Fernando
Vivía la homosexualidad de una manera cada vez más libre. En mi entorno ya había normalizado completamente mi orientación afectivosexual y me sentía muy bien conmigo mismo. Las experiencias que había tenido en los campos del amor y de la sexualidad me habían proporcionado una apreciable madurez y me abrieron nuevos horizontes en la vida. Mi manera de ser se hizo más compleja a medida que me iba adueñando de más recursos. Dejé mucha ingenuidad y candidez en los múltiples recovecos del recorrido laberíntico de la vida, y aprendí a navegar con habilidades adquiridas en los procelosos mares de la existencia a modo de un Ulises en busca de su Ítaca. Cuando cumplí 29 años me di cuenta de que estaba en otro ciclo de la vida, ni mejor ni peor, sólo diferente. Me sentía capaz de sacar más jugo a la vida, porque ahora la conocía mejor y, además, había forjado algunas herramientas con el fin de absorber toda la potencialidad que ofrecían las relaciones humanas, dando al mismo tiempo un sentido más lúdico a mi vida.
Fernando apareció en mi vida en la discoteca Distrito en diciembre de 1988. Aquella noche me afanaba por capturar la atención de un chico que me gustaba mucho y, en un último intento, me senté a su izquierda en un banco corrido que había al fondo de la zona gay. No le apartaba la mirada pero él me ignoraba olímpicamente. De pronto desde mi izquierda alguien me pidió fuego. Me giré y le contesté que no fumaba. «Yo tampoco» –me replicó. Solté una carcajada y en ese preciso momento una llama se encendió en mi corazón. Fernando tenía unos hermosísimos ojos negros que desprendían un brillo especial y proyectaban una mirada limpia y enternecedora. Me gustó físicamente, me lo estaba pasando genial con él y me generó desde el principio una ternura infinita. Aquella noche no terminó nunca.
Quedamos para otro día y a éste le siguieron muchos más. Fernando me iba atrayendo con una fuerza arrolladora. Poseía una capacidad lúdica enorme como para bailar un merengue interminable con la vida, una vitalidad desbordante, muchísima frescura, un sentido del humor surrealista, y un don especial para sorprender –incluso a sí mismo– que le dotaba de una personalidad inigualable e inimitable.
Poco a poco fue cuajando una relación muy intensa, con un caudal sentimental creciente, y en un momento indeterminado supimos al unísono que éramos pareja. La voluntad se me resistió un poco al principio porque, pese a haber perseguido afanosamente una relación de pareja desde que asumí mi condición homosexual, las turbulencias que sufrí en el campo del amor me habían dejado una secuela de escepticismo y cautela. Sin embargo, con el paso del tiempo me iba enamorando más profundamente de Fernando y la voluntad abandonó sus prevenciones para sumarse a la tarea de construir día a día una hermosa historia de amor.
La pervivencia y la buena salud de la pareja requieren la existencia de otros ingredientes, aparte de los citados. Me refiero a la asunción de la identidad gay de los dos miembros de la pareja, sin que medien agentes nocivos o destructores derivados de una homofobia internalizada, de una autoaceptación no plena o de la existencia de sentimientos de culpa asociados a alguno de los elementos señalados o a otros. Estos agentes, además de minar la salud mental de la persona y de ocasionar en ella tendencias autodestructivas, condenan a la relación de pareja inevitablemente al caos y al fracaso.
