la que no es dueño totalmente de la situación, y en la que, al igual que el otro día en el baño turco de Cap, soy yo la que le lleva la delantera. Pienso alargar este momento y disfrutarlo.

Cojo una de sus muñecas y ajusto a su alrededor bien tensa la correa que pende de un extremo del aspa…

—¡Eh, tampoco te pases de fuerte! Que soy un chico muy sensible.

—¡Calla, esclavo! —La voz imperiosa de Patricia corta la conversación.

Patricia y Belén ajustan el resto de correas alrededor de la otra mano y de los tobillos y en menos de un minuto tenemos a nuestro Marcos, que hace nada era el gallito del corral, enteramente a nuestra merced.

—¿Está cómodo el señor? —pregunta con sorna Patricia mientras le recorre la cara y la barbilla con el extremo de una fusta.

—De momento, sí —alardea Marcos, desafiante.

—Pues eso no puede ser. ¡Belén, Zoe, apretadle un poco más las correas!

Obedecemos las instrucciones de Patricia, ante las protestas de nuestro esclavo, inmediatamente acalladas por el chasquido del látigo justo al lado de su oreja.

La imagen de nuestra anfitriona con un látigo en una mano y una fusta en la otra realmente infunde temor. Se ha tomado muy en serio su papel de domina. Se mueve muy despacio alrededor de Marcos, marcando cada paso. Tres personas se han acercado al quicio de la puerta y observan muy atentas nuestro juego.

—¡Desabrochadle la camisa! —Belén y yo obedecemos. Desabotonamos uno a uno los botones de la prenda, mientras le prodigamos alguna que otra caricia a su entrepierna, que ha comenzado a crecer. Marcos no deja de vigilar de reojo a Patricia. Esta agarra su barbilla con una mano y le mete la lengua bien dentro de la boca. Él responde al beso y Belén y yo nos miramos divertidas y excitadas. Belén acerca sus gruesos y exuberantes labios hacia mí y yo no me resisto; comienzo a devorarla mientras con una mano bajo la cremallera de la bragueta de Marcos y busco ansiosa su miembro, que ahora está más duro que nunca.

—Dejadme —ordena Patricia. Ha cogido una vela del suelo y la dirige hacia el pecho desnudo de Marcos—. ¿Te gusta la cera ardiendo, esclavo?

—¡Noooo, no hagas el loco, que a mí me gusta jugar pero en plan light, no soporto lo más mínimo el dolor! —suplica mi chico.

—¡Me da igual. Toma! —Y vierte el líquido caliente y denso sobre la piel de Marcos, que hace un ademán de retorcerse.

—Pero ¡si no quema, menos mal! —suspira aliviado nuestro esclavo.

—Todavía no hemos acabado. Voy a aplicarte unas corrientes en los pezones que vas a ver tú.

—¡Nooo, que eso sí que duele! ¡Desatadme, que Patri está muy loca!

Miramos a Patricia, que duda unos instantes y finalmente concede:

—Está bien, desatad al esclavo. Vaya fracaso. Venid que os voy a enseñar mi sala preferida de este local. Tú no, Marcos, que no te lo has ganado.

Le soltamos las manos y los pies y Patricia le arrea dos fustazos de propina, que Marcos intenta esquivar riendo.

—Bueno, me voy a la barra a por otra copa. Pero luego pienso buscaros. Alguien os tendrá que rescatar cuando esta tía enloquezca.

Salimos de la mazmorra y volvemos al salón principal, donde el resto de invitados charla de forma animada. Marcos se dirige a la barra, donde rápidamente traba conversación con una pareja. Siempre a su aire.

Al fondo del salón, la mujer que inició la experiencia sado está practicándole una felación a su pareja, que la mantiene agarrada del pelo y la atrae con fuerza hacia sí. Otra pareja se acerca y los observa.

Las tres chicas avanzamos, dejándolos a su rollo, y nos adentramos en una nueva estancia que se abre a la derecha.