También resulta muy importante la aceptación y el reconocimiento de la relación en los entornos sociales que más inciden en el equilibrio psicoemocional de cada uno de sus miembros. La vivencia de la sexualidad (tanto homo como hetero) se puede circunscribir al ámbito de la privacidad sin que trascienda de él y en ese supuesto no resulta difícil mantener oculta la condición homosexual. Pero si la relación sexoafectiva conlleva la construcción de una vida en común –se viva o no bajo un mismo techo– que es la esencia de una relación de pareja, ésta necesita para no ahogarse estar presente en los ámbitos sociales, familiares, laborales y de amistad de los protagonistas, si no en todos ellos (lo cual resulta a veces imposible por la actitud homofóbica de los padres o por el ambiente hipermachista de algunos centros de trabajo o lugares de ocio) sí en algunos de ellos. Y necesita, asimismo, que dicha presencia sea digna y clara, no vergonzante ni falsa. Tiene que resultar insoportable ocultar a tu pareja ante tus vecinos (diciendo, por ejemplo, que es un familiar), ante tus compañeros de trabajo (obviando su existencia o recurriendo a la ficción del primo o del amigo íntimo), ante tus amigos (desapareciendo, como hacen algunos, con una mentira cada vez más gorda cuando han quedado con el amante furtivo), o ante tus familiares (inventándose una novia en otra ciudad, utilizando a una amiga de tapadera o, en una actitud más honesta, ocultando la vida sexoafectiva bajo el tabú y limitando la comunicación con ellos a conversaciones análogas a las de ascensor). Ahora bien, hay gente que lo hace. Me horroriza imaginar el precio que pagan para sostener en el tiempo la relación con su pareja en esas condiciones, o las consecuencias que el ocultamiento total o parcial del amor conyugal produce en su calidad de vida, en su autoestima o en su salud mental.
Fernando y yo socializamos con toda naturalidad nuestra relación de pareja como lo hacen las parejas heterosexuales. A esas alturas de la vida el hecho de ser homosexual no me generaba problema alguno ni ningún conflicto o contradicción interna. En otras palabras, había normalizado interna y externamente mi orientación homosexual en un proceso que fue largo, difícil y laborioso. Mi armario, como el de la inmensa mayoría de las personas homosexuales, tenía muchas puertas y fui abriendo todas ellas una a una hasta llegar adonde buenamente pude llegar. La vivencia de mi homosexualidad y sobre todo la de mi relación de pareja tenían necesariamente un contexto, conformado por las normas legales y sociales, y aunque en la microsociedad de mis seres queridos la normalidad era total ésta chocaba con el ordenamiento jurídico, que nos discriminaba, y con los valores e ideas imperantes en la sociedad, que todavía en buena medida descansaban en prejuicios, estereotipos y rechazos atávicos que excluían el amor homosexual de la vida social y vejaban, marginaban o agredían a quien se atrevía a salir de las catacumbas.
Fernando era más atrevido que yo y de vez en cuando me hacía carantoñas en público. A mí, naturalmente, eso me parecía bien, pero me producía una gran incomodidad porque no quería ser objeto de miradas y comentarios de desaprobación y mucho menos exponerme a recibir un insulto. Además, en una ciudad de tamaño medio como Donostia el anonimato es prácticamente una quimera, y la osadía de expresar en público el amor entre dos hombres era muy probable que llegase a oídos de familiares y conocidos sometidos a los dogmas del pensamiento tradicional y que la noticia les ocasionara una gran desazón y lo tomasen como un grave escarnio. Prefería evitarlo.
Debo señalar en cualquier caso que nunca he sufrido problemas de homofobia en mi ciudad aunque creo que la actitud de tolerancia hacia la homosexualidad que está mayoritariamente extendida hoy en día en la sociedad no equivale a un respeto y reconocimiento sinceros y sin ambages. La fragilidad y en ocasiones la ambigüedad de ese estado de cosas sigue produciendo en muchísimas personas homosexuales inquietud y miedo.
Para no estar sometidos, como resultado de lo antedicho, a una tensión y presión permanentes, muchos gays y lesbianas –y en un porcentaje superior las personas transexuales– optan por abandonar su pueblo o ciudad natal y buscar refugio en las grandes ciudades donde a lo largo del tiempo han ido juntándose personas de esa condición con el fin de construir en esos lugares donde el control social es débil espacios de libertad, de seguridad y de apoyo mutuo. De ahí que en ciudades como San Francisco, Nueva York, Londres, París, Berlín, Madrid o Barcelona existan barrios con un índice elevado de población homosexual y transexual. Estamos ante un fenómeno migratorio provocado por la homofobia o por una tolerancia engañosa, frágil y no plena que no ha sido aún estudiado por las ciencias sociales. Por consiguiente, no se ajusta a la verdad decir que estos barrios son guetos, como malévolamente sostienen algunos e ingenuamente otros, porque constituyen, como decía anteriormente, auténticos espacios de libertad donde, por cierto, la diversidad en todos los órdenes suele ser máxima y el tránsito hacia fuera y hacia dentro es pleno. El gueto es justamente el armario en el que tienen que esconderse muchísimos gays, lesbianas, bisexuales y transexuales en la inmensa mayoría de los países del planeta que, o bien persiguen a estos seres humanos o bien no han reconocido legal y socialmente con todas sus consecuencias la diversidad de las orientaciones sexuales y de las identidades de género y la igualdad en el respeto a la dignidad de todas las personas. Incluso en las sociedades democráticamente más avanzadas persisten la idea de la superioridad moral de la heterosexualidad y poderosos tics de rechazo y fobia hacia estas personas que continúan alimentando el fenómeno migratorio al que hacíamos referencia.
El entorno influye enormemente en la autoestima del individuo. La sexoafectividad constituye, en la inmensa mayoría de las personas, uno de los elementos más importantes en su proceso de desarrollo y realización personal, y un componente fundamental de su vida familiar y social así como de las conversaciones con las amistades. Así las cosas, la persona necesita encontrar en el contexto en el que vive y actúa como ser social modelos y referentes con los que identificarse o cuando menos que le sirvan para alimentar su evolución en la vida en condiciones de positividad, de calidad en su salud mental y de construcción de una autoestima sana y equilibrada. La pareja que formamos y construimos Fernando y yo, y la manera de integrarla en nuestros entornos sociales contribuyeron a ir eliminando los últimos residuos que quedaban en los niveles más profundos de mi subconsciente: residuos de homofobia internalizada, de sentimientos de culpa, de conflictos internos, de angustia, de depresión, de autorechazo, de autorepresión, etc., elementos todos ellos que me habían ocasionado mucho tormento durante la adolescencia y que fui desactivando progresivamente a lo largo de mi vida con la ayuda fundamental de mis amigas y amigos heterosexuales y de la gran familia o microcomunidad que habíamos ido construyendo entre los numerosos amigos homosexuales.
A finales de junio de 1995, Fernando y yo, junto con nuestros queridos amigos Josu y Jordi, fuimos a Paris. Aparte de visitar esa ciudad maravillosa, queríamos tomar parte en la marcha-manifestación convocada con ocasión del día internacional de los derechos de las personas lesbianas, gays, transexuales y bisexuales. Resultaba paradójico y significativo que me fuese a Paris cuando no había participado nunca en las manifestaciones que en Donostia se convocaban desde finales de los setenta. El miedo a ser reconocido y señalado y a ser objeto de chismes y comentarios vejatorios que pudieran llegar a oídos de mis seres queridos habían actuado como freno insalvable.
La marcha, en la que participaron unas 200.000 personas, fue uno de los hechos que más impacto me han producido en la vida. Ver a tantas personas, en un ambiente festivo de solidaridad, componiendo una gigantesca manifestación con el objeto de reivindicar la igualdad social y legal para homosexuales y transexuales me emocionó hasta límites que me sorprendieron a mí mismo. Después de haber estado durante toda mi adolescencia y primera juventud, hasta que conocí a Carlos y compañía, sumido en una soledad angustiosa, con síndrome de extraterrestre, sin ninguna referencia personal o social de carácter homosexual, tenía ante mí a decenas de miles de homosexuales que reivindicaban sus (nuestros) derechos y dejaban traslucir que vivían su identidad con aparente normalidad. Al oír el firme y sonoro grito a favor de la libertad y de la igualdad, al ver reflejadas en tantos rostros las duras adversidades que había padecido en la vida, me embargó una intensa emoción e hice el recorrido con los ojos bañados en lágrimas, haciendo fotos sin parar, en un esfuerzo por aprehender e interiorizar toda esa realidad multicolor que me estaba abriendo nuevas puertas y nuevos horizontes, y que me estaba proporcionando unas inyecciones de energía positiva formidables para que mi naturaleza, mi identidad y mi dignidad personal se proyectaran y se afirmaran en términos de satisfacción plena conmigo mismo, de orgullo y de asertividad. En aquel momento me abrí en canal y espanté a los últimos demonios que habitaban en las capas abisales de mi mente. Salieron también a la superficie mis creencias cristianas y, haciendo un ejercicio de retrospección, di gracias a Dios por haberme hecho gay. La experiencia de la manifestación de París me marcó profundamente y volví con la semilla del activismo gay en mi interior.