—Bienvenidas al hospital Severa Ochoa.

Acabamos de entrar en una sala ambientada exactamente igual que la consulta de un ginecólogo.

Un sillón ginecológico preside el centro, y un biombo separa una parte, donde cuelgan en la pared dos batas y un póster con un dibujo del interior del aparato reproductor femenino.

A la consulta no le falta de nada: espéculos, cánulas, vaselina…, incluso un monitor donde en lugar de mostrarse ecografías se proyecta una película alemana de lo más bizarra.

—Desnúdate detrás de ese biombo, Zoe, y ponte una bata, que te vamos a explorar —ordena Patricia.

Obedezco sin decir palabra. Me desprendo del vestido, el tanga y el sujetador. Menos mal que hoy me he depilado a fondo. Me coloco la bata y me muestro ante ellas.

Patricia se ha colocado también una bata de médico y asume inmediatamente su nuevo rol. Belén lleva un tocado con una cruz roja y creo que ahora es su enfermera ayudante.

—Tiéndase aquí, por favor —me indica Belén, señalándome el sillón con una mano mientras con la otra me acaricia fugazmente la pierna.

Hago lo que me mandan, introduzco los pies en los estribos, y mi vulva queda expuesta a sus miradas y sus deseos. Patricia se ha enfundado un guante en la mano derecha y dirige hacia mi sexo el foco de una lamparita. Pone cara de observar con atención. Permanece en silencio unos segundos escudriñándolo solo con la vista, y finalmente, dirigiéndose a Belén, dice:

—Lo que me temía. Se trata de un coño completamente depilado.

—Cierto, doctora. Se trata de un auténtico caso de salud pública. Esta moda acabará resultando terriblemente peligrosa.

—¿Cómo? —acierto a decir, perpleja.

—El pelo está para algo, señorita —dice Patricia mientras me acaricia los labios mayores—. Si tenemos pestañas, párpados, y pelo en la cabeza y en los genitales es por una razón, porque cumple una función. Y el vello púbico sirve para impedir el contagio de enfermedades de transmisión sexual.

—El vello es bello —tercia Belén, mientras pasa su lengua por uno de mis senos.

—Cierto, querida paciente, según los dermatólogos el preservativo no siempre previene de todas las enfermedades, y ahí el vello es de gran ayuda. Es una barrera natural. Y por no hablar de los granitos y problemillas que trae a veces la depilación.

—Así es, señorita. Tampoco queremos que lleve usted eso como si fuera el Amazonas, pero algo arreglado y recortadito, con vello en la zona frontal, es lo más recomendable —completa Belén con un tono muy profesional.

—Vale, vale, lo tendré en cuenta de ahora en adelante. Total, me lo depilé porque creía que todas lo llevaban así y como soy nueva en esto no quería desentonar. En realidad, me dais una alegría —digo, más relajada. Me voy dando cuenta de que esto es como la vida, cada persona tiene sus gustos y lo que hay que hacer es aquello en lo que tú misma creas, al margen de la corriente principal—. La verdad es que no me gustó demasiado cómo quedaba cuando me miré en el espejo esta mañana.

—No es grave, el vello le crecerá en un par de semanas y volverá a ser usted misma —dice Belén, quitándole importancia—. Conozco algunas chicas que se hicieron el láser y después se arrepintieron muchísimo. Las modas…

¡Vaya, a estas dos les gusta el pelo! Hasta ahora tanto en Encuentros como en Cap, casi todas las chicas que había visto iban con el sexo completamente o casi depilado, lo normal hoy en día.