La identidad gay es algo más que la conciencia de ser homosexual. Implica la voluntad de ocupar un lugar digno en la sociedad, la lucha constante a favor de la autoafirmación. Yo al menos así lo sentía, quizás porque me resistí durante mucho tiempo a usar el término gay. Me había resultado un tanto exótico y no me convencía su etimología. Ahora bien, en la manifestación de París tomé conciencia clara de algo que estuvo larvando dentro de mí durante los últimos años: quería situar la dignidad de las personas homosexuales en el centro de mi vida porque la dignidad es lo más importante que tenemos los seres humanos: si no nos respetamos a nosotros mismos, si no nos hacemos respetar tal como somos, tal como sentimos, tal como respiramos, tal como queremos vivir, la vida resulta ser menos vida, la vida deja de pertenecernos, nuestra vida corre el peligro de sernos arrebatada y convertirse en rehén o en títere de los poderosos que pretenden gobernar la vida de los demás. La dignidad humana se erige en presupuesto necesario, aunque no suficiente, de la libertad y de la igualdad. El término gay –o lesbiana para las mujeres– es el que acuñaron y usaron quienes enarbolaron la bandera de nuestra dignidad en el siglo pasado y es un deber moral para con ellos y también para con nosotros mismos y para con todas las personas que por su orientación homosexual o su identidad transexual sufren persecución, agresión, exclusión y discriminación, mantener esa lucha con los símbolos y términos que la han identificado.
En marzo de 1994 el alcalde vitoriano José Ángel Cuerda impulsó la creación de un registro municipal de parejas en el que podían inscribirse parejas no matrimoniales, incluidas las compuestas por dos mujeres o dos hombres, para poder acceder como pareja a servicios, prestaciones o beneficios de competencia municipal y para permitir acreditar, mediante fe pública, la existencia de la pareja para los efectos que fuesen. El valor político y simbólico de esta medida fue gigantesco, y puso en marcha por primera vez en Euskadi y en España una dinámica jurídica e institucional que, empujada y alimentada por el movimiento lgtb (concerniente a lesbianas, gays, transexuales y bisexuales) desembocaría años más tarde en el reconocimiento del derecho al matrimonio a las parejas del mismo sexo. Donostia-San Sebastián creó también un registro de parejas, y Fernando y yo decidimos inscribirnos en él.
Conocíamos, en nuestro entorno, a bastantes parejas, algunas con un recorrido de muchos años. Resultaba increíble e irracional que esas parejas no pudieran acceder al mismo estatus jurídico que las parejas heterosexuales. Las consecuencias de la prohibición eran a todas luces injustas y podían llegar a generar situaciones atroces (como se puso de manifiesto cruelmente con motivo de la muerte por sida de algunos gays, como ya hemos señalado anteriormente). Quienes se oponían y siguen oponiéndose a cualquier reconocimiento, por nimio que sea, de la pareja integrada por dos personas del mismo sexo carecen de argumentos rigurosos y se aferran como a un clavo ardiente a la defensa del orden social tradicional, ocultando o ignorando que las normas legales y sociales que disciplinan la familia y el matrimonio han sufrido numerosos cambios y transformaciones a lo largo de la Historia.
La institución matrimonial en la Europa que surgió tras el derrumbe del imperio romano fue un instrumento poderosísimo de control social e ideológico para la Iglesia católica, que se erigió en la estructura de poder más importante durante la Edad Media, articulando un tejido social, político e institucional a su medida, hasta que con el triunfo de las ideas de la Ilustración se consolidó definitivamente en Europa un nuevo tiempo histórico en el que se impuso la separación entre la Iglesia y el Estado y, en consecuencia, una modificación radical del statu quo imperante durante siglos (en relación con esta cuestión resulta sumamente interesante la lectura del magnífico libro del historiador John Boswell Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad). La lucha de la jerarquía vaticana de la Iglesia católica y de numerosos de sus obispos contra la modernidad –en realidad contra la pérdida de su poder e influencia– ha adquirido en lo referente a la situación de las parejas del mismo sexo tintes de una neocruzada homófoba de inusitada virulencia que causa perplejidad e indignación a muchos católicos.
A los pocos días de dejar constancia formal de nuestro amor de pareja en el registro municipal, muchos de nuestros amigos y amigas nos organizaron una fiesta sorpresa para celebrar aquella decisión. Acudimos a un restaurante con dos o tres amigas con las que habíamos quedado para cenar y cuando entramos nos quedamos petrificados al ver a unas cincuenta personas, amigos y familiares todos ellos, sentadas en torno a una mesa alargada que irrumpieron en aplausos creando una gran expectación en el resto de los comensales que había en el recinto, que a partir de entonces no quitaron ojo de nuestra mesa, mirando disimuladamente con una mezcla de asombro, aceptación y curiosidad. Sufrí un shock emocional y me costó mucho serenarme. Nunca olvidaré la imagen que por la impresión se me quedó grabada en la memoria a modo de una foto fija. El afecto, la emoción, la solidaridad y la reivindicación compartida había conseguido juntar en un tiempo récord a homosexuales y heterosexuales, a mujeres y hombres, a amigos y familiares, para festejar la felicidad por partida doble de dos seres queridos: felicidad porque nos ilusionaba que nuestra unión figurase en un documento oficial que, aun cuando no tuviese efectos jurídicos claros, sí otorgaba una suerte de protección y reconocimiento a la pareja; y felicidad también porque con nuestra decisión, sumada a la de otras decenas de parejas donostiarras, estábamos haciendo camino a favor de la igualdad para las personas homosexuales.
La conciencia de identidad gay, tal y como yo la concebía, me llevó al activismo gay de forma natural. Bullía dentro de mí un amalgama amplio de sentimientos que sedimentaron en la base sobre la que se asentó mi compromiso de luchar a favor de un cambio legal y social que reconociese y amparase los derechos fundamentales de las personas homosexuales –lesbianas y gays–, bisexuales y transexuales o transgénero. Había conseguido erradicar de mi mente, tanto de su plano racional como de las zonas ocultas del subconsciente, las ideas y los sentimientos en contra de mi naturaleza homosexual que tanto daño me hicieron y tanto obstaculizaron y problematizaron mi desarrollo y me había desembarazado del miedo, de manera que me hallaba en una situación madura para dar un paso más.
Lo que afloró tras ese trabajo de deconstrucción, de autoaceptación y de fortalecimiento de mi autoestima fue una colosal indignación y rabia contra el estado de cosas que había producido en mí y en personas como yo esas situaciones lamentables y lesivas. Sentí que era necesario ayudar a las personas de orientación homosexual y de identidad transexual en sus procesos de normalización, tanto en el plano personal como en el relativo a sus entornos sociales. Sentí que había que trabajar con denuedo para cambiar las leyes y los prejuicios y actitudes negativas en el pensamiento y en las normas sociales. Sentí, en fin, que era preciso desmontar y combatir las mentiras y las patrañas que la homofobia militante estaba lanzando continuamente, las cuales prendían fácilmente en un campo social abonado de desinformación y desconocimiento sobre una realidad cuasi invisible.
Si la situación en nuestro contexto legal y social no era nada halagüeña, el panorama en la mayor parte de los países del planeta resultaba desolador. Penas de muerte o de cárcel; persecuciones y detenciones; asesinatos impunes a cargo de bandas paramilitares y fascistas; exclusión y ostracismo social, marginación y estigmatización; desigualdad y discriminación… Si a la solidaridad queríamos darle un valor más allá de lo simbólico o lo estético, estaba claro que no podíamos dejar fuera de nuestras preocupaciones y reivindicaciones la situación de centenares de miles de homosexuales y transexuales en el mundo, hermanas y hermanos nuestros.
El proceso de evolución personal hacia la asunción del compromiso de luchar por nuestros derechos lo habíamos seguido muchos de los que componíamos la gran familia que había nacido de los afectos y complicidades generados en nuestras andanzas y correrías por el ambiente gay. Así es que sin necesidad de forzar las cosas, como el fruto maduro que se desprende del árbol, un buen día confluyeron una serie de inquietudes que se estaban explicitando y algunos de nosotros nos pusimos a la tarea de pergeñar un proyecto que dotara a esas inquietudes de cuerpo e ideas. El alma y el corazón ya los teníamos. Se engrandecían día a día con las ganas de vivir con la dignidad bien alta, con la voluntad de combatir la injusticia nefanda, con el deseo de ayudar a los demás, con el sueño de construir lo antes posible un mundo mejor no sólo para lesbianas, gays, bisexuales y transexuales sino también para las personas heterosexuales puesto que con la ampliación de derechos, con la salvaguarda de la diversidad y de la diferencia, con el reconocimiento de la pluralidad de orientaciones sexoafectivas la sociedad avanza a un estadio de mayor calidad democrática y de mejor calidad de vida para todos sus ciudadanos. Así nació en octubre de 1997 la asociación Gehitu que en su alumbramiento aunó el entusiasmo, el compromiso y el trabajo voluntario de casi cuarenta personas.