Belén me va cayendo mejor a medida que habla. Es una situación peculiar, hablar de estas cosas mientras estoy despatarrada frente a dos mujeres. Me he relajado con la conversación, casi me olvidé de dónde estaba. Patricia no da tregua a mis pensamientos y empieza a acariciarme los pechos suavemente, como amasándolos. Me aprieta un poco un pezón y en ese instante siento una especie de palpitación en el clítoris, como si ambas zonas estuviesen conectadas. Quizá ella lo sabe, me siento de repente de maravilla, como en manos expertas que conocieran mi cuerpo mejor que yo misma. Estoy en sus manos, soy suya. Entiendo el morbo del juego doctor-paciente, muy parecido al de amo-sumisa que he observado hace algunos minutos. No me he recuperado del shock, cuando siento un objeto tremendamente grueso abriéndose paso en mi vagina, poco a poco. Continúa durante varios minutos. Creo que nunca había estado tan dilatada…

—Zoe, estás chorreando, cariño —me dice Belén, la artífice de todo esto, con un tono meloso que, debo reconocer, me pone a cien.

Me está penetrando con un dildo de tamaño considerable. La sensación es tremenda, me siento llena, muy caliente, quiero que siga más adentro, quiero que me folle entera. A estas alturas ya no soy yo, solo siento el placer y quiero más. Patricia continúa apretando mis pezones, es como si todo se mezclara y yo solo sintiera el calor subiendo la temperatura de todo mi cuerpo.

Es todo tan diferente… Nunca había pensado que podría experimentar tal placer junto a una mujer, en este caso junto a dos.

Patricia acerca su boca a la mía y me besa, acallando así mis gemidos, que han ido in crescendo. No puedo más, el calor me abruma y entonces me sobreviene un orgasmo tan fuerte que casi me caigo de la camilla por los espasmos de mis abdominales. Pero, a diferencia de otras veces, esta vez no quiero parar, puedo seguir experimentando placer todavía, soy capaz de seguir disfrutando toda la noche sin parar, o eso me parece. Belén saca el dildo de mi vagina rápidamente y, casi sin darme tiempo, vuelve a metérmelo, algo más despacio, eso sí. Vuelve a sacarlo rápido, a introducirlo más lentamente, y así varias veces hasta que pierdo la noción del tiempo. Patricia se aleja un momento, aunque a mí ya todo me da igual, y al rato vuelve con un pequeño aparatito en su mano. Es un vibrador de clítoris, eso lo adivino en el momento que lo siento sobre mi sexo. Ya no puedo creer que más placer sea posible, pero sí, ¡lo es! El calor sube de repente a mi cara, empiezo a resoplar, a gritar, literalmente, cada vez respiro más fuerte y más rápido, estoy flotando, y entonces empiezo a sentir unos espasmos tremendos en la vagina, el vientre, las piernas… Patricia y Belén paran para sujetarme encima de la camilla mientras me retuerzo como una serpiente y grito sin control.

—Eres una diosa, Zoe.

Cuando me calmo, me ayudan a retirar las piernas de ese aparato porque yo soy incapaz de hacerlo sola, me acomodan sentada en la camilla y observo que la he dejado llena de mis fluidos. Patricia me acaricia el brazo con una sonrisa de satisfacción y a la vez de cierta ternura. Vuelvo a la realidad a medida que mi corazón se va calmando y late a su ritmo normal. Soy feliz, me siento agradecida a Patricia y a Belén, que empiezan a acariciarse la una a la otra y a juguetear con un vibrador mientras me quedo descansando tranquilamente en la camilla.

Querría acercarme a coger una botella de agua de las que descubro en una esquina de la habitación, pero no creo que pueda caminar todavía. Las observo mientras gozan la una de la otra y empiezo a recordar que un chico llamado Marcos me trajo hasta aquí. ¿Dónde estará? ¿Me habrá oído, habrá entrado en la habitación mientras yo estaba en éxtasis y no me he enterado? No sé, no me importa, estoy en una nube y me ilusiona verlo de nuevo después de haber disfrutado sin él. Siento que he despertado de un largo sueño, un letargo de años, como si me hubiese quitado una venda de los ojos. El fracaso de mis diez años de pareja ya no me importa, las mentiras de Javier, su traición. Todo eso me ha llevado a conocer un mundo totalmente nuevo y sin tabúes. Por primera vez en mi vida me siento realmente libre.