Ya no quedaban más puertas de armario que abrir. Al irrumpir en el espacio público como activista gay la dimensión homosexual de mis circunstancias personales penetró en el conocimiento de aquellas personas que me conocían que aún me atribuían la presunción de heterosexualidad o hacían oídos sordos a los rumores. Puede resultar llamativa esta afirmación, que no tiene mucho sentido en la inmensa mayoría de las causas relacionadas con defensa de derechos de colectivos determinados. Las mujeres, los afroamericanos, las personas gitanas o las que tienen alguna discapacidad, por poner algunos ejemplos, no han de salir de ningún armario haciendo visible la circunstancia personal que produce discriminación o exclusión. Han de luchar, desde luego, para que todas las personas que sufren una situación lesiva de sus derechos fundamentales tomen conciencia de esa situación y se organicen para cambiarla. En el caso de las personas homosexuales, cuya orientación permanece invisible detrás del velo de la presunción de heterosexualidad cuando no oculta bajo siete llaves por miedos o por conflictos internos, la visibilidad en los ámbitos más importantes en los que nos relacionamos socialmente resulta premisa imprescindible, al tiempo que un instrumento muy eficaz, para que las cosas cambien.
Con el paso dado me sentí muy orgulloso porque, aparte de reconciliarme definitivamente conmigo mismo, conseguí llevar los principios éticos que me habían impulsado a trabajar en diferentes campos por un mundo mejor y más justo al terreno de la defensa de la dignidad de las personas que, como yo, amaban de forma diferente a la mayoría. Mis anhelos y compromisos se unieron a los de aquellos que en Euskadi llevaban desde el 78 en estas lides, a los de mis compañeros y compañeras de Gehitu, y a los de activistas de todo el Estado y del mundo, y me sentí parte del sujeto político colectivo que estaba consiguiendo incluir en la agenda de las instituciones y partidos el reconocimiento y protección de los derechos de la población lgtb (lesbiana, gay, transexual y bisexual) honrando de paso la memoria de quienes fueron precursores y precursoras del movimiento de liberación: de Magnus Hirschfeld, de las hijas de Bilitis, de los héroes y heroínas de Stonewell y de tantas y tantos otros.
Sentía, por otra parte, que tenía una deuda moral con mi propia adolescencia y que empezaba a manejarme en la vida en la dirección de poder saldar dicha deuda, lo cual me llenaba también de orgullo. No podía tener la conciencia tranquila si no hacía nada por que los adolescentes gays y lesbianas, así como transexuales, tuvieran una adolescencia diferente y mejor que la que yo tuve. Paradójicamente, los valores que me inculcaron tanto mis padres como mis profesores, valores basados en la defensa de la dignidad de la persona, en la honestidad consigo mismo y con los demás, en el amor al prójimo, en el compromiso social y en la lucha contra la injusticia, forjaron esa conciencia una vez que me desprendí de la homofobia que me había secuestrado.
Un círculo se había cerrado para abrirse inmediatamente hacia horizontes nuevos. Un recorrido vital que comenzó en la adolescencia volvía a ella para rescatarla del carcelero de la homofobia. Aunque el reloj de la existencia no se puede echar para atrás conviene tener presente que uno es en cada momento de su vida la acumulación de todo lo que ha sido y que, en consecuencia, es bueno rescatar de periodos pasados la memoria de lo vivido, de lo no vivido así como de lo que hubiese querido vivir, con el objetivo de que el faro que guía la vida del momento presente proyecte la senda a seguir en el futuro e ilumine todo el camino andado con la luz de la verdad, de la libertad y de la justicia, dándole a la vida entera un sentido que a uno le haga sentirse éticamente satisfecho.